viernes, 23 de septiembre de 2011

silvina ocampo (argentina, 1903 - 1993) // cuentos - las ondas

las ondas

¿sólo creerás en las calumnias? ¡hasta cuándo! qué feliz era la época en que bastaba que dos personas se
amaran o sintieran simpatía la una por la otra, para que les fuera permitido convivir, o simplemente, frecuentarse. la luna era un misterioso satélite lejano como américa antes de cristóbal colón. maldigo a la señorita lina zfanseld, que en los meses de invierno de mil novecientos setenta y cinco prestó su abrigo a la señora rosa tilda. ayer leí su biografía, por casualidad, en el pequeño diccionario médico que me acompaña. por culpa del maldito abrigo, de la vitalidad de la señora lina zfanseld, nosotros tenemos que sufrir esta separación, este malentendido. si aquella apática señora rosa tilda no hubiera sido tan apática, si aquella señorita lina zfanseld no hubiera sido tan vital, si el anticuado abrigo de piel de camello no hubiera trasmitido tan perfectamente las ondas de un organismo a otro, si no hubiera existido ese horrible microscopio electrónico, que revela la disposición de nuestras moléculas, con el que se entretienen los médicos modernos como antiguamente con los calidoscopios los niños, no estaríamos en esta situación. ya ves de qué complicadas confabulaciones, de qué ínfimos detalles dependen los descubrimientos; de qué casualidades las desdichas, las costumbres que van adoptando los seres humanos. en verdad, somos como un rebaño que obedece a las más sutiles o groseras combinaciones para el bien de la sociedad. ciegamente, para no merecer castigos, obedecemos a los deberes cívicos y cuando meditamos sobre ellos y los eludimos, caemos en grandes desventuras. a veces me da risa pensar que si la señora rosa tilda no se hubiera sometido a un tratamiento médico porque sus depresiones le impedían acudir diariamente a su trabajo, el hecho del abrigo que transformó su organismo no hubiera llamado la atención a nadie, ni el tejido de piel de camello, que ya no se usa, hubiera subido de precio. pero un médico, que tenía alma de investigador, según dicen, estudió el caso y logró, indebidamente, a mi juicio, celebridad y riqueza.
desearía haber nacido en otra época, siempre que te hubiera encontrado en ella. hasta el año mil novecientos setenta y cinco el mundo era tolerable. somos víctimas de lo quealgunos hombres llaman progreso. las guerras se hacen ahora con lluvias o sequías, con movimientos sísmicos, con plagas sorpresivas, con cambios exorbitantes de temperatura: la mayor parte del tiempo no se derrama una gota de sangre, pero esto no significa que suframos menos que nuestros antecesores. ¡cuántos jóvenes sueñan con morir en un campo de batalla, después de jugar a balazos con el enemigo! es natural que quieran tener una satisfacción individual.
puedo comunicarme contigo por medio de este diminuto metal (que recuerda los antiguos televisores); veo tu cara reflejada y oigo tu voz, y tú recibes mis mensajes diarios y el reflejo también de mi cara. salvajes de 1930 (y todavía existen salvajes de ese tipo), creerían que vivimos en un mundo mágico,
pero si yo pudiera hablar con ellos, les diría: "desengáñense, soy más desdichada que ustedes, que no tenían televisor". a ejemplo de algunos roedores que dejan dentro de la tierra alimento para sus hijos, yo dejaré mensajes para nuestros descendientes. que tú estés en la luna trabajando en las minas, con todas las comodidades y halagos de tu posición, que yo esté en la tierra, atisbando tus menores movimientos, oculta, para que las autoridades no me descubran y me den drogas para olvidarte, parecerá un infortunio suficiente para los hombres del futuro que descifren nuestros mensajes.
hallo monstruoso que los pueblos se hayan dividido y se fundan de acuerdo con la disposición de las moléculas de los individuos y sus proyecciones de ondas. tendré ideas anticuadas. cuando rememoro mis siete años, me estremezco. las interdicciones comenzaron con la masacre de los niños de la escuela de massachusetts, con el incendio del circo nipón, en tokio, y con los asaltos a mano armada en los jardines públicos de inglaterra y de alemania. los crímenes no los cometía nunca un individuo solo, sino una combinación de moléculas, y disparates de ese estilo, que yo comprendía apenas. las fotografías en colores de lina zfanseld y de rosa tilda aparecieron en los diarios, pegadas a las paredes de las casas, como salvadoras de la humanidad. se adoptaron severas medidas: se empezó con las cuestiones de los viajes: las personas del grupo a no podían viajar con las del grupo b, ni las del grupo b con las del grupo c y así sucesivamente. (en la libreta de control ¡cuánto me repugnaba la fotografía de las moléculas en un recuadro junto a mi cara!) se dividieron las familias. muchos hogares quedaron deshechos. ¿digo o no digo la verdad? llegaron a formar pueblos de gente que no tenía nada que ver la una con la otra. hubo varios suicidios: la mayor parte eran de enamorados o de alumnos y maestros que no querían separarse. se dio el caso de unos niños de once años, que yo conocía, y de dos estudiantes de ingeniería, pues de ningún modo hay que creer que sólo el amor de novios o de amantes puede ser apasionado. nunca estuvimos de acuerdo sobre ese punto.
cuando quisimos falsificar nuestros documentos nos sentíamos felices, ¿por qué no lo seríamos ahora si no fuera por esta separación? para obtener la felicidad nada nos parecería imposible. imaginas que todo ha terminado entre nosotros, pero te equivocas. ¿gastaste tu dinero en sobornos? ya lo sé, no me lo eches en cara.
¿recuerdas aquella preciosa mañana de verano, cuando subíamos la escalinata de la plaza de la verdad? llevábamos los papeles en las manos. tus ondas coincidían con las mías en el certificado que nos dieron en el ministerio de salud. después de haber visitado los hospitales que nos correspondían para las investigaciones, nos detuvimos al pie del monumento, donde la figura de la verdad, con los ojos enormes, relumbra como si fuese de azúcar. nos sentamos en el pedestal de mármol, comimos un helado de frambuesa, después de besarnos. durante unos días, pensando que no nos dañábamos mutuamente, planeábamos el porvenir. aquel certificado nos impresionaba tanto que no nos disgustamos ni una sola vez, en cinco días. mi mano sobre tu piel no ocasionaba la desazón habitual, mi voz no repercutía sobre tu sueño inspirándote aquella extraña angustia. tus ojos, cuando me miraban fijamente, no me hacían vacilar.
o cambiar de rumbo, como si yo hubiera sido una autómata. tu abrazo no obliteraba mi ser como de costumbre. asistíamos a una suerte de milagro. como si no hubiéramos querido engañar al estado, nos conducíamos de acuerdo a sus normas, a sus leyes. ¡qué importaba que el documento hubiera sido fraguado, que nuestras ondas no coincidieran! nos transformábamos de acuerdo a los papeles sellados que desdeñábamos. habíamos nacido el uno para el otro, nos amábamos legalmente y nadie podía separarnos. pero alguien siempre dice la verdad y si la verdad salva a algunos individuos a otros los hunde. el que nos
delató fue un enemigo mío. nos incomunicaron y te exiliaron. antes de tu partida te dijeron que yo había confesado la verdad, porque me había arrepentido: que había tenido que reconocer mi error y mi desdicha. lo creíste. que yo me haya retirado del mundo para vivir en esta gruta, no te conmueve, que huya de los hombres para poder comunicarme contigo, no te parece una prueba de amor.
nuestros malentendidos persisten. creo que nuestro cariño nació de un malentendido y creo que no se debilitó por eso.
"amemos a los organismos que nos benefician. desechemos a los que nos perjudican", decía una inscripción sobre la puerta de los hospitales. "controle sus trenes de ondas." ¡no quiero oír hablar de ondas ni de organismos!
recuerdo con horror aquellas leyendas de crímenes pasionales que me contaban los médicos, para hacerme entrar en razón.
he conocido a un sabio (no sé si será un embustero), que pretende, por medio de una operación, reintegrarme a tu grupo. por unos días se interrumpirán mis mensajes y tal vez durante mi ausencia se asome mi perro al disco de metal. dile "vaya a la cucha", o "tome agua", o "pobrecito", para consolarlo. no pienso sino en esa operación. sueño noche y día con ella. no he averiguado qué grado de sufrimiento tendré que soportar, qué anestesia me darán, ni en qué lugar de mi cuerpo se realizará. estoy entregada a la esperanza de pertenecer a tu grupo de ondas y poder, de ese modo, convivir contigo de un modo normal. naturalmente correré el riesgo de cambiar de personalidad, y falta saber si esa nueva personalidad te agradará. podría transformarme en un ratón o en una baldosa. no tengo que pensar en todos los peligros; me volvería loca. si fracasara este intento lo pagaré con mi vida, y realmente será la única solución que pondría término al sufrimiento de verme defraudada.
después de la operación pienso enrolarme en un viaje interplanetario para acercarme discretamente a tu mundo. aprenderé a caminar sobre el aire, para que me confundan con un ángel o una divinidad mitológica griega, de esas con las cuales me comparabas cuando creías en mi honestidad, en mi belleza, en mi amor.

