viernes, 21 de septiembre de 2012

billie holiday (estados unidos,1915 1959) // for all we know

jueves, 20 de septiembre de 2012

héctor germán oesterheld (argentina, 1919 - desaparecido desde 1977) // cuentos - una muerte

una muerte
yo andaba investigando la muerte del Jon.
 Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos.
No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos.
Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera.
Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marro­nes. Grandes y chicos.
 Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido.
De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
—Hace tres días... —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo. —¿Amigo suyo?
 Asentí. —¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
Volví a asentir.
—Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío.
—Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
 —Por supuesto. —
Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
—Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon. —Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
—¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
 —Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
 —Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
"—¿Por los pájaros? —le pregunté. "
—Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
"Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí. "—Gracias... —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales...
 "Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
 "—Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
"Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o..."
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
—Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
"—El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... Por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
"—No lo sé —le dije por decir algo—. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
 "—Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agre­gó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
"Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
 "—¿Quiere agua?
¿Está realmente cómodo?
"No me contestó.
 "Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
"Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí.
 "Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
"La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa.
"No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto.
 "Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. "Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?" Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
—Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
 Me tendió la mano.
Vacilé un momento, le tendí la mía.
Sonrió al sentir la presión de los siete dedos.
Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta.
Bajé los escalones, me fui por el juncal.
Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante.
Aunque no está tan lejos, pensándolo bien.
Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?

Expansiva II: "La tensa calma de la superficie"

