martes, 31 de mayo de 2011

david leavitt (pittsburgh, 1961 - ) // cuentos. 1 - gravedad

theo pudo elegir entre un fármaco que le conservaría la vista y un fármaco que lo mantendría vivo. escogió no quedarse ciego. dejó las pastillas, empezó con las inyecciones -que hicieron necesaria la implantación de un desagradable y doloroso catéter justo encima del corazón- y, al cabo de pocos días, las nubes de sus ojos empezaron a disiparse: podía ver otra vez. se acordó de una vez que fue con su madre a nueva york para ver una obra de teatro; tenía doce años y no quería admitir que necesitaba gafas.
-¿puedes leer eso? -, le gritó, señalando una marquesina de broadway
y cuando, entrecerrando los ojos, sólo pudo descifrar una o dos letras, ella se quitó las gafas -unas enormes gafas modelo arlequín con diamantitos de imitación incrustados en las esquinas- y se las puso en la cara. el mundo quedó enfocado y él contuvo la respiración, sorprendido por la precisión de los bordes de las cosas, la legibilidad, el paisaje nítido, bien  delimitado y lleno de colores. ese día, sylvia tuvo que tener los ojos entornados durante toda la representación de el violinista en el tejado, aunque, para theo, la cara oculta tras las enormes gafas de su madre, todo resultó tan brillante e intenso como un libro de cómics. a pesar de que la gente lo mirar y murmurara, sylvia no hacía caso; él podía "ver".
como se estaba muriendo otra vez, theo volvió a la casa de su madre, en nueva jersey. ella se tomaba con calma el asunto de las inyecciones de dhpg; después de todo, había tenido que pasar por la muerte de su propia madre. cuatro veces al día, con la sangre fría de una enfermera, limpiaba el tubo de plástico que llevaba implantado en el pecho, insertaba en él una aguja hipodérmica esterilizaba y, lentamente, introducía en las venas la dosis del líquido que le devolvía la vista. ambos soportaban ese trámite en silencio. sylvia, sentada junto a la cama de hospital que había alquilado mientras durara la estancia de theo -mientras durar su vida, pensaba él a veces-, contemplando las noticias o reposiciones de el show de lucille ball, tratando de no pensar en el duro trozo de tubo que llevaba clavado, un recordatorio constante de lo vasto e infranqueable que se estaba volviendo el mar que lo separaba de la cada vez más alejada orilla de los sanos. y sylvia estaba incomprensiblemente alegre. todos los días le pedía que la acompañara a algún sitio -a la biblioteca o al pequeño museo con las réplicas de dinosaurios que tanto le gustaban de pequeño-y, cuando su delgadez y el bastón llamaban la atención, lo guiaba entre los mirones, decidida a protegerlo de cualquier cosa que pudieran decir o hacer. lo mismo que aquella tarde, hace tantos años, cuando lo empujó a través de un vestíbulo lleno de caras curiosas y sonrientes, decidida a que nada interfiriera en el espectáculo de su visión. menuda pareja tenían que haber formado: un niño con gafas horribles y una madre que desafiaba al mundo a que se atreviera a decir algo.
esta cálida y ventosa tarde de mayo habían ido a comprar para vengarse.
-tu primo howard celebra su fiesta de compromiso el mes que viene -explicó sylvia en el coche-. es una chica muy agradable, de livingston. la conocí hace unas semanas y, de verdad, es una persona estupenda.
-me alegro -dijo theo-. felicita a howie de mi parte.
-¿crees que estarás en condiciones de ir a la fiesta?
-no estoy seguro. ¿y si le hago sólo un regalo?
-ya se lo has hecho. una bandeja de plata preciosa, si es que se me permite decirlo. la npta de agradecimiento está en la sala de estar.
-mamá -dijo theo-, por qué tienes siempre qué...
sylvia tocó el claxon a un camión que giraba a la izquierda en un lugar prohibido.
-lo que yo digo es que es mejor que reciban algo que nada -dijo-; pero, ahora, el problema es que tengo que hacerle algún regalo a howie, algo personal, y quiero que sea bueno. quiero que sea muy, muy bueno.
-¿por qué?
-¿te acuerdas de la baratija que te regaló bibi cuando te graduaste? fue ofensivo.
-no consigo acordarme de su regalo.
-no me extraña. te regaló un vulgar juego de bolígrafo y pluma. el estuche ni siquiera era de piel. así que es evidente que tengo que conseguir algo verdaderamente espectacular para el compromiso de howard. algo que la haga palidecer. de todos modos, creo que he encontrado lo que buscaba, pero necesito tu consejo.
-¿mi consejo? bueno, cuando nick, mi antiguo compañero de piso, se casó, le regalé un aparato para machacar ajos. me costó cinco dólares y reflejaba exactamente lo que para mi valía, en ese momento, nuestra amistad.
sylvia se echó a reír.
- muy ingenioso, pero mi idea es mucho más brillante porque me permite desquitarme con bibi y, a la vez, hacerle a howard el magnífico regalo qu él y su chica se merecen.
-sonrió, a todas luces satisfecha consigo misma-. ah, vivir para ver.
-eso, tú -dijo theo.
sylvia parpadeó.
-mira, ya hemos llegado.
aparcó el coche en un puesto reservado para minusválidos en la avenida morris y salió para ayudar a theo, que ya se levantaba del asiento sosteniéndose en el apoyabrazos de la puerta.
-puedo arreglármelas solo -dijo con cierta irritación.
sylvia retrocedió.
-para ti, una ventaja clarísima de todo esto -dijo theo apoyándose en el bastón- es que, de pronto, te es mucho más fácil encontrar estacionamiento.
-oh, theo, por favor -dijo sylvia-. mira, allí es donde vamos.
lo condujo hasta una tienda de objetos de regalo llena de estatuillas de porcelana de blancanieves y los siete enanitos, cajas de música que, al abrirlas, tocaban the shadow of your smile, complicadas mezclas aromáticas en cajas forradas de papel púrpura y serpientes de trapo para colocar contra puertas y ventanas con corrientes de aire.
-¿señora greenman! -exclamó un hombre canoso y jovial con una chaqueta de punto de color crema-. mira quien está aquí, archie, la señora greenman.
otro hombre, éste más delgado y parcialmente calvo, pero vestido con una chaqueta idéntica, miró, desde el fondo de la tienda.
-¿hola! dijo sonriendo.
-señor sherman, señor baker. éste es mi hijo, theo.
-hola -dijeron los señores sherman y baker.
ninguno hizo ademán de alargar la mano.
-¿ha venido por el artículo del que hablamos la semana pasada? -preguntó el señor sherman.
-sí -respondió sylvia. quiero el consejo de mi hijo.
se dirigió hasta un gran cuenco de cristal estriado, un cuenco muy de los cincuenta, sólido y con asas cuadradas.
-¿qué opinas? es bonito, ¿verdad?
-mamá, si quieres que te diga la verdad, me parece bastante feo.
-cuatrocientos veinticinco dólares -dijo sylvia con admiración-. tienes que notarlo.
entonces tomó el enorme cuenco y se lo lanzó a theo, como si fuera una pelota de fútbol.
los caballeros de las chaquetas se quedaron boquiabiertos y contuvieron la respiración. cuando theo lo tomó, las manos s ele fueron hacia abajo. el bastón sonó al chocar contra el suelo.
-pesa -dijo sylvia, observando satisfecha cómo el cuenco le había hecho bajar los brazos- y, en lo que se refiere al cristal, el peso impresiona.
volvió a tomar el cuenco y lo llevó al mostrador. el señor sherman estaba enjugándose la frente. theo miró el suelo, todavía sorprendido de no ver restos de cristal alrededor de sus pies.
como nadie parecía ofrecerse para recogerle el bastón, se inclinó y lo hizo él mismo.
-cuatrocientos treinta y seis con veintiocho, con impuestos -dijo el señor sherman con voz todavía un poco temblorosa.
una oleada de placer se apoderó del rostro de sylvia en el momento de sacar el talonario. tras el mostrador, theo podía ver al señor baker tocándose la frente con la mano y dirigiendo la vista al techo.
parecía como si sylvia hubiera estado buscando desde hacía mucho tiempo algo como eso,
algo que fuera lo suficientemente pesado como para dejar una impresión y, sin embargo tan frágil como para que hiciera sufrir.