silvina ocampo (argentina, 1903 - 1993) // cuentos - la boda

la boda

que una muchacha de la edad de roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. me dominaba y yo la quería no porque me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años.
es misterioso el dominio que roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de colonia. tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. quería una flor: yo se la daba. si me hubiera ordenado "gabriela, tírate por la ventana" o "pon tu mano en las brasas" o "corre a las vías del tren para que el tren te aplaste", lo hubiera hecho en el acto.
vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma vivía en la casa de enfrente. arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se encontraba la peluquería LAS ONDAS BONITAS. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar la vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas, las peores de mi vida, en aquellos días.
Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río.
–¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
-no entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
–Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda–, mi peinado llamará la atención.
Roberta reía y protestaba:
–Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
–Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda–. Verás, si no lamo la atención.
Los preparativos para la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la abuela materna adornaba la bata, un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo
de su padre, Arminda cruzó el patio de la casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mandó hacer un rodete muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina,
con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre, parecía una peluca.
La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad. Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo, de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé el palo de una escoba para matarla, pero me detuve no sé por qué.
Roberta exclamó:
–Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza.
–Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije.
Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una
cajita.
–Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo.
–¿Y si me pica?
–Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Si no les haces daño, no te harán a ti.
Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro.
Después cerré la tapa, que perforé con un alfiler.
–¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta.
–Guardarla.
–No la pierdas –me respondió Roberta.
Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era
domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.
–Pareces un guerrero –le grité.
Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa
redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía sólo el vacío, mirando
fijamente a alguien.
–¿Pongo la araña adentro? –interrogué mostrándole el rodete.
El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me sorprendieran.Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia.
–Todo esto será un secreto entre nosotras –dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo hasta
que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído hacerlo a las personas mayores.
–Seré una tumba.
Roberta se puso un vestido amarillo con volantes y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como el mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd. Tímidamente, turbada,
avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su muerte.
–¿Con qué la mataste, mocosa? –me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin cesar.
–Con una araña –yo respondía.
Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.

jueves, 22 de septiembre de 2011

hairspray // i know where i've been

hairspray // (you're) timeless to me

josé martí (cuba, 1853 - 1895) // nuestra américa

nuestra américa

cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos. lo que quede de aldea en américa ha de despertar. estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de juan de castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.
no hay proa que taje una nube de ideas. una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una las dos manos. los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los andes.
a los sietemesinos sólo les faltará el valor. los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. no les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de madrid o de parís, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. ay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. si son parisienses o madrileños, vayan al prado, de faroles, o vayan a tortoni, de sorbetes. ¡estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡estos nacidos en américa, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡estos hijos de nuestra américa, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la américa del norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! pues el washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!
ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de américa, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? de factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de persia y derramando champaña. la incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los estados unidos, de diecinueve siglos de monarquía en francia. con un decreto de hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. a lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en américa no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. el gobierno ha de nacer del país. el espíritu del gobierno ha de ser el del país. la forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. el gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.
por eso el libro importado ha sido vencido en américa por el hombre natural. los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. el mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. el hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de américa al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.
en pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con la mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. la masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en américa donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de américa? a adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. en la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. el premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. en el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. conocerlos basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. conocer es resolver. conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. la universidad europea ha de ceder a la universidad americana. la historia de américa, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de grecia. nuestra grecia es preferible a la grecia que no es nuestra. nos es más necesaria. los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. con el estandarte de la virgen salimos a la conquista de la libertad. un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en méxico la república en hombros de los indios. un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de centro américa contra españa al general de españa. con los hábitos monárquicos, y el sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el norte y los argentinos por el sur. cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra américa mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de parís, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la república, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota-de-potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer américa, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. el continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de uno sobre la razón campestre de otros. el problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.
con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. el tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. no se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. la colonia continuó viviendo en la república; y nuestra américa se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen- por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. el tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.
pero "estos países se salvarán", como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se pone en la puerta del congreso de iturbide "a que le hagan emperador al rubio". estos países se salvarán, porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a américa, en estos tiempos reales, el hombre real.
éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de norteamérica y la montera de españa. el indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. el negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. el campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. el genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. la juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. el pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. se probó el odio, y los países venían cada año a menos. cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. se ponen en pie los pueblos, y se saludan. "¿cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. cuando aparece en cojímar un problema, no van a buscar la solución a danzig. las levitas son todavía de francia, pero el pensamiento empieza a ser de américa. los jóvenes de américa se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa y la levantan con la levadura de su sudor. entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. crear es la palabra de pase de esta generación. el vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. el tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. el general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. o si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. estrategia es política. los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡con el fuego del corazón deshelar la américa coagulada! ¡echar, bullendo y rebotando por las venas, la sangre natural del país! en pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. surgen los estadistas naturales del estudio directo de la naturaleza. leen para aplicar, pero no para copiar. los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. los oradores empiezan a ser sobrios. los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. las academias discuten temas viables. la poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. la prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.
de todos sus peligros se va salvando américa. sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. otras, olvidando que juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una bomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. pero otro peligro corre, acaso, nuestra américa, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la américa del norte, o el que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la américa del norte, ante los pueblos atentos del universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra américa, el deber urgente de nuestra américa es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. el desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. si no, lo peor prevalece. los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.
no hay odio de razas, porque no hay razas. los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. el alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. pensar es servir. ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la américa trabajadora; del bravo a magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el gran zemí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la américa nueva!