sara gallardo (argentina, 1931 - 1988) // cuentos - en la montaña

en la montaña
"si dejo de mirarlo." y dejaba de mirarlo vaya a saber por cuánto rato. estaban mis heridas. estaba el sol, también. a esa altura el sol es otro, no imaginable. correspondiendo, la sombra también es otra. buscar reparo es meterse en el hielo; buscar abrigo, ir a la hoguera. así se muere, de dos zarpazos, en la indi­ferencia de la montaña. sin cordillera, sin cóndores, sin sol, sin sombra, las heridas hubieran seguido, estando: mi pierna rota, mi bra­zo roto, mis costillas rotas, algo en el costado de la cara. y estaba la sed. la sed valía por todo. alrededor, picos nevados, cortes de carne cruda, pampas de oro falso como la muerte. ¿por qué estaba solo? una herradura cerca de mi pie, un cañón, eran mi compañía. ni un cadáver, ni una voz, ni un arma. y el cóndor esperando. pensé: estoy muerto. el dolor me desmintió. comprendí que me había desbarrancado, a no du­dar por culpa de la mula. siempre nos odiamos. habrá caído, de pura maldad, arrastrando pedruscos, arras­trándome, el cañón saltaría de su lomo. podía jurarlo: siguió de largo —la herradura era su tarjeta de despedi­da—, y estaba más abajo según insinuaba el atareo de los cóndores sobre algo cercano. si podía alegrarme me alegré. sirvieron de señal, supongo, los cóndores. abrí los ojos —la luz había cambiado—, una mordaza me ahogaba, era mi lengua. un hongo se deslizaba a mi lado, o tortuga (volví a pensar que estaba muerto), o más bien figura humana bajo un cuero, furtiva, encor­vada, armada. luchaba con los cóndores por la mula. dije: —por dios... no me salió la voz. grité: —hermano, por el amor de dios. el recuerdo siguiente es la oscuridad, sin sed, atado como un salame. hay un ruidito: chac-chac. es mi yes­quero. una pequeña llama surge, veo al ser, veo un brillo en su frente calva. se inclina a hacer fuego. el fuego se levanta. él solloza inclinado ante la llama. es de día. el lugar resulta ser una cueva. sigo atado —medicinalmente— con tiras de cuero peludas. unas ro­cas cierran la entrada. a cierta hora las oigo remover, cierro los ojos, espío. el personaje envuelto en cueros de pelambre pálida vuelve a clausurar la entrada; antes de mirarme se concentra en el rescoldo, que le interesa mu­cho más que yo. ¿por qué me cuesta decir el hombre? su emoción an­te el fuego, su cuidado por mí son bien humanos. su calvicie habla de sangre blanca. algo me lo vuelve temi­ble.ante todo, su negativa a hablar. frente a él cambio. yo, espontáneo, me vuelvo astuto. corajudo, le temo. agradecido, me obliga al rencor. dos recuerdos más: días en que ahumó los pedazos de mula arrancados a los cóndores, la papilla con que me alimentó. al restablecerme descubrí que era carne de la mula masticada por él. pasaron meses. ceñudo, gigante, ojos celestes pegados a la nariz de pico rojo, agazapado ante el fuego. y yo que­riendo hacerlo hablar cuento historias, canto, hasta recito décimas, para nada. sordomudo, ni pensarlo. cuántas ve­ces no le hablé sobresaltándolo con el sonido, haciéndole volver la espalda furioso. mi batalla era hablarle. la de él, callar. como no pudo convencerme, una vez me tiró una piedra. pequeña, pero de efecto suficiente sobre mis heri­das. acepté el silencio. era renunciar a la amistad. español, decidí. vasco, montañés. desertor. a co­mo yo, un desecho. ¿qué me lo decía? lo de vasco, su físico. lo demás, sensaciones. llegué a pensar que mi uniforme le impedía hablar­me. gusano que roía el imperio. pero allá arriba, ¿qué era esto? sonaba a nada. la verdad para mí era que se negaba a lo humano. a pesar de que me había salvado a costa de muchos trabajos éramos enemigos. por eso, por el silencio. pero ¿por qué quería callar? para dormir desaparecía en un rincón, supuse que la cueva hacía un codo, después lo comprobé. el miedo —como si la montaña con toda su maldad se hubiera concentrado en su persona— hizo que al me­jorar me fingiera más débil de lo que estaba. cuando sa­lía y todo ruido se extinguía —menos el viento y los ru­mores de la altura— me atrevía a sentarme. después me arrastré, gimiendo, comprendiendo que mi salud estaba lejos, que debía entregarme al tiempo y a mi anfitrión si quería vivir. entregarme, qué palabra. Entregarse es hablar, decir su nombre, ponerse al tanto. cuando pude dar unos pasos vi su yacija, sus teso­ros: el cañón, correajes, restos de uniformes, de armas patriotas y españolas, el arnés de la mula, herramientas de piedra. pasaba horas y horas solo. él salía de caza. com­prendí que en previsión del invierno. ¡el invierno! fui herido en primavera, y ya el frío no se aguantaba en el vivac, qué decir en las marchas. el invierno. me aferra­ba a la cueva como al vientre de mi madre. morir no es cosa rara. pero en la montaña... vamos a la primera nevada. el frío en la cueva era de solemnidad. me incorporé como cada vez que él salía. qué mareos, me apoyé en la roca. flexioné como siempre las piernas y los brazos. una pierna y un brazo. los otros eran un par de estacas. había jurado poder más que ellos y me pasaba las horas friccionándolos, obligándolos a ceder. resistían pero había progreso. y ese progre­so era mi idea fija, el sentido de mis días. la luz distinta me hizo espiar el exterior. vi la neva­da reciente. vi las huellas. casi redondas. un codo de diámetro. con un pul­gar aparte y el resto indeciso. bípedas, descalzas. a juz­gar por el hundimiento de la nieve el peso del dueño iba en proporción. me puse a temblar como una liebre. Imaginé el olfa­to del monstruo, mi debilidad. Imaginé a mi salvador afuera, a su merced. estaba por arrastrarme en busca del sable cuando las piedras de la entrada se movieron. retrocedí hacia el fuego dispuesto a incendiar la manta co­mo primera defensa; pero apenas vislumbré la mano envuelta en tiras de lana que ya conocía volvió a primar la astucia, me eché al suelo bajo la manta, fingí dormir. esta vez me estudió antes que al fuego. es verdad, yo no estaba en el sitio de siempre, pero era natural bus­car calor con ese clima. quería asegurarse de algo a mi respecto. su respiración era contenida, no agitada. él, que venía de ver las huellas, quería cerciorarse de mi sueño. sabía del monstruo. sólo le preocupaba saber si yo sabía. me sacudió.fingí despertar aunque mi pulso brin­caba. señaló mi rincón. señalé las brasas. enseguida, para no contagiarme su habla por señas: —desde hoy pienso dormir cerca del fuego. hizo que no, las mechas grises que bordeaban su calva le barrían los hombros. arrancó la manta, la tiró a mi rincón. sigue un período en el que hubo algunos cambios. mis piernas empezaron a funcionar mejor, mi brazo res­pondía. era algo que él parecía estar esperando. inició un trabajo de herrería que al principio no entendí. caños de fusil por pinzas, piedras por yunques. y el fuego, na­turalmente. y un fuelle que había cosido con cueros an­te mis ojos sin que me percatara de su uso. empecé a admirarlo. como esclavista en primer término. yo había nota­do que las gentes de montañas, las gentes de europa, trabajaban como seres sin corazón, todo el tiempo. me tu­vo con ese fuelle durante un millar de horas. se trataba de convertir mi cañón en otra cosa. y lo logró. lo logra­mos. en un par de palas, de especies de palas. si habremos paleado nieve. a veces pensaba en las huellas como en una alucina­ción. a veces oía un ruido y saltaba a defenderme. y veía como si ocurriera la escena de mi sable quebrado como paja entre las manos de un oso, de un mastodonte que se abalanza sobre mí, veía sus colmillos. un día era peludo, otro cubierto de escamas, otro un gigante que agarraba en cada mano a un hombre y de un mordisco les rebanaba la cabeza. el fuego era mi idea: brasas a los ojos para empezar, una antorcha en seguida al ho­cico, al pecho, a la panza. oía su alarido. lo veía, retro­cediendo, encogido, las garras retraídas. y nunca hablé de él. solo, sobando cueros, sacando tientos, cosiendo, ahumando carnes (mi actividad era doméstica; no esta­ba bien visto que saliera), pensaba. Imaginaba muchas cosas. la luz del día, cómo nos equilibra. yo vivía en pe­numbras. imaginé que mi hombre había domesticado al monstruo y lo hacía cazar para nosotros. Imaginé dema­siado. pretextando el viento rodeé mi cama de piedras, quería tener proyectiles a mano. cómo salté hacia ellos esa noche. horrible, una voz me despertó. clamaba con mil ecos. el monstruo. no. un resplandor sereno echaba el rescoldo bajo las bóve­das oscuras. todo tranquilo. salvo esa voz, esos ecos, salvo el idioma no de gente, en que flotaban vocablos conocidos: maría luisa, cayetano. mi compañero soñaba en vascuence. me acostumbré a tantas cosas en aquel tiempo que ­acostumbrarme a sus sueños no fue un esfuerzo del otro mundo. del otro mundo eran su voz, su idioma, el re­sonar. y el frío. En una de mis inspecciones descubrí un hueco ta­pado con pedrisca, y muy sobado, el documento mili­tar de miguel cayetano echeverrigoitía, nacido en hornachuelos, vizcaya, soldado