martes, 19 de enero de 2010

el hombre absurdo - a. camus


El mito de Sísifo
Albert Camus

El hombre absurdo

“si Stavroguin cree, no cree que cree. Si no cree, no cree que no cree”
F. Dostoievski, Los poseídos

La comedia

“El espectáculo –dice Hamlet-es la trampa donde atraparé la conciencia del rey.” Atrapar está bien dicho, pues la conciencia va rápidamente o se repliega. Hay que cazarla al vuelo, en ese lugar, apenas sensible donde echa sobre sí misma una mirada fugitiva. Al hombre cotidiano no le gusta retrasarse. Todo lo apremia, por el contrario. Pero, al mismo tiempo, nada le interesa más que él mismo, sobre todo lo que podría ser. De ahí su afición al teatro, al espectáculo, donde se le proponen tantos destinos cuya poesía percibe sin sufrir su amargura. En eso, por lo menos, se reconoce al hombre inconciente, que continúa apresurándose hacia no se sabe qué esperanza.
El hombre absurdo empieza donde aquél termina, donde, dejando de admirar el juego, el espíritu quiere intervenir en él. Penetrar en todas esas vidas, experimentarlas en su diversidad es propiamente representarlas. No digo que los actores en general obedezcan ese llamamiento, que sean hombres absurdos, sino que su destino es un destino absurdo que podría seducir y atraer a un corazón clarividente. Es necesario sentar esto para que se entienda sin contrasentido lo que va a venir.
El actor reina en lo perecedero. Entre todas las glorias, la suya es, como se sabe, la más efímera. Así se dice, por lo menos, en la conversación. Pero todas las glorias son efímeras. Desde el punto de vista de Sirio, las obras de Goethe se habrán convertido en polvo y su nombre se habrá olvidado dentro de diez mil años. Algunos arqueólogos buscarán, quizá, testimonios de nuestra época. Esta idea ha sido siempre docente. Bien meditada, reduce nuestras agitaciones a la nobleza profunda que se encuentra en la indiferencia. Sobra todo, dirige nuestras preocupaciones hacia lo más seguro, es decir, hacia lo inmediato. De todas las glorias, la menos engañosa es la que se vive.
El actor ha elegido, por lo tanto, la gloria innumerable, la que se consagra y se experimenta. El es quien saca la mejor conclusión de que todo debe morir un día. Un actor triunfa o no triunfa. Un escritor conserva una esperanza aunque sea desconocido. Supone que sus obras atestiguarán lo que fue. El actor nos dejará todo lo más una fotografía, y nada de lo que era él, sus gestos y sus silencios, su corto resuello o su respiración amorosa, llegará hasta nosotros. Para él no ser conocido es no representar, y no representar es morir cien veces con todos los seres que habría animado o resucitado.