martes, 20 de septiembre de 2011

wystan hugh auden (reino unido, 1907 - 1973) // poesías - paren los relojes / si pudiera decirte / también nosotros vivimos buenos tiempos / canción del otoño / nunca habrá paz

paren los relojes
paren los relojes y desconectad el teléfono,
denle un hueso jugoso al perro para que no ladre,
hagan callar a los pianos, toquen tambores con sordina,
saquen el ataúd y llamen a las plañideras.

que los aviones den vueltas en señal de luto
y escriban en el cielo el mensaje “él ha muerto”,
ponganles crespones en el cuello a las palomas callejeras,
que los agentes de tráfico lleven guantes negros de
algodón.

él era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,
mi semana de trabajo y mi descanso dominical,
mi día y mi noche, mi charla y mi música.
pensé que el amor era eterno; estaba equivocado.

ya no hacen falta estrellas: quitenlas todas,
guarden la luna y desmontad el sol,
tiren el mar por el desagüe y poden los bosques,
porque ahora ya nada puede tener utilidad.


si pudiera decirte

el tiempo dirá tan sólo: “ya te dije”
sólo el tiempo conoce el precio que hemos de pagar;
si yo pudiera decírtelo, te lo haría saber.

si debiéramos sollozar cuando los payasos hacen su número,
si debiéramos tropezar cuando tocan los músicos,
el tiempo diría tan sólo “ya te lo dije”.

no hay fortunas que predecir, no obstante,
porque te amo más de lo que puedo expresar
si pudiera decírtelo, te lo haría saber.

los vientos deben venir de alguna parte cuando soplan,
debe haber razones por las que las hojas se pudren;
el tiempo dirá sólo “ya te lo dije”..

tal vez las rosas realmente quieren crecer,
tal vez la visión quiere en verdad permanecer;
si pudiera decírtelo, te lo haría saber.

supongamos que los leones se levantaran todos y se fueran,
y que todos los arroyos y los soldados huyeran;
¿dirá el tiempo algo que no sea ya te lo dije?
si pudiera decírtelo te lo haría saber.


también nosotros vivimos buenos tiempos

también nosotros vivimos buenos tiempos
cuando el cuerpo sintonizaba con el alma,
y bailamos con nuestros amores sinceros
a la luz de la luna llena,
y nos sentamos con los sabios y los justos
y fuimos ganando ingenio y alegría
en torno a algún plato selecto
gracias a Escoffier.
y sentimos esa gloria impertinente
que las lágrimas suelen alejar,
y quisimos que los corazones briosos
cantasen con el estilo grandioso de los antiguos.
pero fuimos importunados y fisgados
por la multitud promiscua,
los editores nos convirtieron
en fraudes para aturdir a la multitud,
todas las palabras como amor y paz,
todos los discursos cuerdos y positivos
fueron ensuciados, profanados y degradados,
los convirtieron en un chirrido horroroso.
ninguna oratoria sobrevivió
a aquel pandemonio
salvo la amarga, la soterrada,
la irónica y la monótona:
¿y dónde encontraremos cobijo
para la alegría o el simple bienestar
cuando apenas queda nada en pie
más que los suburbios de la discordia?


canción de otoño

ahora las hojas caen aprisa,
las flores de la nana no durarán,
las nanas han ido a sus tumbas,
pero los cochecitos de niño siguen rodando.

susurrantes vecinos a izquierda y derecha
nos apartan de nuestro verdadero deleite,
manos hábiles se ven obligadas a congelarse
abandonadas sobre rodillas solitarias.

a poca distancia de nosotros, en nuestro mismo camino,
muertos a centenares gritan “¡ay de mí!
con los brazos rígidamente alzados para protestar
en falsas actitudes de amor.

desarrapados a través del saqueado bosque,
los trolls corren rezongando por su comida,
el búho y el ruiseñor están mudos,
y el ángel no vendrá.

clara, inescalable, al frente
se alza la montaña de en lugar de,
de cuyos fríos arroyos en cascada
nadie puede beber más que en sueños.

nunca habrá paz

aunque el clima benigno y claro
vuelva a sonreír en el condado de tu estima
y regresen sus colores, la tormenta te ha cambiado:
nunca olvidarás la oscuridad
que enturbia tu esperanza, el vendaval
que profetiza tu caída.

tienes que vivir con tu conocimiento.
detrás, más allá, fuera de ti, hay otros,
viviendo soledades sin luna que tú no conoces,
pero ellos sí te conocen a ti,
seres de género y de número desconocido:
y tú no les gustas.

¿qué les has hecho?
¿nada? nada no es una respuesta:
llegarás a creer (¿cómo puedes evitarlo?)
que sí lo hiciste, que les hiciste algo;
te encontrarás deseando hacerles reír;
y anhelarás su amistad.

josé martí (cuba, 1853 - 1895) // poesías - dos patrias / a la palabra / a un joven muerto / ¡vivir en sí, qué espanto!

dos patrias

dos patrias tengo yo: cuba y la noche.
¿o son una las dos? no bien retira
su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
cuba cual viuda triste me aparece.
¡yo sé cuál es ese clavel sangriento
que en la mano le tiembla! está vacío
mi pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. ya es hora
de empezar a morir. la noche es buena
para decir adiós. la luz estorba
y la palabra humana. el universo
habla mejor que el hombre.
cual bandera
que invita a batallar, la llama roja
de la vela flamea. las ventanas
abro, ya estrecho en mí. muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, cuba, viuda, pasa...