del 4 de Infantería ca­zadores del rey. qué inteligente me sentí. hasta llegué a reírme. yo, a su merced, me sentí por un instante su dueño. eso me despertó la locuacidad, caída hasta el mono­sílabo, y en forma inesperada: conté chistes subidos. nunca me divirtieron; en los vivacs se oyen demasiados. los repetí uno por uno. mi intención era despertar algo en él, no sabía bien qué. risa. eso, la risa; después de la palabra, es lo más humano (si se exceptúa la traición). Sentí que una risa, una sonrisa, pueden ser aurora de una palabra. una palabra, y el murallón de su locura podía caer. lo estoy viendo esa noche, en la luz rojiza, un hueso metido en la boca como una flauta mientras sorbe la médula. los chistes, no le hacen gracia. su respiración se agita. lamento la posibilidad de haber removido su lu­juria. callo, tristísimo. me fijé fecha para hablarle del monstruo. “mañana ape­nas amanezca.” el amanecer es la mentira más cruel de la montaña. hasta parece inocente; hasta bello. no hubo amanecer. desperté sin luz. la nieve nos bloqueaba. ni pensar en las palas. sepultados. él parecía tranquilo. decidí estarlo también. si ha­bía que morir que fuera dignamente. mi objeción: ya que era mi sino morir en la montaña, por qué no antes, en el desfiladero, entre el cañón y la herradura; por qué esta relación en la caverna, esta curación para llegar a lo mismo. bien. no había cóndores, y ya es algo. había... me sabía de memoria qué había. provisiones, ahu­madas; yuyos, colgados; combustible, apilado. mi vasco era hacendoso como un marino. siempre confié en salir de allí antes de que fuera ne­cesario consumir ciertas provisiones que ahumé durante el verano y el otoño. serpientes, por ejemplo, arranca­das por mi compañero a los cóndores con pedradas co­mo rayos. las encaré con filosofía, considerando el ali­mento a que debía mis fuerzas. empezó la convivencia que lleva al asesinato, la de dos tapiados. envueltos en pieles, pegados al fuego conservado en un pozo, vivíamos. las cabezas empaquetadas en ti­ras de uniformes de todos los regimientos, escarchadas, sin mostrar los ojos; las piernas y los pies en mandiles rellenos de paja y pelo de cabra. afuera el viento era, no sé, la montaña vuelta aire, dando tumbos. nosotros en su vientre éramos amebas listas a ser evacuadas ha­cia la nada. gusano del imperio, gusano de la libertad, retorciéndonos todavía un momento, ¿por cuánto? ¿para qué? y sin hablar. él mandaba. era dueño de casa. nada que objetar. qué se come, qué se bebe, qué se fabrica, cuándo se ha­ce ejercicio, todo, todo, mudo. ¿qué se bebe? ah, sí. cada comida se completaba con una tisana. la mía, descubrí, era para mí solo. amarga, de las raíces de un vegetal negruzco. tardé en notar que era narcótica. Empecé a dormir mucho. despertaba pesado, soñaba, andaba todo el día adormilado. mejor así, pensé. hasta los clamores de "¡maría luisa, cayetano!" pasaban sin despertarme. dormido estaría la noche que el monstruo entró en la cueva. dormido las horas que tardó en cavar la nieve exterior, los días que le llevó llegar a la entrada, dormido cuando se abrió paso removiendo las rocas. el viento no apagó el fuego. no nos mató de frío. porque una mano estaba lista para rodear el rescoldo con piedras, para ce­rrar la abertura desde dentro, para dejar salir y cerrar otra vez. la mano de un cómplice del monstruo. noté los cambios al otro día, luz por los resquicios, el parapeto que rodeaba el fuego, las piedras de la entra­da puestas de otro modo. y cierto olor. mi despertar era vigilado con tal atención que com­prendí: vida o muerte. decidí ser imbécil. exulté: —¡ah! ¡se derritió la nieve afuera! la alianza de don miguel cayetano echeverrigoitía con un monstruo de especie desconocida era bastante para borrar los efectos de su narcótico. encaucé mi exal­tación. Inclinado sobre las piedras que entrechocaba desde semanas atrás para lograr algo parecido a un ha­cha, obligué a mi sistema nervioso a entrar en la regula­ridad de los golpes. la percepción de mi compañero podía notar el cambio. supe, como si lo viera escrito con letras sobre el mu­ro, que mi muerte había sido decretada, que dependía de mi capacidad de disimulo. que mi hacha, los cueros que sobé y cosí, las carnes que ahumé, mis propias car­nes, ahumadas, servirían para la supervivencia del que me había salvado, porque el despotismo del invierno estaba a punto de descubrirme su secreto. de ese descubrimiento dependía mi vida. decidí demorarlo. sería el más idiota de los idiotas. pero como la curiosidad es común a los idiotas y a los otros, no quise beber la tisana. conté para ello con el pudor de mi compañero, que apenas uno iba hacia el pozo preparado junto a un correspondiente montón de arenisca, volvía la espalda. allí fue a parar el té, y su hu­mo no difirió de otros habituales al sitio. fingí la mayor somnolencia. me eché a dormir. y dormí, como todas las noches siguientes. porque del monstruo no hubo más noticias. hasta hacer olvidar que existía. hasta hacer pensar en otra alucinación. olvidar, no del todo. la excavación que lo condujo hasta nuestra puerta fue mantenida a pala viva por los dos. era para morirse de cansancio. y la inmensidad blanca era para morirse de pesar. y no preguntar qué milagro había abierto esa brecha era casi, casi, suicidio. hice un comentario sobre la buena suerte que nos había deparado ese "derretimiento". desperté la más fe­roz, atenta de las miradas. inclinado sobre mi pala pare­cía inocente. mi despreciable condición de hombre de llanura podía explicar esa falla y otras. ¿dije que la curiosidad es común a muchos? sí. también a los monstruos. mi hombre se había fabricado algo parecido a ra­quetas para los pies. se las arreglaba para salir sin ale­jarse, cosa que una gran nevada no lo cortara de la cue­va. es decir que yo volvía a pasar mis horas solo. con qué alivio. solo estaba pues puliendo mi hacha, cuando me sentí observado. los pelos se me pusieron lentamente de punta. seguí en mi tarea. pensé que el vasco, en un giro de su locura, había resuelto matarme. o bien... como para agregar combustible a la brasa hice un ademán y espié. algo, fuera de las piedras, pispeaba ha­cia el interior. algo que cubría más resquicios de luz que los que cubriría un hombre, aun con pieles, aun con turbante. una gran sombra. traje las antorchas. traje un fusil con bayoneta que había junto a la cama del vasco. traje la pala y la llené de brasas. me rodeé de piedras. desapareció. la triste luz de afuera volvió a entrar por las junturas. secidí: terminemos esa vida de rata; a pelear; a pelear. y pensé. el pensamiento, como a muchos, me vol­vió escéptico. así matara al monstruo, y matara a mi bienhechor, ¿qué podría hacer en el invierno en aquel sitio? había que esperar al deshielo antes de intentar cualquier partida. bien. esperaría. ahora llega la noche en que entró el monstruo. en que la ráfaga de frío me despertó. en que vi su silueta encaminarse al rincón del vasco. me incorporé, el grito de alarma sofocado por el sonido de una voz, la de mi compañero, en una orden bre­ve. después... que dios me perdone, aquellos gruñidos, qué puedo decir de ellos. qué puedo decir de la luna cuando iluminó al gigantesco ser en su retirada, las ma­mas colgando sobre el vientre, sí, preñado. era una hembra. de la vida a partir de esa noche diré: armas en mano, es­paldas al muro, comíamos sin hablar, sin un gesto. el secreto era más fuerte que toda alianza. y cobré simpatía por aquel que no quería volver al mundo de la pala­bra, el gran desterrado, que había cedido a la compasión por un semejante para su vergüenza. así la cosa. así la cosa hasta el deshielo. así hasta el sonido de la caballería, de un clarín, en un desfiladero, abajo. salté, frenético, moví los brazos. después vi la ban dera, roja y oro. la bandera del rey. algo me agarró por los hombros. no el monstruo, aunque lo parecía por la fuerza. mi compañero, los oji­llos como vidrios al sol, me pone un papel en la mano, su matrícula. me empuja, desbarrancándome, igual que mi mula. así caí inconsciente entre las tropas del rey, gusanos de la libertad, yo, gusano del imperio. así se rompió otra vez mi pierna. así me transformé en miguel caye­tano echeverrigoitía, natural de vizcaya, vestido de pieles, mudo por razones de prudencia, no sordo según notaron y comentaron mis compañeros. atado sobre una mula, entablillado exhausto supe que los precipicios, barrancos, cavernas, paredones, em­pezaban a quedar atrás. sólo eso pedía. entonces fue el alarido. el más extraño, el más terrible. resonó allá arriba. golpeó en los abismos, botó, rebotó. mis compañeros andaluces se miraron temblando. un artillero aragonés murmuró: —el irrintzi... había oído mencionar aquello: el grito de los vascos. las sospechas empezaron después. por el momento quedaron mudos. —¿qué celebra? —preguntó un joven a mi lado. y yo, para mí, mudo: —celebra una raza nueva. me reí, con carcajada espantosa. pero todos me te­nían por loco