salieron y se dirigieron al coche.
-¿adónde podemos ir ahora? -preguntó sylvia al entrar-. tiene que haber algún sitio al que podamos ir.
-a casa -dijo theo-. ya es casi la hora de mi medicamento.
-¿ya? oh, bueno.
se puso el cinturón de seguridad, metió la lave en el contacto y se quedó sentada.
durante sólo un instante, aunque perceptiblemente, su cara se descompuso. cerró los ojos con tanta fuerza que la sombra azul de los párpados se agrietó.
casi con igual rapidez volvió a la normalidad, y momentos después estaba conduciendo.
-hace cada vez más calor -dijo sylvia-. ¿pngo el aire acondicionado?
-ok -dijo theo.
estaba pensando en el cuenco o, más concretamente, en lo sorprendente de su peso, que le había obligado a bajar los brazos. llevaba ya un rato preocupado por su madre, preocupado por el daño que su enfermedad podría estar causándole en secreto y que, por supuesto, ella nunca admitiría. en la superficie, las cosas parecían normales. seguía hirviéndose todas las noches para cenar una pechuga de pollo sin piel, seguía nadando dos kilómetros cada día y seguía guardando en la heladera bolsitas de té usadas envueltas en papel de aluminio. sin embargo, también lo había despertado una madrugada a las tres para decirle que iba al supermercado abierto las veinticuatro horas y que si quería algo. y estaba lo de la tienda de regalos: le había lanzado el cuenco, literalmente, se lo había lanzado como si fuera una pelota y, mientras el gran destello volador cargado de potencial pesar se le venía encima, se le ocurrió que ella estaba confiando, de entre todo el mundo, en sus dos débiles manos para evitar la rotura. ¿ qué intentaba demostrar? ¿su recién recobrada vista? ¿ la seguridad de que estaba ahí, vivo, que él, un niñito perdido con gafas adornadas con diamantitos de imitación, todavía no había escapado a sus cuidados? hay ciertas cosas que uno ya ha hecho antes de pensar en cómo hacerlas; un niño apartado de la parte delantera de un coche, por ejemplo, o el cuenco, que theo ya sostenía antes de que pudiera incluso empezar a calcular su breve trayectoria. los brazos se hundieron bajo el peso y, desde esa ridícula posición, había mirado a su madre, que le sonreía de oreja a oreja como si, en la guerra entre el peso y la rotura, la hubiese ayudado a ganar alguna pequeña pero continuada victoria.

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