a la palabra

alma que me transportas:
voz desatada
que a las almas ajenas
llevas mi alma;
cinta, cinta de fuego
que pura y rauda
a los sueltos humanos
alegras y atas; -
pastora, y pastorcilla
enamorada,
que junto al blanco y húmedo
rebaño canta;
árabe, árabe fiero -
que en su dorada
hacanea parece
volante llama; -
león, león rugiente
de la montaña
que como alud de oro
al valle baja,-
y en el villano impuro
la garra clava,-
y en el dormido alumbra
el sol del alma; -
lira, lira imponente
en la más alta
cúspide de la tierra
serena, alzada,-
en dos troncos de robles
corvos las blandas
cuerdas mordiendo, y trenzas
de rosas blancas
de los hilos sonoros
sueltas al aura,
cantando con pasmosas
hercúleas cántigas,
de los dioses del cielo
y tierra hazañas,
y en himnos sin medida,
como las almas,
esparciendo a las nubes
la esencia humana,
que en lento giro asciende
de la batalla


a un joven muerto
para no sé qué corona fúnebre

¡vedle! en la seca garganta
apagada está la nota:
el brazo ya no levanta
la copa de oro, que rota
por la mística muerte,
en la pálida mano mal huida
sus myosotis y sus violetas vierte
mustias al pie del luchador sin vida.
niños, que vais con el arma
cargada y luciente al hombro,-
al soldado que desarma
muerte importuna, al escombro
de un águila aposento
ayer, y hueco ahora,
interrogad, y osado
su misión preguntad y cumplimiento
a su obra rota dad: ¡así se llora!


¡vivir en sí, qué espanto!

¡vivir en sí, qué espanto!
salir de sí desea
el hombre, que en su seno no halla modo
de reposar, de renovar su vida,
en roerse a sí propia entretenida.-
la soledad ¡qué yugo!
del aire viene al árbol alto el jugo: -
de la vasta, jovial naturaleza
al cuerpo viene el ágil movimiento
y al alma la anhelada fortaleza.-
¡cambio es la vida! vierten los humanos
de sí el fecundo amor: y Iuego vierte
la vida universal entre sus manos
modo y poder de dominar la muerte.
como locos corceles
en el cerebro del poeta vagan
entre muertos y pálidos laureles,
ansias de amor que su alma recia estragan
de anhelo audaz de redimir repleto
buscar en el aire bueno a su ansia objeto
y vive el triste, pálido y sombrío,
como gigante fiero
a un negro poste atado,
con la ración mezquina de un jilguero
por mano de un verdugo alimentado.
¡fauce hambrienta y voraz, un alma amante!
y aquí, enredado entre sus hierros, rueda
y el polvo muerde, el aire tasca y queda
atado al poste el mísero gigante.

lunes, 19 de septiembre de 2011

vicente huidobro (vicente garcía-huidobro fernández, chile, 1893 - 1948) // poesías - 18 / alerta / aquí estamos / el célebre océano

18

heme aquí al borde del espacio y lejos de las circunstancias
me voy tiernamente como una luz
hacia el camino de las apariencias
volveré a sentarme en las rodillas de mi padre
una hermosa primavera refrescada por el abanico de las alas
cuando los peces deshacen la cortina del mar
y el vacío se hincha por una mirada posible

volveré sobre las aguas del cielo

me gusta viajar como el barco del ojo
que va y viene en cada parpadeo
he tocado ya seis veces el umbral
del infinito que encierra el viento

nada en la vida
salvo un grito de antesala
nerviosas oceánicas qué desgracia nos persigue
en la urna de las flores impacientes
se encuentran las emociones en ritmo definido


alerta

media noche
en el jardín
cada sombra es un arroyo

aquel ruido que se acerca no es un coche

sobre el cielo de parís
otto von zeppelín

las sirenas cantan
entre las olas negras
y este clarín que llama ahora

no es un clarín de la victoria

cien aeroplanos
vuelan en torno de la luna

apaga tu pipa

los obuses estallan como rosas maduras
y las bombas agujerean los días

canciones cortadas
tiemblan entre las ramas

el viento cortisona las calles

aomo apagar la estrella del estanque.


aquí estamos

nada está sujeto a los ojos para siempre
nada tiene lazos de leyenda a través del murmullo
sólo tu sombra da el destino y despierta la caverna
tu lumbre que suspira a modo de subir
entregándose entera en su esperanza
como chispa confiada y como signo de su hondura

volvamos al principio sin conclusión alguna
en virginal salida de la piel vidente
sin suceso del día ni del año sino largo memorial
de la raíz a la más alta punta
con los dedos crecidos por el viento
y el terror de los anuncios obscuros regalados
humildemente regalados como semillas a la madre
así el barco buscado por sus aguas
ha de reconocer los fluidos de su acento
y será reconocido por las puertas hermanas

la idea es nacimiento y sepulcro de grandes alas
es vuelo general es huñida de células y huesos
en árbol repentino sin recuerdo aparente
es un río asomado a su balcón
en el ir y venir de rincones incógnitos
entre cabezas y corazones asustados por su modo de ser
infinito alarido por el tiempo enseñado
con tanta muerte adentro que es cúspide de vida
interminable océano sacrificado a la noche
y noche sacrificada al sol que no la espera


el célebre océano

el mar decía a sus olas
hijas mías volved pronto
yo veo desde aquí las esfinges en equilibrio sobre el alambre
veo una calle perdida en el ojo del muerto
hijas mías llevad vuestras cartas y no tardéis
cada vez más rápidos los árboles crecen
cada vez más rápidas las olas mueren
los récord de la cabeza son batidos por los brazos
los ojos son batidos por las orejas
sólo las voces luchan todavía contra el día

creéis que oye nuestras voces
el día tan maltratado por el océano
creéis que comprende la plegaria inmensa de esta agua que cruje
sobre sus huesos

mirad el cielo muriente y las virutas del mar
mirad la luz vacía como aquel que abandonó su casa
el océano se fatiga de cepillar las playas
de mirar con un ojo los bajos relieves del cielo
con un ojo tan casto como la muerte que lo aduerme
y se aduerme en su vientre

el océano ha crecido de algunas olas
el seca su barba
estruja su casaca confortable
saluda al sol en el mismo idioma
ha crecido de cien olas

esto se debe a su inclinación natural
tan natural como su verde
más verde que los ojos que miran la hierba
la hierba de conducta ejemplar