miércoles, 19 de septiembre de 2012

enrique wernicke (argentina, 1915 - 1968) // cuentos - la ley de alquileres

la ley de alquileres

había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del estado. con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en mar del plata. con eso y algo más: la ley de alquileres. porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento. aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de recién casados. al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su optimismo. pensó en mudarse a una vivienda más modesta. pero la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el panorama. luego, los años continuaron favoreciéndole. al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula. él gozaba con esta situación. es más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la suerte no lo había ayudado. había perdido el pelo prematuramente y su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente. los negocios, por otra parte, no habían adelantado en ningún sentido. pero en cambio, las dificultades de la época, el transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de horas tristes y monótonas. pero estaba la ley de alquileres. y ésa era su revancha. le gustaba invitar amigos a su casa. tenía espacio de sobra. podían jugar al “póker” en el living mientras las mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada: -pero, ¿cuánto pagás por todo esto? y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía: -¡caéte! ¡cien pesos! las exclamaciones admiradas de sus invitados le sonaban como aplausos. se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y sacudía la cabeza sobradoramente. es que la ley de alquileres era ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su esfuerzo y su talento. horas después recordaba la escena con su mujer. -¿notaste la cara que puso fulano? -¿y su mujer? reían como locos. pero, luego, piadosamente, agregaban: -¡qué envidia, los pobres! -y bueno, che... ¡qué vas a hacer! ya en la cama, en el silencio grave del departamento, el hombre reía una vez más para sí. -¡basta, che! –decía su mujer. y a su vez, se echaba a reír. se dormían felices. y él roncaba silbando. la caída de perón lo sorprendió agradablemente. pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el delegado del sindicato. los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle gritando: -¡libertad, libertad! ya en su casa, tomando un vino de marca al que no estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y terminaba con aquellas palabras tan oídas: -ahora vas a ver. me las van a pagar. no se refería concretamente a tal o cual persona. pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una suerte de satisfacción. por un tiempo se olvidó de la ley de alquileres. los comentarios cotidianos y la exaltación de las crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. a veces, con una exageración que antes no tenía, hablaba de “fusilar a los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto negro”. y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la tarde, se enteró de que estaban por modificar la ley de alquileres. el golpe fue brutal. un palo en la cabeza. casi se descompuso en el subterráneo. la noticia le revolvió las tripas. y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de libertades se vino al suelo estrepitosamente. cuando llegó a su casa, temblaba. su mujer se asustó y lo llevó a la cama. él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se puso a gritar. recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía. -¡nos revienta! ¿comprendés? –gritó después de darle a leer el diario-. ¡el dueño se vengará de nosotros! ¡nos echarán a la calle! y... la furia le impidió continuar. cayó en la cama y se puso a llorar. la mujer lo atendió como pudo. le dio una aspirina y corrió a prepararle un tecito de tilo. y ya en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los hechos no eran tan graves. no podía ser semejante cosa. si los temores de su marido se cumplían, medio país iba a quedar sin vivienda. no podía ser... y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su marido. y pretendió hacerlo entrar en razón. entonces fue la locura. el hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un energúmeno. -¡pero pedazo de idiota! ¿no comprendés? ¡es la venganza de la oligarquía! ¡es el golpe mortal a los trabajadores! ¡es la miseria! es... siguió gritando. y sin darse cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista. a partir de ese día la vida del hombre sufrió una total transformación. ya no fue un ciudadano democrático, ni un revanchista, ni nada. fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo. porque odiaba a los “libertadores” pero los temía. y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que era al “cuete” añorar el tiempo ido. la angustia desvió su vida por caminos inusitados. primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar un goce por su desgracia. después lo enfermó del hígado. y por último, como una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones sociales. su único confidente era su mujer, pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan. -¡sos una bestia! ¡no entendés! –le gritaba. Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él proseguía: -el país vive la crisis más grande de su historia... pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... y... y... y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que “nadie iba a echarlo de su casa”. hablaba de tiros y de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de apagar su desesperación. pero fue mas lejos: llegó hasta conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía derecho a sacárselo. pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”. y entonces, por primera vez habló del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera, del drama de la juventud. y se pareció a esos apóstoles podridos de madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del paraguay. se convirtió en un asco. un recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta. compró diarios opositores. leyó las leyes que voceaban en florida. husmeó buscando una salida. hizo de todo: mintió, simuló, rogó. y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la amistad de su mujer. en el empleo, lo dejaban vivir. y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus extravíos. termino esta historia y aún no se conoce la reglamentación de la nueva ley de alquileres. no sé qué va a pasar con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡pero de cualquier modo, si lo echan que reviente!

rodolfo walsh (argentina,1927 - asesinado en 1977) // los ojos del traidor

los ojos del triador
el 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de budapest. el 18 fui arrestado. el 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el departamento oftalmológico del hospital central. nunca he sabido la causa de mi detención. tampoco supe por qué me pusieron en libertad. dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por alajos endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. ofrecía donar sus ojos al Instituto de recuperación de la vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen istvan vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. de ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. el paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.[1] el caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi hungría natal. fui a ver a endrey. estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. presentaba huellas evidentes de desnutrición. un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. no indagué sus motivos. los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia. la ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945. recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. pensé, ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial. preparé cuidadosamente al paciente. era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba josef pongracz. pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. en aquel trámite me sorprendió la fatal descarga. dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro. extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto. diez días más tarde retiré los vendajes. josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. observé sus reacciones. su cara adquirió una expresión de indecible temor. veía. estaba perdido. miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. cuando le hablé, me reconoció; quiso sonreír. le ordené que se dirigiera a la ventana. vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. después abrió los ojos y miró a lo lejos. —atardece —dijo, y empezó a llorar silenciosamente. dos meses más tarde recibí la visita del doctor vendel groesz, del instituto de psiquiatría. había ido a verlo josef. hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia. dos días después de la operación (me dijo el doctor groesz) josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. el sueño se había repetido siete noches seguidas. a pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror. el doctor groesz consultó sus notas. “era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. son sus propias palabras. el doctor groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. cualesquiera fuesen los complejos de josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. el panorama que inquietaba los sueños de josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente. —el sueño —dijo el doctor groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo. en ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden. forzado a buscar una explicación, el doctor groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de jung —cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente. —yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta que sea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. pero también hube de desechar esa hipótesis. ya verá usted por qué. “una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles... noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. el cuadro se perfecciona siempre. ningún detalle previo desaparece. lo he probado. todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más. “hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. la noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”. el doctor groesz consultó una vez más sus notas. —la figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. el primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. el segundo le hace recordar (fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor. el tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... el cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera. el doctor groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente. —ayer —dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer josef vio el cuadro completo! ¡dios mío! ¡dios mío! “los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego. “lo internamos inmediatamente. se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada, los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón. “esta mañana ha pronunciado un nombre extraño. le pregunté quién era, y dijo que era él. cree ser otra persona. un caso evidente de esquizofrenia”. —¿cuál es el nombre? —pregunté —alajos endrey —repuso el doctor groesz. mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de alajos endrey. no me recordaba. yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido. un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. entonces vi el cuadro que había visto el desventurado josef con los ojos del traidor alajos endrey. el primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. el cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

 [1] creo que en ese caso el factor psicológico ha sido decisivo. el paciente ve, en realidad, pero no lo reconoce, porque tiene temor de ver, porque no quiere ver, porque está acostumbrado a no ver. No hay otra explicación.

elvira orphée (argentina, 1930 - ) // cuentos - ¡ay, enrique!

