domingo, 7 de agosto de 2011

león tolstoi (lev nikoláyevich tolstói, rusia, 1828 - 1910) // cuentos - el origen del mal / el salto

el origen del mal

en medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.
en una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. a falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.
-el mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡qué desasosiego! ¡qué intranquilidad siente uno! es imposible tener un momento de descanso. y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡cuántos perecemos como víctimas del hambre! no cabe duda de que el hambre es el origen del mal.
el palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.
-opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿habrá comido?", nos preguntamos. "¿tendrá bastante abrigo?" y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡cuántos mueren así entre nosotros! ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.
-no; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. el mal viene de la ira. si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. en tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.
el ciervo no fue de este parecer.
-no; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. pero es imposible no sentir miedo. apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. el corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. a veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. no hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. de ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.
finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
-no es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.


el salto

un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno y todos los pasajeros estaban en el puente. entre las personas, un mono, con sus gestos y sus saltos, era la diversión de todos. aquel mono, viendo que era objeto de las miradas generales, cada vez hacía más gestos, daba más saltos y se burlaba de las personas, imitándolas.
de pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del capitán del barco, le quitó el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el mástil. todo el mundo reía; pero el niño, con la cabeza al aire, no sabía qué hacer: si imitarlos o llorar.
el mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las uñas empezó a romper el sombrero. se hubiera dicho que su objeto era provocar la cólera del niño al ver los signos que le hacía mientras le mostraba la prenda.
el jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono seguía su obra.
los marineros reían. de pronto el muchacho se puso rojo de cólera; luego, despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. de un salto estuvo a su lado; pero el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.
-¡no te irás! -gritó el muchacho, trepando por donde él. el mono lo hacía subir, subir... pero el niño no renunciaba a la lucha. en la cima del mástil, el mono, sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra colgó el sombrero en la más elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando los dientes.
del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos metros; por lo tanto, no podía cogerlo sin grandísimo peligro. todo el mundo reía viendo la lucha del pequeño contra el animal; pero al ver que el niño dejaba la cuerda y se ponía sobre la cofa, los marineros quedaron paralizados por el espanto. un falso movimiento y caería al puente. aun cuando cogiera el sombrero no conseguiría bajar.
todos esperaban ansiosamente el resultado de aquello. de repente alguien lanzó un grito de espanto. el niño miró abajo y vaciló. en aquel momento el capitán del barco, el padre del niño, salió de su camarote llevando en la mano una escopeta para matar gaviotas. vio a su hijo en el mástil y apuntándole inmediatamente, exclamó:
-¡al agua!... ¡al agua o te mato!...
el niño vacilaba sin comprender.
-¡salta o te mato!... ¡uno, dos!...
y en el momento en que el capitán gritaba:
-¡tres!... -el niño se dejó caer hacia el mar.
como una bala penetró su cuerpo en el agua; mas apenas lo habían cubierto las olas, cuando veinte bravos marineros lo seguían.
en el espacio de cuarenta segundos, que parecieron un siglo a los espectadores, el cuerpo del muchacho apareció en la superficie. lo transportaron al barco y algunos minutos después empezó a echar agua por la boca y respiró.
cuando su padre lo vio salvado, exhaló un grito, como si algo lo hubiese tenido ahogado, y escapó a su camarote.

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