el mar ríe y bate la cola
ha crecido de mil olas

domingo, 18 de septiembre de 2011

león tolstói (rusia, 1828 - 1910) // cuentos - tres muertos

tres muertos

era otoño. por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. en el primero viajaban dos mujeres. una era el ama: pálida, enferma. la otra, su criada: gorda y de sanos colores. con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. el sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.
la dama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. una raya perfectamente recta dividía debajo de la cofia sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.
la tez ajada y amarillenta había aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.
el lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. a su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.
paralelamente se extendían, anchos y veloces sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. el cielo estaba gris y frío. la neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.
en el carruaje de la dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y polvo de camino. la enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía atrás, y abrió pausadamente sus dos grandes ojos negros, singularmente iluminados por la fiebre.
-¿todavía no? -exclamó nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde de la manta de la sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. matriocha recogió enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y fue a sentarse más lejos, sonrojada.
los bellísimos ojos negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada. de pronto, se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas la traicionaban. su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión de una impotente ironía.
-sí tú me ayudaras... pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, ¡yo sola puedo hacerlo! únicamente te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos... más vale que no los muevas si no sabes hacer nada.
cerró los ojos por unos instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a la criada. matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. la enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las manos. pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.
los dos carruajes, uno tras otro, entraron en una aldea. matriocha sacó su mano rechoncha por debajo de la manteleta y se santiguó.
-¿qué pasa? -inquirió la señora.
-¡una posta, niña!
-pero, ¿por qué te persignas?
-¡una iglesia, niña!
la paciente se asomó por la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en esos momentos rodeaba el coche.
ambos carruajes se detuvieron de repente en la posta. del primero descendió el marido de la dama enferma en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.
-y, ¿cómo se siente usted? -preguntó el médico tomándole el pulso.
-¿cómo estás, amiga mía; no te has cansado mucho? -inquirió el marido en francés, agregando-: ¿quieres apearte?
entretanto matriocha, que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó tras recoger todas las cajas y estuches de mano.
-lo mismo de siempre... no me apearé -contestó desganadamente la dama.
el marido permaneció largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta. matriocha saltó entonces del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.
-pero mis males no son una razón para que ustedes se queden sin comer -dijo al doctor, que permanecía aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. "nadie se interesa por mí", pensó mientras el doctor se alejaba y subía por la escalera que conducía a la fonda. "en sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy poco..."
-bien, eduardo ivanovich -dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor-: he mandado que nos traigan algo que comer. ¿qué le parece a usted?
-sea -respondió el médico.
-bueno, y ¿cómo sigue la enferma? -preguntó el marido suspirando.
-ya lo había dicho -replicó el médico- que no llegaría ni siquiera a moscú, mucho menos a Italia, sobre todo con este tiempo.
-¡qué haremos, dios mío! -exclamó el marido llevándose la mano a la frente-. ponlas por aquí -indicó en esto al camarero que entraba con las viandas.
-más hubiera valido quedarnos -repuso el médico, encogiéndose los hombros.
-pero, ¿qué podía yo hacer? -contestó el marido-. hice cuanto era posible por impedir el viaje; alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños ni mis negocios. mi mujer no quiso oírme. al contrario, seguía forjándose planes de nuestra vida en el extranjero, como si estuviera buena y sana. decirle, por otra parte, el estado en que se hallaba, sería matarla.
-y a fe que está perdida. vassily dmitriovich: es menester que usted lo sepa. no hay ser que pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. es triste, dolorosísimo, pero ¿qué remedio? nuestro deber común consiste ahora en hacerle lo más soportable posible los días que le quedan de vida. sería bueno buscar un confesor en este pueblo...
-¡ah, dios mío! ¡considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera voluntad! no, ocurra lo que ocurra, no se lo diré. usted sabe, doctor, lo buena que es ella.
-sin embargo, debe usted tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno -insistió el doctor sacudiendo significativamente la cabeza-. pues de otro modo, puede suceder algo muy grave en el camino...
-¡axiucha, axiucha, óyeme! -gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:
-axiucha, vamos a ver a la señora de shirkinsk. dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!
axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán. aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. la enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.
-¡madre mía! -exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara-. ¡qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡infunde pavor! ¿has visto, axiucha?
-¡de veras, qué flaca está la pobre! -afirmó axiucha-. ¿vamos a verla otra vez? fingiremos que vamos a la noria... ¡qué lástima, macha!
-¡dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! -exclamó macha. y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.
"se ve que he de estar hecha un horror" reflexionó la enferma. "¡dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podré quizá curarme rápidamente!"
-y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? -preguntó de pronto el marido, y se acercó al estribo masticando todavía.
"siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!", pensó la enferma, y murmuró entre dientes:
-¡bien!
-sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. y eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿no crees que sería mejor regresar?
ella guardó silencio, descontenta.
-durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños
ella, exasperada:
-perdóname, pero si yo no te hubiera escuchado podría estar a estas fechas en berlín y completamente restablecida.
-y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? tú sabes que era imposible marcharnos entonces. en cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.
-¡los niños están sanos, y yo no...!
-es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino... si estuvieras al menos en casa...
-cómo..., ¿en casa?.... ¿morir en casa? -repuso la enferma muy asustada. la palabra "morir" le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. él bajo los ojos y calló. la boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. el marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.
-¡no, yo iré de todos modos! -repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada-: padre eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo?-. y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. rezó largo tiempo ardorosamente. pero el dolor arreciaba, le oprimía paulatina, pero fatalmente, el pecho.
el cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonantes enjaezaban las bestias.
el coche estaba listo. pero el postillón no aparecía. había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero. varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.
-¡tío fedor, óigame, tío fedor! -gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.
-¡ea, buen chico, deja en paz a fedor! -dijo uno de los otros cocheros-. ¿no ves que te están esperando en el carruaje?
-¡quería pedirle sus botas! -respondió el mozo, y al decir esto sacudió la melena y se metió los guantes bajo el cinturón-. ¿dónde duermes, tío fedor? -insistió cada vez más cerca de la estufa.
-¿qué cosa dices? -inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia-. dame qué beber, hermano. ¿qué deseabas?
el mozo le tendió un jarro de agua.
-quería decirte una cosa, fedia -comenzó con reticencia-. yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿por qué no me las regalas? ¡al fin, que tú ya no has de caminar, tío fedor!...
el enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga. respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.
-¿se las has ofrecido a alguien acaso de balde? te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ir a trabajar. dime la verdad, tío fedor, ¿las necesitas?
en el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse lo acometió una fuerte tos; casi se ahogaba.
-¡cómo las ha de necesitar! ¿no ves que hace dos meses que no baja de su rincón? -gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento-. de tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. con botas no le habrán de enterrar... por más que, con perdón de dios, ya sería tiempo... miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser. habría sido prudente transportarlo a alguna otra parte. parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡y se atreven todavía a pedirme limpieza!
-¡ea, serioga, date prisa, que los señores te están esperando! -gritó desde la puerta el posadero. serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. tras breves instantes de reposo:
-puedes llevarte las botas, serioga -dijo ahogándose-. pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera -agregó con voz cada vez más hueca y apagada.
-muchas gracias, tío fedor. entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.
-¿han oído, muchachos? -insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.
-sí, sí, hemos oído -contestó uno de los cocheros.
-por dios, serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. dicen que la dama de shirkinsk se ha puesto muy grave.
serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco. las botas del tío fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche.
-¡hombre, qué botas te has comprado! -exclamó en el camino otro cochero- ¡dámelas, te las engrasaré! -agregó con la untura en la mano.
serioga, sin hacer caso, saltó al pescante y empuñó las riendas.
-oye, ¿es cierto que te las regaló?
-¡envidioso! -exclamó serioga. mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo, volvía las piernas con los troncos:
-¡hola, preciosos! -dijo, y levantó el látigo en el aire.
arrancaron los dos coches. viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.
el cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que, anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.
-perdóname, nastasia; ¿no te dice eso? -masculló condolida-. ¿qué te duele, tío?
-las entrañas, nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡dios sabe por qué!
-la garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?
-me duele todo, nastasia, es la muerte que se acerca. eso es lo único que yo sé -gimió el enfermo.
-ahora cúbrete bien los pies -dijo nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.
una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. sólo el tío fedor gemía y tosía toda la noche. hacia el amanecer se calló completamente.
-¡es extraño lo que vi en sueños! -dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana-. vi que el tío fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña. soñé que me decía: "permíteme, nastasia que te ayude" y yo le respondía. "y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío fedor?" a pesar de todas mis súplicas lo vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. en torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡pues no decían que estaba muy enfermo!" a lo cual él me respondía: "¡nada de eso, me siento muy bien!" y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. en eso estaba cuando lancé un grito y desperté.
-¡tío fedor, tío fe... dor...!
fedor no respondía.
-¡se habrá muerto! ¡vamos a ver! -dijo uno de los cocheros. la mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. el rostro estaba pálido, yerto.
-hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! -anunció el cochero desde arriba.
el pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. y por muchos días nastasia no cesó de relatar, a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.