¡ay, enrique!

quedaba en un paraje de mosquitos, de maderas podridas, de río. las circunstancias me habían obligado a vivir en esa casa extraña. del piso habían desaparecido algunas tablas y se abría un boquete de más de medio metro. para no caerme dentro caminaba por el medio de la pieza. como yo vivía allí desde hacía poco, no había tenido tiempo para los peligros. era un sitio bastante claro. la claridad se metía por el boquete para iluminar una escalera que llevaba al sótano o lo que fuere, quizá lleno de ratas y de resacas algo inmundas. si hubiera tenido ganas de limpiar habría bajado a sacar las carroñas o los bichos vivos dejados por alguna creciente. pero mi espíritu estaba intranquilo y ni siquiera había limpiado la gran pieza en la que estaba viviendo; hasta había dejado colgando como grandes hamacas los telones desprendidos del techo, esos que ya no se hacen más, tan inútiles, tan estremecedores cuando empiezan a soltarse. no sé en qué pasaba mi vida entonces porque no me acuerdo de ningún sentimiento intenso, excepto del amor por enrique. pero no había tenido la energía de prohibirle que bajara al misterioso sótano, tan fuertes eran mi cansancio y mis ganas de despreocupación. él, allí, seguramente se divertía como sólo puede hacerlo un ser nuevo y asombradizo. un día se me ocurrió que, entre ratas y sucias formas de la vida, debía de haber atrapado lombrices. así que busqué a un hombre de la zona, especialista en bichos repugnantes, para que se las sacara. llegó vestido con un overall blanco, muy limpio, como uniforme de médico. me asomé al boquete del piso y llamé a enrique que andaba correteando abajo. asombrosamente, obedeció y subió alegre el tramo de escalera rota. con orgullo miré al hombre. uno siempre magnifica cualquier señal de inteligencia de los que ama. enrique estaba contentísimo. vaya a saber qué podredumbres, qué maravillas mefíticas lo tenían tan entusiasmado allá abajo. el hombre se dispuso a darle su remedio, pero me advirtió
que se sentiría mal. enrique era mi amigo. no, mi hijo. el que me quería incondicionalmente y dependía de mí para todo. yo, que tuve tanto asco de tantas cosas, no lo tenía de sus patitas sucias ni de su pelambre refregada en sitios contaminados. le gustaba ensuciarse, yo lo amaba, luego era necesario que lo dejara ensuciarse. enrique y yo nos queríamos con un amor que dolía. era una tumefacción en el alma. de tanto como tuve, de tanta gente, lo único que me quedaba era enrique. pero eso único era una inmensidad. entonces, ¿por qué salí, dejándolo solo con el hombre del overall? por algo tan tonto y tan inexplicable como la llegada de el petiso fatum, que me invitó a pasear. yo nunca paseo por pasear. es como decidirse a perder vida. hay que pasear por algo, con una intención más allá del mero paseo: pasear por amor a través de junglas vegetales, pasear en busca de jardines que hagan descubrir misterios en uno mismo y en los demás, pasear para que los paisajes traspasen el alma y le dejen pequeños agujeros por donde entren muchas cosas que normalmente no pueden entrar porque las almas están demasiado cerradas. pero, ¿pasear porque sí? ¿y con el petiso fatum? simpático y divertido en las ocurrencias que nacen de noche, entre mucha gente, pero incapaz de exprimirle las posibilidades a una flor. pese a eso; increíblemente, salí con el petiso fatum mientras a mi criatura le hacían ingerir drogas dañinas. nos metimos por entre la maraña de un paisaje tan húmedo que parecía despedir vapor, y llegamos a una casa rodeada de plantas, de verde, de sombra. una gran casa oculta y chorreada de verdín, de esas que tienen imán porque están como saturadas de maleficio. producen un miedo muy atrayente. el petiso estaba pasando allí algunos días, no sé por qué ya que tenía su casa en la ciudad y era apasionadamente ciudadano. habíamos abierto la verja y estábamos por llegar a la puerta, cuando oí una especie de llanto lejano. quién sabe qué me impulsó a correr para acercarme al llanto. el petiso me siguió entre risas y comentarios que le quitaban el aliento. según él no se había oído nada. y quizá tenía razón porque debimos correr bastante hasta llegar a la casa donde parecía estar el llanto. al revés de la que acabábamos de dejar, y aunque estaba en un paraje lleno de verdor, era luminosa. la luminosidad interna se distinguía por debajo de la rendija de la puerta. llamamos. nandie contestó. Imposible entrar si no era por la puerta. las tapias de los costados no lo permitían. saqué mis llaves y empecé a probarlas. el petiso se puso pálido. —no se oye ningún llanto. ¿te has vuelto ladrona y me estás complicando? me voy de aquí. pero se puso aun más pálido cuando oyó de repente el llanto espantoso. llanto, queja, alarido, todo eso era, más la desesperación. fui siempre especialista en encontrar entradas insuficientemente cerradas. desde chica me he divertido en violar casas de vecinos ausentes. un único obstáculo tuve a veces; los perros, tan defensores de lo que no les pertenece, tan del partido de sus dueños, pobrecitos. hasta he llegado a entrar en casas con enfermos que ni se daban cuenta de que la familia los había dejado solos; en casas con imágenes de santa teresita y rosarios gruesos, negros y diabólicos; en casas llenas de jazmines del paraguay que, aunque no tienen un perfume exaltado, lo tienen, sí, extraño (casi un no perfume, muy refinado). y de repente, mientras hurgaba la cerradura, me invadió el ansia de perfumes que siempre me ha perseguido como si me señalara un camino. hablé para distraer a el petiso, mientras seguía con mi trabajo. pero su cara trastornada rompió mi cháchara y me volvió a la urgencia. tenía que entrar en la casa. lo había hecho antes en tantas otras, atraída por sus extraños habitantes ausentes que dejaban visibles sus ritos o por sus insólitos ensamblajes, ajenos a las ordenanzas, rebeldes a cualquier prohibición opuesta a la originalidad. por fin di con el resquicio que me permitió abrir. una casa rectangular y luminosa. se entraba por un pasillo lindante con los vidrios de la cocina que, a su vez, tenía ventanas hacia otra calle. y entonces volvimos a oír el quejido. ¿quejido? un gemido rabioso, un aullido. venía de afuera, de detrás de las ventanas de la cocina que daban a la otra calle. me precipité a abrir una y algo huyó hacia abajo. El petiso ya estaba junto a mí. Me incliné a mirar y, con asombro, con desazón, casi con náusea, descubrí lo que había afuera. la casa, al ras del suelo por donde habíamos entrado, de este otro lado estaba sobre un terraplén oblicuo de unos dos metros o más de elevación. tirado en la calle había un blando muñeco de trapo, bastante grande, con una pierna doblada. a su lado aullaba el perro que quiso entrar en la casa violada por mí o quiso algo que no comprendimos, quizá sólo ayuda. en el balcón de la casa vecina, blanco y lleno de sol, tres monjas cuchicheaban. yo no apartaba los ojos de la calle. —está rabioso —dijo el petiso en voz baja. —está hambriento. —y el hombre, borracho. —no. cuando yo me emborracho, enrique no se pone a aullar. el petiso me miró con curiosidad y quizá repugnancia. —¿te emborrachás? —sí. sola y no en reuniones. —¿por qué has decaído tanto? ¿no te da pena? inútil contestarle. era curiosidad de chismes, no de vida. mientras ahí abajo, en la calle, ¡qué desarticulado estaba ese pobre hombre, qué pálido, qué vestido con bolsas en lugar de ropas, como para que yo lo hubiese tomado por un muñeco de trapo! el muchacho tirado y su perro, dos seres que se habían amado, que se amaban seguramente todavía a pesar de la espantosa barrera entre ellos. porque no se podía dudar: sólo la muerte da actitudes tan antinaturales como la que tenía el hombre caído. todo era tan blanco de este lado de la casa, como en un paisaje de andalucía, como si del otro lado no hubiera tanta cantidad de sombra, de verdín, de agua oscura. de repente, ese dolor que se elevaba desde la calle me dio en el pecho y me sofocó. el muchacho tirado ¿de qué había muerto? ¿de hambre? ¿de caminar sin esperanzas? ¿de tanto amar? ¿cómo no supo que junto a él tenía el amor? ¿qué necesidad de un ser humano para vivir el amor más desgarrador? —las personas son nada más que el instrumento para el cuerpo de otras personas —susurré. el petiso estaba descolorido, entendiendo sólo la muerte, sin entender la separación. —el amor que rompe las paredes está en otra parte. tenemos casas para resguardar el cuerpo, tenemos cuerpos para resguardar quién sabe qué belleza desconocida. pero la resguarda y al mismo tiempo la comprime, la domina, la retiene —hablé con voz de llanto—. ¿quién es capaz de romper las paredes del cuerpo? ya había algunos curiosos mirando al muchacho caído. todos parecíamos paralizados. nadie actuaba. y en el balcón vecino, tres monjas comentaban pacatas el espectáculo. —hagamos algo —les supliqué—. quizás esté vivo todavía. —es la voluntad del señor —dijeron, indiferentes. —pero quizá no esté muerto sino por morir —y pensé: de una enfermedad tan pobre que la obliga a transportarla por los caminos y la intemperie. ellas siguieron en su impasibilidad de monjas. es la voluntad del señor. entonces, dulcemente, les aconsejé: —¿por qué no cambian de señor? se persignaron y huyeron a la desbandada. yo entré a llamar a una de esas instituciones nuestras que tardan tanto para lo urgente y no llegan nunca para lo demás. luego salí de la casa. arrastré a el petiso en la gran vuelta que se precisaba hacer para llegar del lado sombra al lado andalucía. —¿así que te emborrachás sola? —mientras corríamos. —sí. ¿no lo ves? —sin dejar de correr—. estoy borracha de rabia. otras veces lo estoy de música y tantas de eternidad. entonces enrique se echa a mi lado y participa de lo que me pasa. pero para que te quedés contento, a veces me emborracho con dos vasos de vino con frutas. y mi voz sonaba entre los lamentos que se desgarraban en el aire y volvían a nacer en algo más hondo que la garganta del pobre animal desesperado. sus ojos, fijos en algún zodíaco lejano, pero con lagunas del llanto de la tierra, estaban atados al espectro del muchacho que seguramente se despedía de él en ese momento en una estratósfera del alma inalcanzable para nosotros. el muchacho ya se iba, derivando por las regiones privadas de los muertos. el perro quería irse con él, y su cuerpo imperante le cerraba el paso. la corriente de su desesperación era por minutos más intensa. el muchacho se iba empapando de desconocido; el perro de desdicha irreversible. de repente, la mirada del perro cambió de lugar y de expresión. me miró a mí, y el horror pareció traspasarle los límites de los párpados. —dios, dios —dije—. no abandones al perro. lo recogeré yo. y salí corriendo mientras el petiso me gritaba. ¿quién era él para llamarme? ¿quién era para haberme hecho dejar a enrique solo? era nada más que el hermano de el alto fatum. corrí hasta sentir estrellas de plata ante mis ojos, y sus duras puntas clavadas en un costado del cuerpo. corrí abriéndome paso entre estrellas de dolor, ya viejas conocidas, pero nunca tan brutalmente desafiadas. entré en mi extraña casa. yo no vi el espectro de enrique, como vio el perro el del muchacho, alejarse translúcido o centelleante hacia los parajes de la disolución. lo vi simplemente muerto, enroscado alrededor de un dolor insoportable. me eché a su lado. enrique, enrique, mi amigo, mi criatura, te has muerto para dejarme toda la libertad. me lo contó la mirada de horror del otro perro. me dijo: la tristeza es ahora el pulso de enrique, en eso lo ha convertido tu abandono. ¡no! ¡no! quise contestarle. le contesté que no, enrique, con los ojos, con todas las mataduras del alma. te dejé esta tarde a que te las arreglaras solo con tu enfermedad, pero no sospeché que te morirías. no fue esta tarde cuando en realidad te dejé solo, fueron todas las veces que te abandoné antes, hasta casi olvidarte. quizá creíste que volvía a abandonarte. el otro perro lo sabía; a eso se refería su horror al mirarme. semejante a agua opaca y profunda se había vuelto el bello color dorado de los ojos de enrique. junto a él, echada, y casi sin darme cuenta, la barrera que nos separaba ahora, como a esos dos pobrecitos de la calle, se deshizo y dejó de ser barrera. tuve una náusea, una sola, y no caí muerta porque ya había caído antes de morir. ya en el suelo estaba muerta. enseguida vi luces titilantes en horizontes muy oscuros, sentí esa inmensa sensación de felicidad que da volar en sueños, aunque lo hiciera por cielos intermitentemente alumbrados, y después me encontré en este sitio. todavía tengo recuerdos de la tierra, pero ya algo me golpea magnéticamente la cabeza para que no recuerde más que alguna vez hablé con palabras, tuve la posibilidad de hacer algo con mis manos y amé a enrique en su desvalimiento de animal. estamos de nuevo juntos; enrique y yo, él con su cuerpo, igual a lo que era; yo con mi cuerpo, igual a lo que fue. enrique me quiere, me habla con palabras y yo contesto con extraños sonidos, desagotados de significación para él, porque ya no puedo hablar más con palabras. me tiro en el suelo, a sus pies, y me quedo en postura de esfinge, y él, desde el sitial donde está sentado, se inclina a acariciarme el lomo desnudo. me concede su tiempo perdido, nada más, porque ya se le desencadenó el torrente de cieno que en la tierra nos lleva compulsivamente hacia otro ser de nuestra especie y nos obliga a descuidar a todos los enrique del mundo. sí, enrique, te dejé muchas veces solo allá en la tierra, no a causa de el petiso, con su borboteante insignificancia, sino a causa de el alto fatum, su hermano, que me proporcionaba la risa y andanadas de sensaciones. pero no supe nunca que te estremecías como un astro (igual que yo ahora) con cada latido de abandono. te dejé muchas veces solo a causa de el alto fatum, que al fin y al cabo no tenía más que risa, inferioridad, mugre y un cuerpo que podía acoplarse al mío. no entiendo este mundo en el que estamos ahora ni entiendo su cielo —si es cielo esa especie de pesadilla que veo aquí—. me desespera que no comprendas lo que te dicen los escasos sonidos de mi garganta, que no haya flores blancas de exaltado perfume, sino sólo vegetales con olor amoniacal. pero quizá dentro de poco algo cambie. ya los recuerdos de lo que fue antes empiezan a flotar como una tenue columna sobre mi cabeza. en las nieblas que veo ahora —que tus ojos no pueden distinguir— hay figuras que se parecen a la mía, y me pongo a aullar de miedo por lo que te rodea y no ves. enrique, que te enamoraste de un cuerpo semejante al tuyo en este enervante, extraño mundo, y que me abandonas a causa de él, antes de que pierda del todo la memoria de lo que fue, te suplico que no me dejes como te dejaba yo, con tanta soledad, con tanta hambre, durante tantos días. que no me dejes por un cuerpo de tu misma especie, esos que nunca traen el amor sino la desgracia.