había llegado la primavera. a lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. en los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. por todas partes caían límpidas las gotas. los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. el jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. el cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.
en una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. en esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.
cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años. sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. en la esquina, en un sillón, se hallaba recostada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente junto a ella; una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento y le abanicaba el rostro.
-que nuestro señor jesucristo sea con usted -decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta-. en nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. vaya usted a persuadirla, querida prima.
quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo:
-¡supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!
abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.
el marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. éste levantó el rostro y suspiró. su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.
-¡dios mío, dios mío! -murmuró el marido-. ¿qué haremos?
-¡es irremediable! -repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.
-y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. es para ella un golpe de muerte. seguramente no resistirá. ¡la quería tanto!- y hablando con el cura-. ¡padre, consuélela usted!
el sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo:
-es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de dios.
al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.
-¡dios es misericordioso! -siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos-. habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que maría dmitrievna. pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en moscú. yo le decía a vassily dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. para dios todo es posible.

-no, mi hija no podrá vivir más: ¡dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! -dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.
el marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. en el corredor, a los primeros pasos, se topó con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.
-¡cómo! -repuso la criada-, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?
-no, no quiere verlos, ello podría emocionarla-. el chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.
-mírala, papá -gritó el chicuelo-, parece caballo moro.
en la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. el médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. y la enferma, sentada entre cojines y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.
-no seas inocente, hermana mía -le dijo-; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. pero qué remedio, acaso dios lo habrá querido así. yodos los mortales pecamos, no se me escapa; pero tengo fe en que dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.
-¡entonces llamaremos al cura, amiga mía! te sentirás mejor cuando hayas comulgado -afirmó la prima.
la enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró:
-¡señor, perdona a esta pobre pecadora!
la prima salió a la puerta y llamó al cura.
es un ángel -dijo al marido. éste se puso a llorar. pasó el sacerdote a la alcoba. la anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja:
-gracias a dios, la enferma se muestra más tranquila. desea verlos.
entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la virgen.
-¡te felicito, esposa mía, te felicito! -interrumpió el marido.
-gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura -dijo sonriendo y serena.
-¡dios es misericordioso, omnipotente!
bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró:
-¡tú no quieres nunca hacer lo que te pido!
-¿qué cosa, ángel mío?
-cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. el señor cura conoce a un burgués. ¿por qué no mandas buscarlo?
-pero, ¿cómo se llama, amiga mía?
-¡dios mío, nunca quiere comprender! -dijo la enferma, y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. el médico, al notarlo, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil; guiñó un ojo al marido. la enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. la prima se puso también a llorar.
-¡no llores! -dijo la paciente-, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿o quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?
-¡eres un ángel, eres un ángel! -repetía la prima.
aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio en medio de la vasta sala de la residencia señorial. adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de david. la luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la frente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas. el diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada. de vez en cuando se oían, procedentes de alguna pieza contigua, voces de niños y ruido de pasos. el diácono seguía salmodiando:
-"oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo." "pero si tú rechazas su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra." "que la gloria del eterno sea por siempre celebrada."
el rostro de la muerta estaba grave y majestuoso. ni en la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.
¿comprendería ahora, al menos, la grandeza de estas palabras?

un mes después se elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente tallado. en la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y malezas, era la única señal de una existencia que pasó.
-serioga, cometes un pecado capital si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío fedor -dijo un día la cocinera al mancebo-. muchas veces has prometido hacerlo antes de que pasara el invierno. ¿por qué no cumples tu palabra? recuerda que lo prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿no has escarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? mira, si no compras pronto esa piedra, serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun de estrangularte.
-y, ¿por qué habrá de estrangularme? ¿he renunciado acaso a cumplir con lo prometido? no, nastasia, la piedra habré de comprarla. con rubio y medio salgo del apuro. lo que pasa es que no hay quien pueda traerla. ¡deje usted que se me presente una oportunidad, y acá vendrá a dar la piedra, nastasia!
-bien podrías cuando menos haberle puesto una cruz. por dios que haces mal. sobre todo que las botas te han servido, ¿no es verdad? -dijo otro de los cocheros presentes.
-y, ¿de dónde he de haber yo una cruz? ¡no voy a hacerla de un leño!
-¡vamos, hombre, qué estás diciendo! ¿no puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de éstas, de madrugada, al bosque? ¡aunque no fuera más que de fresno! de otro modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. te lo digo por experiencia. el otro día quebré un balancín. bueno, pues corté un árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable. te juro que nadie me dijo nada.

apuntaba apenas la aurora del día siguiente cuando serioga terció el hacha y se encaminó hacia el bosque. un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la tierra. insensiblemente, casi, fue acercándose al oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto de nubecillas transparentes. ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se movía. rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. una y otra rompía el silencio.
repentinamente, un ruido extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad. volvió a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. una copa vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.
abajo seguía resonando el hacha sordamente. las astillas jugosas caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. a los golpes implacables sucedió de pronto un estruendo. el árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se irguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.
desaparecieron el ruido del hacha y de los pasos. la curruca silbó otra vez y voló más alto. la rama que había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.
los árboles con sus frondas tranquilas se elevaban más majestuosamente en el anchuroso espacio. los primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo, recorriendo veloces la tierra. la niebla se resolvió en ondas, y corrió por arroyos y quebradas. el rocío brillaba juguetón sobre lo verde. las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto.

máximo gorki (alekséi maksímovich péshkov, rusia 1868 - 1936 ) // cuentos - el khan y su hijo

el khan y su hijo
por aquel tiempo reinaba en crimea el khan masolaima al-asvab, el cual tenía un hijo llamado tolaik algalla...»
de este modo comenzó a relatar una leyenda antigua -rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península- un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. algunos tártaros -con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro- estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. el sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.
la voz del mendigo era apagada y temblorosa. su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.
el khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. la belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas -siguió diciendo el ciego.
todas las mujeres del harén amaban al anciano khan; él, a su vez, las quería a todas, pero, en especial, amaba a una prisionera, hija de un cosaco de las estepas del dniéper. en el harén había más de trescientas mujeres de diferentes países; todas eran bellas como las flores en primavera; todas consentidas y mimadas. por orden del khan les solían preparar manjares exquisitos en extraordinaria abundancia y les estaba permitido tocar toda una serie de instrumentos musicales y entregarse al voluptuoso placer de la danza.
el khan, sin embargo, prodigaba más caricias a la prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y con frecuencia solía llevarla a una torre desde cuyos ventanales se dominaba la inmensidad del mar y se podían admirar pintorescos montes y valles. allí servían de un modo espléndido a la hija del cosaco, dedicándole los máximos cuidados; la colmaban de las mayores delicadezas, la alimentaban con sumo refinamiento y la obsequiaban con bordados de oro, ricas telas, piedras preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena música. y el khan le prodigaba dulces caricias de enamorado.
días enteros dedicaba el khan a la joven, descansando en la torre de las agotadoras tareas de la vida, y seguro, además, de que su hijo no comprometería el honor del reino. algalla recorría como un lobo hambriento las estepas rusas y volvía de éstas trayendo siempre un rico botín y hermosas mujeres. retornaba glorioso, dejando tras de sí, como prueba de su valor y de su fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos enteros destruidos totalmente.
una vez, al regresar el hijo del khan de una de sus hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor. invitaron a todos los príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. con el fin de demostrar la habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas a los ojos de los prisioneros. bebieron mucho por la gloria del valeroso algalla, terror de los enemigos y defensor del reino. el anciano khan sentíase orgulloso de su hijo. se deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza de que, cuando él abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.
complacido y deseando probar a su hijo el afecto que le tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de todos los invitados, alzó la copa y dijo:
-algalla, eres un buen hijo. ¡gloria a alá y bendito sea el nombre de su profeta!
todos los reunidos, haciendo un estentóreo eco con sus voces, glorificaron el nombre del profeta.
el anciano khan prosiguió:
-alá es grande. ha hecho renacer mi juventud en la persona de mi hijo, estando yo aún con vida. mis ojos de anciano advierten que cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos devoren mi corazón, mi vida se prolongará en mi hijo... ¡alá es grande y mahoma es su profeta...! tengo un buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y grande su inteligencia. algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? pídeme lo que quieras y te lo concederé.
tolaik algalla se levantó y antes de que se hubiese desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia él -con los ojos fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes como los de un águila de las montañas- manifestando:
-padre y soberano: entrégame la prisionera rusa.
por un breve instante, el khan guardó silencio. fue para reprimir el estremecimiento de su corazón. luego respondió en voz alta y firme:
-cuando acabe el banquete, será tuya.
el semblante de algalla se encendió y sus ojos de águila brillaron a causa de la inmensa alegría. se irguió y dijo al khan:
-padre, comprendo el valor del obsequio que me has hecho. lo comprendo perfectamente. soy tu esclavo; ten mi sangre gota a gota y minuto a minuto. estoy decidido a morir veinte veces por ti.
-no deseo nada -repuso el anciano, inclinando sobre el pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años de victoriosas luchas.
concluido el banquete, padre e hijo salieron juntos y silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.
la noche era oscura; no se veía la luna ni las estrellas por entre las nubes que cubrían el cielo a manera de ancho tapiz.
el khan y su hijo anduvieron durante un largo rato en silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De repente, el khan rompió el silencio, diciendo:
-día a día se va extinguiendo mi vida. cada vez late mi corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye poco a poco. el único calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas caricias de esta mujer. tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si quieres, pero déjame a la prisionera rusa. ¿te es verdaderamente indispensable? dímelo en verdad, hijo mío.
algalla guardó silencio y lanzó un suspiro.
-¿qué tiempo de vida me queda? acaso estén contados los días que he de permanecer en la tierra. y esa mujer, esa mujer que me conoce, que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es el último placer, el último goce de mi vida. si ella me falta, ¿quién me amará? ¿qué mujer dará su amor a este pobre viejo? de todas mis mujeres, ninguna desde luego, ¡algalla!
el hijo de khan continuaba callado.
-¿cómo podré vivir sabiendo que tú la abrazas? tolaik, las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer; no hay padre, ni hijo, todos sólo somos hombres, hijo mío. mis últimos días serán muy amargos. mejor hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas heridas, convirtiendo mi cuerpo en una úlcera; que se hubieran enconado, que sangrasen... sí; mejor hubiera sido todo esto, tolaik, que sobrevivir esta noche tan horrible para mí...