domingo, 16 de septiembre de 2012

héctor ricardo leis (argentina, ) // testamento: 1.2 terrorismo, guerrilla y revolución

testamento: 1.2 terrorismo, guerrilla y revolución
19.julio.2012

es falso afirmar la existencia de un “terrorismo de estado”, como si fuera una entidad pura y separada del resto de la sociedad, tal como pretenden las organizaciones de derechos humanos y el gobierno de los kirchner. un terrorismo no es más o menos terrorista en función de su origen, sino de su contribución a la dinámica de terror dentro de una comunidad política. si un movimiento terrorista, venga de donde venga, pretende exterminar a un grupo aislado e indefenso, ya sea nacional, étnico, racial, religioso, cultural o identitario —como, por ejemplo, armenios, bosnios, tutsis, gitanos, homosexuales, indígenas, judíos, musulmanes, cristianos, etc.— eso constituye el peor terrorismo imaginable, lo que el derecho internacional llama un crimen contra la humanidad. sin embargo, el terrorismo ejercido en un contexto de guerra o de conflicto por el poder entre grupos armados (de manera regular o irregular), no constituye un crimen contra la “humanidad” —a pesar de lo que digan los juristas— sino contra el colectivo en el que se insertan los beligerantes. en el caso argentino, tanto el terrorismo que venía del estado como el que se practicaba desde la sociedad civil eran ejercidos en contra de la comunidad política argentina. por lo tanto, a pesar de que los crímenes individuales puedan ser diferenciados por sentencias y puniciones legales mayores o menores, el terrorismo de los montoneros, la triple a y la dictadura militar son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente a una ascensión a los extremos de la violencia. la “humanidad”, como categoría empírica, social, religiosa o política, no existe. un europeo y un indio de la amazonia tienen, en cualquier nivel, más diferencias que similitudes. la humanidad es sólo una convención moral que, en todo caso, podría identificar a aquellos grupos pasivos e impotentes frente a la violencia, pero nunca a los que participan activamente en los conflictos armados, como pasó en el caso argentino, donde hubo, sí, víctimas inocentes y ajenas al conflicto, pero que no fueron el objetivo principal del terror, ni de un lado ni del otro. los museos “de la memoria” construidos durante el gobierno de los kirchner registran solamente a las víctimas de un lado, pero no del otro, ocultando el hecho de la beligerancia compartida. y para intentar una mejor construcción del supuesto crimen contra la humanidad de los militares, sus víctimas son transformadas en inocentes sin ningún tipo de identificación o vínculo con las organizaciones guerrilleras. en algunos casos este vínculo pudo no existir, pero cuando existe, en nombre de los derechos humanos el gobierno está suprimiendo la identidad revolucionaria de los “compañeros”. no le hace justicia a la historia, ni al compañero o la compañera, que se recuerde como estudiante o empleado a quien, por ejemplo, enfrentó a la muerte con el grado de oficial de los montoneros. en resumen, la víctima es una persona, pero el terrorismo se ejerció a través de ella en contra de su comunidad política. aunque en menor grado, todos aquellos que colaboraron de una u otra manera se convirtieron en sus cómplices y, por lo tanto, también deberían ser procesados legalmente. me pregunto entonces, ¿cuántos deberían estar en el banquillo de los acusados por la lucha armada estallada en los años 70 en Argentina? ciertamente, muchos más de los que están. los argentinos que fueron testigos de aquella época saben que una proporción significativa de la población, especialmente los jóvenes de la generación de los años 60, apoyaban a la guerrilla, así como otra parte no menos significativa, sobre todo de la generación anterior de los años 40, hacía lo mismo con los militares. preguntémonos también cuál es el peor terrorismo desde el punto de vista conceptual e histórico. ¿es peor aquel realizado en nombre del asalto al poder o en nombre de la defensa del estado? no hay ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del asalto al poder en un contexto democrático, como ocurrió en el período de 1973 a 1976, durante el cual las organizaciones guerrilleras continuaron comportándose casi de la misma manera que antes con la dictadura. para la guerrilla no peronista nada había cambiado con la llegada de la democracia. aunque la guerrilla peronista declaró una suspensión de sus operaciones armadas, en el caso de los montoneros la tregua fue más aparente que real. como vimos en josé león suárez, la violencia surgía casi espontáneamente. formalmente, la tregua concluiría en septiembre de 1974, pero las ejecuciones y las grandes acciones de los montoneros empezaron de manera deliberada un año antes. el terrorismo no tiene ninguna legitimidad —aun luchando contra una dictadura— si lo que quieren sus ejecutores es hacer una revolución para imponer nuevas reglas de juego. en este caso, como bien declaró thomas hobbes, el fundador de la teoría política moderna, en su libro leviatán (1651), la legitimidad se logra solamente cuando el grupo revolucionario o subversivo toma el poder, nunca antes. esto no es reaccionarismo, sino una obviedad histórica y constitucional: el cambio de las reglas del juego, especialmente en un sentido revolucionario, no tiene a priori legitimidad o legalidad alguna en ningún tipo de régimen político o ideología política. esto vale tanto para el estado liberal como para el socialista, ya sean democráticos o autoritarios. la principal obligación del estado es defender su existencia con los medios a su alcance. como afirma hegel en su filosofía del derecho (1821), el estado, aunque imperfecto en su realización particular, sigue siendo la institución superior de la historia humana civilizada. el terrorismo contra el estado es extremadamente peligroso porque fomenta fuerzas anti-estatales en su seno que lo degradan rápidamente en la dirección de la barbarie. paradójicamente, la única alternativa que resta a los grupos subversivos y terroristas de izquierda para ganar legitimidad, antes de la toma del poder, viene de la mano del liberalismo que ellos tanto desprecian. john locke, fundador reconocido de esa corriente y cuyas ideas fundamentan las concepciones de derechos humanos y democracia moderna desde el siglo XVII, justifica claramente la revuelta de los ciudadanos contra el abuso de poder de los gobernantes. en el segundo tratado sobre el gobierno civil (1690), locke afirma que los hombres tienen derechos naturales antes de la existencia del estado, lo que hace posible la rebelión cuando ellos le son negados, a fin de recuperarlos. dicho de otro modo: la revolución solamente es legítima para restaurar los derechos perdidos, no para imponer nuevos derechos u obligaciones. volviendo al caso argentino, la legitimidad de la lucha armada se agotó el 25 de mayo de 1973, en el momento en el que todos los presos políticos fueron liberados, después de que el general lanusse le hubiera entregado el mando presidencial a cámpora, un presidente civil elegido en elecciones limpias, aceptadas por todos los partidos después de casi veinte años de proscripciones. a partir de ahí la ilegitimidad de los grupos guerrilleros fue total. fueron ellos los primeros a llevar el terror a la nueva democracia, un terror que fue respondido enseguida y de la misma forma por la triple a, apoyada por el gobierno. estos terrores generaron el estado de anarquía que justificaría el golpe militar de 1976, una intervención que fue deseada por los montoneros y otras organizaciones, imaginando que la salida del gobierno constitucional traería al campo revolucionario un mayor número de fuerzas. la dictadura militar instalada en 1976 decidió avanzar con ímpetu asesino contra aquellos que habían asumido la lucha revolucionaria, pero la legitimidad acumulada por la guerrilla en la lucha contra la dictadura militar anterior, había desaparecido por completo debido a su lucha contra el régimen democrático constituido en 1973. por lo tanto, la lucha guerrillera contra la nueva dictadura militar no fue solamente suicida, sino también ilegítima. y a pesar de haber sido demoníaca e ilegal, a pesar de haber llegado a extremos a los cuales la guerrilla nunca llegaría, la lucha de la dictadura contra la subversión fue legítima. este juicio no es una mera opinión: por detrás está la tradición política y democrática occidental. la argentina de esos años no tuvo combatientes, ni héroes. la lucha convirtió a todos en víctimas y victimarios recíprocos. hubo más víctimas en un lado que en otro, pocos inocentes y muchos culpables. sin embargo, hubo sentencias solamente para los de un lado. la generación de los años 60 desafió la omnipotencia de perón y de las fuerzas armadas. pero la tragedia que provocó no era resultado de cualquier desafío. perón, que sabía calificar a sus adversarios, los llamó “imberbes” cuando expulsó a los militantes montoneros de la plaza de mayo en 1974. perón siempre supo de la relevancia de distintas generaciones en la historia política; al llamarlos de imberbes los encuadró deliberadamente en este contexto. cuando estos “apurados” -otra de las caracterizaciones de Perón- un año antes le habían tirado el cadáver de rucci, el viejo líder supo de inmediato que ellos deseaban su muerte. querían ocupar su lugar.
en el mismo día en el que nacía mi hija, el martes 4 de septiembre de 1973, yo estaba participando de un encuentro regional de los montoneros en el nivel de conducción de columnas. era en la ciudad de la plata, en un parque infantil estatal llamado ciudad de los niños, controlado entonces por los montoneros. tal vez por la influencia astral de ese nacimiento, fue un día de suerte para mí. el encuentro era para discutir un documento elaborado por la conducción nacional de montoneros, que justificaba las posiciones de derecha de perón en función de un supuesto “cerco” creado a su alrededor, un cerco que le impedía tener contacto directo con el pueblo, o sea con nosotros. la principal línea de acción para romper dicho cerco y atraer al líder para nuestro lado era “tirarle algunos muertos”, según la frase de un miembro de conducción de columna, que debía estar repitiendo lo que escuchara antes en un nivel superior. o, como tradujo alguien que estaba al lado mío, “perón tiene que saber que podemos matar a cualquiera.” nunca me olvidaré de las expresiones en las caras de algunos de estos compañeros, hablaban de matar con una facilidad que parecía forzada. matar para hacer justicia era algo que yo aceptaba, pero matar para convencer a perón de que nosotros éramos los buenos y ellos los malos me parecía un delirio. me di cuenta entonces de que la mayoría de los que estaban en la reunión eran más jóvenes que yo, sin mucha experiencia política anterior a su ingreso a los montoneros. confieso que en la época mi juicio no era moral, hacía tiempo que ya no sabía lo que era eso. el error me parecía gravísimo, pero solamente en el campo político. de todos modos, mi suerte fue haber dicho públicamente lo que pensaba: por cuenta de mis críticas sería rebajado en dos grados, poniéndome así en un segundo plano del festival de muertes que se venía (en montoneros se ganaba el ascenso por acción militar y el descenso por acción discursiva, los grados que gané a los tiros en josé león suárez los perdí hablando cinco minutos en la ciudad de los niños). hoy sé que la conducción de los montoneros no sabía hacer política, sólo sabía usar la violencia con fines políticos, que es la mejor definición de terrorismo que existe. cuando las armas sustituyen a la política quedan a la vista el terrorismo y las inconsistencias programáticas. ¿cómo era posible imaginar que, después de tener como objetivo máximo el retorno de perón al país, los montoneros quisieran hablar con él del mismo modo que con los militares de la dictadura, por medio de las armas? todavía me acuerdo de mi intervención, pocos estuvieron de acuerdo conmigo. dije que si realmente queríamos heredar de perón el movimiento peronista, tendríamos de quedarnos quietos, en lugar de atacarlo, dejando que las masas hicieran su experiencia crítica para entonces respaldarlas. eran las masas quienes tenían el derecho de criticar primero a perón después de tantos años de espera, hacer lo contrario seria faltarles el respeto. pero había algo más que inexperiencia política en la conducción de los montoneros. en ese momento, la conducción ya estaba planeando la ejecución de rucci. más que abriendo un debate nos estaban informando lo que venía después, tratando de determinar cuáles eran los oficiales fieles a su línea. años más tarde me preguntaría quién estaba más cercado, si perón o la conducción nacional, en función de su absoluto centralismo y autoritarismo organizativo.

héctor ricardo leis (argentina, ) // testamento: 1.1 terrorismo, guerrilla y revolución

testamento: 1.1 terrorismo, guerrilla y revolución (primera parte)
14.julio.2012  

"El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a la escuela de la revolución aprendieron y supieron de antemano que curso una revolución debe tomar. Fue el curso de los acontecimientos. (…) Ellos habían adquirido la capacidad de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les asignara y, si no hubiera otro papel a su disposición que no fuera el de villano, estaban más que dispuestos a aceptarlo, en lugar de quedarse afuera. (…) Hay cierta grandiosidad absurda en el espectáculo de estos hombres – que se atrevieron a desafiar a todos los poderes y las autoridades del mundo, y cuyo coraje no tenía ninguna duda – sometiéndose, a menudo, de la noche a la mañana, con humildad y sin siquiera un grito, a la llamada de la necesidad histórica, por más loco e incongruente que les debe haber parecido el aspecto exterior de esta necesidad. Ellos fueron engañados, no por las palabras de Danton, Robespierre y Saint-Just y todos las otras que les sonaban en los oídos, fueron engañados por la historia y se convirtieron en los locos de la historia."
hannah arendt (1906-1975)

la mayor diferencia entre los modelos de acción de las guerrillas urbana y rural está en la cuestión del terrorismo. varios países de américa latina pasaron de un tipo de guerrilla a otro sin darse cuenta del cambio de valores que sigue a este cambio. la idealización romántica de la revolución cubana se extendió a ambos modelos, cuando en realidad la urbana es mucho más terrorismo que guerrilla. sus miembros pagarían caro ese error. los guerrilleros urbanos sólo pensaban en el enemigo, ignoraban el poder deletéreo del terrorismo para la calidad de la guerra. el terror es la mejor palanca para una escalada a los extremos de violencia en los conflictos armados. carl von clausewitz, en su conocido libro de la guerra, comprueba que, en general, las guerras no llegan a los extremos de violencia, aunque conceptualmente las mismas implican dinámicas en las que, para ganar, los dos lados son llevados hacia los extremos. según él, las razones moderadoras del uso de la violencia son muchas, incluyendo la presencia de factores morales, y sobre todo que la guerra siempre se subordina a objetivos políticos. en particular, este último aspecto supone que los agentes conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de racionalidad. clausewitz no hace referencia a la cuestión del terror; él estudiaba la guerra convencional de su tiempo. pero aun así es fácil ver que cuando el terror se introduce en el medio de la guerra, la racionalidad de los actores tiende a eclipsarse y la importancia de los factores morales y políticos a disminuir, ya que aumenta el deseo inmediato de venganza. La cual, paradójicamente, se hace más insaciable cuanto más avanza por el camino del terror. el terror genera sentimientos profundamente negativos como el miedo y el resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de las fuerzas combatientes afectadas. así, el terrorismo lleva la guerra a los extremos del exterminio cruel del enemigo, dejando cada vez más lejos a los factores políticos y morales iniciales. sólo la rendición incondicional de uno de los lados -y no siempre- puede evitar este exterminio. en algunos casos, como en los estados totalitarios, incluso después de la eliminación del supuesto enemigo, el terror sigue retroalimentándose a lo largo de los años. en su conocido manual, la guerra de guerrillas, publicado en el calor de los combates en cuba, che guevara receta la guerrilla rural para toda américa latina, rechazando explícitamente el terrorismo por considerarlo una acción que dificulta el trabajo político con las masas. su opinión reflejaba el consenso del viejo marxismo, que identificaba al terrorismo tradicionalmente con la derecha y repudiaba la atracción que ejercía sobre los anarquistas. tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en los años 60, en américa latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria del campo a las ciudades. en este nuevo contexto carlos marighella publica, en 1969, el manual del guerrillero urbano, un libro de referencia para los distintos grupos del continente, incluso los argentinos. el líder brasileño caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terrorismo en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana, concluyendo con énfasis que “el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”. mientras el terror en las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades era elogiado. el terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al final de los 60. che guevara murió en 1967, una lástima. aunque estimuló de manera insensata a la guerrilla en américa latina y en el mundo, quizás hubiera sido capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente. era el único que tenía la autoridad moral para hacerlo. la historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a una ideología. la acción violenta destinada a matar y a producir terror con fines políticos es una práctica que abarca todo el espectro de izquierda y de derecha por igual, a pesar de que su nombre no siempre sea reclamado de forma explícita, tal como lo hizo el líder brasileño. durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX el terrorismo estuvo ligado principalmente a la izquierda anarquista y al nacionalismo separatista. sin embargo, entre las dos guerras mundiales, los principales responsables por actos terroristas fueron de la extrema derecha fascista. en el contexto de la guerra fría el terrorismo surgió asociado a movimientos de extrema izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o separatista, abarcando tanto a países desarrollados de europa como a subdesarrollados de américa latina, áfrica y asia. por último, en el final del siglo XX y principio del XXI, surgió con más fuerza el terrorismo basado en la religión, como el de la organización islámica al-qaeda, que atacó las torres del world trade center. este último fue acompañado por la guerra contra el terror del gobierno bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para identificar a la mayoría de los enemigos de los estados unidos, complicando aún más la comprensión del fenómeno. con el terrorismo de estado pasa lo mismo: cualquier ideología o mentalidad, ya sea de izquierda, de derecha, nacionalista o religiosa, puede acompañarlo. a pesar de sus diferencias, la alemania de hitler, la rusia de stalin, la china de mao, la argentina de videla, la serbia de milosevic, la camboya de pol pot, y el irán de ahmadinejad, entre otros, son Estados igualmente responsables por actos de terrorismo. los comentarios anteriores permiten concluir que el fenómeno del terrorismo no debería ser caracterizado por sus objetivos, extremamente variados, sino por su capacidad para “envenenar” los conflictos llevando la violencia (y la confusión conceptual) hasta los extremos.
en américa latina, no todas las guerrillas urbanas fueron igualmente terroristas. los montoneros de argentina fueron probablemente el grupo que más adoptó este modelo de acción en los años 70, y los tupamaros de uruguay, los que menos. por lo tanto, también será distinta la responsabilidad histórica de cada grupo por la instalación de la dialéctica de violencia de cada país. en esa época nadie pensaba que una organización revolucionaria, aun cuando pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera ser terrorista. igual que mis compañeros, yo era un terrorista de alma bella. la verdad es difícil de aceptar no sólo para aquellos que fueron guerrilleros, sino para la mayoría de los argentinos. algunos autores sostienen que durante la dictadura militar, desde onganía hasta lanusse, el actor principal de la lucha revolucionaria fue la guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería progresivamente a partir de 1974, con el gobierno constitucional de isabel perón. esta interpretación intenta dividir la lucha armada en dos fases, pero ocurre que en el caso de montoneros la lógica e intencionalidades del terrorismo estuvieron presentes desde su primera acción pública: el secuestro y ejecución del general aramburu, en 1970. este debate es fundamental para la comprensión de las responsabilidades en el proceso de violencia que causó diez mil muertes trágicas – cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue de mil (1000) por la triple a, mil (1000) por las organizaciones revolucionarias y ocho mil (8000) por las fuerzas militares de la dictadura de videla. esta es una cuenta que, en la defensa de la dignidad de la historia argentina, se tendría que haber hecho con precisión y consenso público hace mucho tiempo. mostrando falta de coherencia y bias ideológico, esta cuenta no está en la lista de las reivindicaciones de los movimientos o de los organismos estatales que se ocupan de los derechos humanos en la argentina. en la argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos casi desde el comienzo de la violencia revolucionaria. el terrorismo se presentó con un rostro bien definido en la ejecución del sindicalista peronista vandor en 1969 (figura principal de la confederación general del trabajo -cgt, colaboracionista con la dictadura de onganía y adversario de perón), del general aramburu en 1970 (arquitecto de la revolución libertadora que derrocó a perón y presidente del gobierno de facto de 1955 a 1958), del sindicalista peronista rucci en 1973 (secretario general de la cgt y aliado muy próximo de perón), y del ex-ministro mor roig en 1974 (político ajeno al peronismo que como ministro del gobierno del general lanusse articuló el pacto que permitió el retorno de la democracia en 1973). todas estas operaciones fueron realizadas por comandos montoneros (o que se integrarían después en la organización, como en el caso de vandor). los dos últimos asesinatos fueron perpetrados a pesar de que el país estaba bajo un régimen democrático, varios años antes de la llegada de la dictadura militar. entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado entre los montoneros por la amalgama de componentes ideológicos contradictorios que impedían pensar en estrategias políticas realistas y coherentes. al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo sumar militantes de