tampoco ahora quebró el silencio algalla. el khan y su hijo llegaron a las puertas del harén. se detuvieron y permanecieron allí, los dos silenciosos, y con la cabeza inclinada sobre el pecho, durante gran rato. en torno a ellos giraban las espesas sombras de la noche. sobre sus cabezas cruzaban las nubes por el espacio, y el viento, al azotar las hojas de los árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de lúgubres canciones.
-padre, hace ya mucho que la amo -dijo algalla en voz muy baja.
-lo sé; mas ella no te ama a ti -respondió el khan.
-al pensar en ella, se desgarra mi corazón.
-¿sabes el dolor que tengo en este momento?
de nuevo guardaron silencio ambos. el hijo del khan suspiró.
-es indudable que el sabio sacerdote ha dicho la verdad; la mujer es siempre perjudicial para el hombre. si es hermosa, el marido padece los celos del tormento, porque despierta el deseo en los demás hombres; si es fea su esposo sufre al ver la belleza de otras mujeres, y si no es hermosa ni fea, el hombre la embellece con su ilusión. cuando ésta se desvanece y el hombre comprende que ha vivido engañado, padece por la decepción y por la falta de hermosura de su mujer -dijo por último, algalla.
-la sabiduría no es un remedio para las penas del alma -balbuceó el khan.
-en tal caso, compadezcámonos uno del otro, padre -respondió algalla.
el khan levantó la cabeza y miró a su hijo con triste expresión.
-matémosla -propuso algalla.
-te estimas más que a ella o a mí -dijo el anciano serenamente y con aire reflexivo.
y añadió después:
-no obstante, la amas también.
se produjo un nuevo silencio.
-sí, sí, también la amas tú -exclamó el khan, que, por su dolor, parecía haberse convertido en un niño.
-entonces, ¿qué, la mataremos?
-no te la puedo entregar; me resulta imposible -exclamó el khan.
-y yo no puedo sufrir más; dámela o arráncame el corazón.
el anciano guardó silencio.
-arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -propuso otra vez algalla.
-arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -repitió el khan como si fuese el eco de su hijo.
penetraron en el harén, pasaron a la estancia donde dormía la prisionera rusa, tendida sobre un precioso tapiz. se detuvieron ante la mujer y estuvieron largo rato contemplándola.
por las mejillas del anciano khan resbalaron gruesas lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada brillaron como perlas, mas su hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida, rechinando los dientes y con los ojos despidiendo fulgores despertó con brusquedad a la prisionera. los ojos de la joven se entreabrieron como dos lirios azules en su sereno semblante rosado. no advirtió la presencia de algalla, extendió sus brazos hacia el khan, le ofreció sus labios rojos como la flor de un granado y le dijo con suave acento:
-abrázame, vieja águila.
-prepárate; tienes que acompañarnos -dijo el anciano en voz baja.
entonces descubrió la muchacha la presencia del hijo del khan y vio que su vieja águila tenía los ojos humedecidos. como era inteligente y sagaz, lo comprendió todo.
-ahora voy; ahora voy. han decidido que ni de uno ni de otro, ¿no es así? ésta es la única decisión de los hombres que tienen un corazón firme. ahora voy -dijo.
los tres se dirigieron en silencio hacia el mar, por unas estrechas veredas. el viento soplaba con furia.
la joven era delicada y no tardó en cansarse; sin embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. el hijo del khan advirtió que la muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con delicado acento:
-¿tienes miedo?
los ojos de la prisionera centellearon; miró con desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una palabra, le mostró sus pies ensangrentados.
-te llevaré -dijo algalla tendiéndole los brazos.
la muchacha, empero, se abrazó al cuello de su águila. el anciano khan la tomó en sus brazos como si se tratase de una pluma y siguió camino adelante, en tanto que la prisionera apartaba, con gran cuidado, las ramas que hubieran podido molestarle, arañarle el rostro o herirle los ojos. algalla los seguía por la estrecha senda. al observar la solicitud de la joven, dijo al khan:
-déjame ir delante, porque siento deseos de atravesarte con mi puñal.
-pasa, algalla. alá te castigará o te perdonará por esto según sea su voluntad. yo que soy tu padre, te perdono, pues sé lo que es el amor.
llegaron al monte; a sus pies se extendía el mar, negro, profundo, inmenso. las olas entonaban lúgubres cánticos cuando se estrellaban, deshaciéndose, contra las rocas. aquella escena aterrorizaba el corazón y helaba las entrañas.
-adiós -dijo el khan, abrazando a la joven.
-adiós -dijo también algalla, inclinándose ante ella.
la prisionera contempló un momento el mar, donde las olas cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó:
-échenme al fondo.
el hijo del khan lanzó un profundo gemido y le tendió los brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre los suyos y la abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho. luego, levantándola por encima de su cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a las profundidades del mar.
las olas bramaron de un modo tan salvaje y fúnebre que ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la prisionera al caer al agua.
no se oyó ni un grito ni un quejido, ni siquiera un suspiro. el khan se inclinó sobre las rocas y, silencioso, miró hacia el horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el mar se confundió con las nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas por las ráfagas del viento que también azotaban las barbas del anciano. algalla, de pie al lado de su padre, ocultaba su rostro entre las manos, silencioso e inmóvil como una estatua.
de este modo permanecieron dos horas. en el espacio seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran tan sombrías y lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba sobre aquella roca que dominaba el mar.
-vámonos, padre -se atrevió a decir algalla.
-aguarda -balbució el khan, que parecía oír algo.
volvió a pasar mucho tiempo. las olas seguían bramando y el viento ululaba por entre las rocas y los troncos huecos de los árboles.
-vamos, padre.
-aguarda un poco.
tolaik algalla repitió varias veces estas dos palabras.
el anciano khan, inmóvil, seguía en el sitio donde acababa de perder la última dicha de su vida. por último, se puso en pie altivo y frunció el ceño y exclamó:
-vámonos.
padre e hijo emprendieron el camino de regreso. pero, a los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:
-pero, ¿a qué volver? ¿adónde ir ahora? ¿cómo viviré a partir de este momento si esa mujer constituía mi vida? soy viejo; ninguna mujer me amará ya. el hombre que no es amado, no tiene ningún fin en esta vida.
-padre, tienes gloria; dispones de riquezas.
-¡por uno de sus besos lo hubiese dado todo! ¡la gloria y las riquezas! ¡nada hay en el mundo como el amor de una mujer! ¡el hombre que no tiene el amor de una mujer está muerto; es un mendigo que arrastra una vida triste y mísera! ¡adiós, tolaik! ¡que alá te bendiga! ¡que su bendición te acompañe durante toda tu vida!
el anciano khan se volvió en dirección al mar.
-¡padre! ¡padre! -exclamó algalla.
no pudo decirle nada más, pues nada se le puede decir a quien la muerte sonríe.
-¡déjame!
-pero alá...
-ya lo sabe.
el khan corrió hacia el borde de la roca y se lanzó al abismo. algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo. tampoco esta vez se oyó nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un suspiro, ni el ruido del cuerpo al caer al agua.
las olas seguían bramando con fúnebre entonación y el viento seguía entonando sus cánticos salvajes. el hijo del khan permaneció mucho rato mirando al mar. luego exclamó en voz alta:
-¡oh, alá, dame un corazón tan grande y tan firme como el de mi padre!
algalla se alejó envuelto en las espesas sombras de la noche...
de este modo murió masolaima-el-asvab, khan de crimea, dejando como heredero a su hijo tolaik algalla...