diversas corrientes ideológicas. ellos podían venir tanto del catolicismo nacionalista de derecha, como de la teología de la liberación marxista, del peronismo revolucionario de derecha, del comunismo, y de otras variantes de la izquierda. los montoneros surgieron y consolidaron su organización en el culto a la violencia. ellos fueron capaces de matar a todos los que se cruzaron por delante de su voluntad política, sin importarles su condición, ya fueran peronistas o antiperonistas, militares, políticos o sindicalistas. sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era noble. conservo todavía un recuerdo feliz de mi vida en aquellos años. Fueron sombríos pero también llenos de desprendimiento, alegría y amor. sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal en sí mismo, pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos en malos, sin darnos tiempo para tomar conciencia. el retorno de este camino sería extremamente difícil para la mayoría, casi imposible. los montoneros ocultaron su ambición de poder por detrás del liderazgo de perón, pero cuando se dio su retorno, y él no les entregó la dirección del movimiento peronista como esperaban, no dudaron en matar a rucci para llamar la atención del líder sobre sus demandas, pero sin reconocer públicamente su autoría. creían que la condición de revolucionarios les otorgaba el patrimonio de la historia, por ser dueños de la verdad se permitieron mentirles a sus contemporáneos (en el otro extremo del espectro político argentino la situación seria semejante, la historia mundial está llena de ejemplos de este tipo). del mismo modo, años antes habían matado al general aramburu para ser reconocidos como peronistas por perón y por las masas. así como intentaron ocultar la verdad de la muerte de rucci, en el caso de aramburu intentaron hacer desaparecer su cuerpo, con la supuesta intención de cambiarlo en el futuro por el de eva perón, secuestrado durante el gobierno de aramburu. como eva perón murió de muerte natural, la saga de las desapariciones de personas asesinadas con intencionalidad política en la Argentina del siglo 20 no la incluye. según mi conocimiento, esta triste saga comenzó en 1930 con el anarquista penina, durante el gobierno del general uriburu; siguió en 1955, con el comunista ingalinella, en el gobierno del general perón; continuó en 1962 con el peronista vallese durante el gobierno provisional de guido (que asumió tras el derrocamiento de frondizi por los militares); hasta llegar al cuarto de la lista, el general aramburu, cuyo cadáver permanecería desaparecido un mes y medio. el imaginario de los autores de la larga lista desaparecidos que vendría después se construyó con base en estos antecedentes. debido a que el asesinato de rucci provocó una acelerada ascensión a los extremos de violencia, “envenenando” el gobierno de perón en plena democracia, este atentado debería considerarse como el mayor acto terrorista de la guerrilla argentina en los años 70. sin embargo, por ser un magnicidio, otro que convocó igualmente a los demonios fue el de aramburu. su cuerpo tardó en descansar en paz. además del desaparecimiento sufrido después de su muerte, cuatro años después de enterrado en el cementerio de la recoleta volvería a pasar por lo mismo. los montoneros repitieron la hazaña para continuar insistiendo en la devolución del cadáver de eva perón. La trágica ironía de este último hecho es que el cuerpo de evita había sido entregado a perón en españa tres años antes, en 1971: ¡era el general vivo que no lo querría traer de vuelta al país, no el general muerto! si la primera desaparición del cadáver de aramburu podía reivindicar alguna legitimidad, la segunda no tenía ninguna razón más que insultar la memoria de los militares argentinos. en favor de los montoneros se podría decir que la falta de respeto a los muertos tiene una larga historia en la argentina; el cadáver de perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas en 1987. el escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas las combinaciones posibles de terrorismo, uno más vinculado a los movimientos de la sociedad civil, otro más a los organismos estatales, y también casos intermedios, como la triple a. todos se retroalimentaron entre sí. obviamente, no todos los miembros del estado o de la sociedad civil fueron terroristas de la misma forma a lo largo de la historia. sin embargo, hubo complicidad en diversos niveles del estado y la sociedad civil con el terrorismo producido por los gobiernos de lanusse, perón, isabel perón, videla, viola y galtieri. así como hubo complicidad con el terrorismo de las organizaciones guerrilleras en distintos niveles de la sociedad civil y del estado (especialmente en el gobierno de cámpora y de algunos gobernadores provinciales en 1973).
soy testigo de las complicidades ocurridas en 1973. el 9 de junio se hizo un acto en josé león suárez conmemorando los fusilamientos de diversos militantes peronistas ocurridos en un basural de esa localidad en 1955, por la dictadura militar que había derrocado a perón. durante la ceremonia hubo un fuerte enfrentamiento a tiros entre grupos peronistas antagónicos. por un lado, los sectores revolucionarios nucleados alrededor de los montoneros, y por otro diversos grupos de derecha y agrupaciones sindicales. el enfrentamiento dejó un muerto y algunos heridos, todos de la derecha peronista. el tiroteo fue provocado por una razón trivial no premeditada. lo sé porque yo fui quién lo detonó. como es habitual, después el evento adquirió aires de conspiración, pero mi intención fue simplemente rescatar a una compañera que me recordaba a mónica vitti -de quién me apasioné en los años 60, cuando miré las películas de antonioni- que pasando por donde no debía fue rodeada por cuatro o cinco militantes de la derecha. ellos la estaban molestando. pienso ahora que no debía ser nada que no pudiera resolverse de otra manera, pero en aquel momento no dudé, me les fui encima y los amedrenté mostrándoles el revolver 38 que llevaba en la cintura. el recuerdo de mi vieja pasión se salvó, pero yo había pisado el hormiguero. de repente la calle se llenó de militantes armados de ambos grupos. no fui yo quien inició el tiroteo, pero respondí inmediatamente a la primera bala y en pocos segundos se generalizó. lo demás es historia. a pesar de las pocas bajas, en comparación con lo que estaba por venir, el evento ganó importancia por ser el acto inaugural de la violencia política en el período democrático iniciado el 25 de mayo de 1973. demostró que las armas seguían engatilladas, que era fácil llevar al nivel militar la confrontación política que existía en el gobierno peronista, en donde los montoneros dividían puestos e influencias con los sindicatos y la derecha. esta confrontación parecía enseñar que la violencia era una forma de romper el impase en la ausencia de perón, que aún no había regresado al país de forma permanente. a los montoneros les gustó el resultado de la confrontación, pero no imaginaron que habría una reacción tán rápida. días más tarde, el 20 de junio, perón regresaba al país y se esperaba que hablara en un enorme palco erigido en Ezeiza, cerca del aeropuerto. los montoneros comparecieron con una gran cantidad de militantes de todas partes del país, pero al llegar con sus carteles cerca del palco fueron recibidos a tiros. todavía no hay una lista de bajas de este enfrentamiento, los cálculos estimados son de ochenta muertos y cuatrocientos heridos, la mayoría del lado de los montoneros. a nivel personal, josé león suárez me dejó un legado difícil de evaluar. por el lado de las ganancias, ascendí dos grados en la jerarquía de los montoneros, de aspirante fui directamente a oficial primero. por el lado de las pérdidas, el día siguiente al tiroteo mi foto ilustraba una nota en un diario de gran circulación. yo aparecía con la pistola en la mano, el subtítulo me acusaba de ser el asesino. el diario pasó la foto a la policía de la provincia de buenos aires y a varios grupos de derecha y del sindicalismo peronista que juraron vengarse. eso no me preocupó tanto como la posibilidad de que mi foto fuera identificada por terceros y los diarios publicasen mi nombre; con el tiempo descubrí que no habían sido pocos los amigos que me identificaron. estaba afligido por mis padres, recién había salido de la cárcel y pensarían que ya estaba complicado nuevamente. pero el subjefe de la policía, por casualidad uno de los pocos sobrevivientes de los fusilamientos de josé león suárez, también era montonero. nos encontramos y me dijo para no preocuparme: él se había encargado de hacer desaparecer a toda la investigación policial, incluyendo las fotos. no volví a verlo; la triple a lo mató un año más tarde. nadie fue procesado por los acontecimientos del 9 de junio de 1973, prueba pequeña pero convincente de la complicidad que existía en la época entre algunos sectores del estado y las guerrillas peronistas, especialmente con los montoneros.

héctor ricardo leis (argentina, 1944 - 1997) // testamento: introducción

testamento: introducción
13.julio.2012

nací en avellaneda, argentina, en 1943. en los años 60, fui militante comunista y peronista. esta experiencia me llevó a participar en la lucha armada. estuve un año y medio en la cárcel, fui amnistiado en 1973. fui combatiente de los montoneros hasta el final de 1976. en el año siguiente me exilié en brasil, donde fui reconocido como refugiado político por el alto comisionado de las naciones unidas para refugiados. después de algunas idas y vueltas fijé residencia en brasil, nacionalizándome en 1992. tengo una maestría en ciencias políticas y otra en filosofía y un doctorado en filosofía, fui profesor de relaciones internacionales, ciencia política y también interdisciplinar en ciencias humanas. con sesenta y nueve años me jubilé como profesor en la universidad federal de santa catarina. soy miembro del club político argentino; mi última militancia. en este trabajo se combinan elementos analíticos y testimoniales a fin de explicar la tragedia vivida en argentina en los años 70. para ello se abordan temas como la relación entre el terrorismo, la guerrilla y la revolución, el conflicto de las generaciones y la calidad del liderazgo. por último, mirando hacia el futuro del país, se hace una reflexión sobre el resentimiento, la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón.