domingo, 30 de diciembre de 2012

george quaintance (estados unidos, 1902 - 1957) // pioneer of gay iconography - cowboys drawings















jueves, 29 de noviembre de 2012

morton feldman (estados unidos, 1926 - 1987) // for christian wolff

wayne mcgregor (reino unido, 1970 - ) // III 'limen' (kaija saariaho; barry wordsworth, royal oper...

wayne mcgregor (reino unido, 1970 - ) // II 'infra' (max richter; barry wordsworth, royal opera ho...

wayne mcgregor (reino unido, 1970 - ) // I 'chroma' (joby talbot; barry wordsworth, royal opera ho...

miércoles, 28 de noviembre de 2012

sidi larbi cherkaoui (bélgica, 1976 - ) // Faun. 2

sidi larbi cherkaoui (bélgica, 1976 - ) // Faun. 1

martes, 27 de noviembre de 2012

morton feldman (estados unidos, 1926 - 1987) // crippled symmetry

la sylphide // ballet de la ópera de parís 2004

bauhaus // triadisches ballett

domingo, 18 de noviembre de 2012

chris boger // justine (marquis de sade)

pier paolo pasolini (italia, 1922 = 1975) // saló o los 120 días de sodoma (full version)

marco ferreri (italia, 1928 - 1997) // Il banchetto di platone, dialoghi sull'amore, 1989

carmelo bene (italia, 1937 - 2002) // pinocchio

carmelo bene (italia, 1937 - 2002) // canto notturno di un pastore errante dell'asia di giacomo leopardi

jeff bark (estados unidos, 1963 - ) // fotos













sábado, 17 de noviembre de 2012

[31.33] - manifiesto. 1

[31.33]teatro
manifiesto.
[31.33] es [31.33]
[31.33] es movimiento que se.
[31.33] es movimiento que no se ve.
[31.33] es palabra en movimiento.
[31.33] es máquina teatral.
[31.33] es huella.
[31.33] es marca.
[31.33] es dispositivo inmóvil.
[31.33] es organismo viviente.
[31.33] es estructura fija y fijada.
[31.33] es mapa.
[31.33] es territorio.
[31.33] es la incertidumbre anclada en la provisionalidad.
[31.33] es la provisionalidad disfrazada de verdad.
[31.33] es potencia y es acto de un o varias potencias.
[31.33] es abstracción de concreciones múltiples.
[31.33] es concreción de abstracciones múltiples.
[31.33] es traducción.
[31.33] es estilización.
[31.33] es simplificación de lo complejo
[31.33] es barroquización de los sencillo
[31.33] es estructura firme que sostiene.
[31.33] es contenido que se desarrolla.
[31.33] es apolíneo.
[31.33] es dionisiaco.
[31.33] es idea.
[31.33] es materia.
[31.33] no es figura pero sí es fondo.
[31.33] no es fondo, pero sí figura.
[31.33] no es teatro.
[31.33] no es danza.
[31.33] es teatro.
[31.33] es danza.
[31.33] es más que teatro.
[31.33] es más que danza.
[31.33] es conceptual.
[31.33] es síntesis.
[31.33] es síntesis conceptual.
[31.33] es síntesis material.
[31.33] es dialéctica en funcionamiento perpetuo.
[31.33] es movimiento de lo inmóvil.
[31.33] es inmovilidad del torbellino.
[31.33] es grito en el silencio.
[31.33] es silencio en la multitud.
[31.33] es poesía dura.
[31.33] es política.
[31.33] es social.
[31.33] es rito de la comunidad.
[31.33] es polisemia.
[31.33] es unidad de sentido.
[31.33] es ética.
[31.33] no es didáctica.
[31.33] no explica nada.
[31.33] no responde.
[31.33] pregunta.
[31.33] es un acto vivo en el instante.
[31.33] es integral
[31.33] es integradora
[31.33] es pura posibilidad.
[31.33] es elección antes y después de ser.
[31.33] es la revolución del espacio, del tiempo y del acto teatral.
[31.33] es señalamiento.
[31.33] es distancia.
[31.33] es cercanía.
[31.33] es la vindicación del silencio.
[31.33] es silencio.
[31.33] es relectura de los antiguos.
[31.33] es repaso de los modernos.
[31.33] es espacio lleno de vacío.
[31.33] es ensordecedoramente callado.
[31.33] es un aullido bajo el mar.
[31.33] es lo que es.
[31.33] es calvinismo teatral.
[31.33] es invención y revisitación.
[31.33] es texto.
[31.33] es palabra.
[31.33] es el momento presente.
[31.33] es el pasado del futuro.
[31.33] es teoría llevada a la práctica.
[31.33] es banco de prueba de teorías inaplicables.
[31.33] es teatro del hoy.
[31.33] es teatro del hic et nunc.
[31.33] es célibe.
[31.33] es virgen.
[31.33] es promiscuo.
[31.33] es oscuro en su luminiscencia.
[31.33] es luminoso en sus entrañas.
[31.33] es un sendero que no lleva a ningún lado
[31.33] es un camino que camina con el caminante que lo camina.
[31.33] es convención consciente.
[31.33] es la correspondencia misteriosa de los planos de la realidad.
[31.33] es realidad.
[31.33] es el maquillaje del cuerpo humano al natural.
[31.33] es desnudez del alma.
[31.33] es desnudez del teatro.
[31.33] es desnudez del espíritu.
[31.33] es [31.33] 

martes, 13 de noviembre de 2012

carta de garcía lorca sobre la función del arte

Queridos amigos:
 Hace tiempo hice firme promesa de rechazar toda clase de homenajes, banquetes o fiestas que se hicieran a mi modesta persona; primero, por entender que cada uno de ellos pone un ladrillo sobre nuestra tumba literaria, y segundo, porque he visto que no hay cosa más desolada que el discurso frío en nuestro honor, ni momento más triste que el aplauso organizado, aunque sea de buena fe. Además, esto es secreto, creo que banquetes y pergaminos traen el mal fario, la mala suerte, sobre el hombre que los recibe; mal fario y mala suerte nacidos de la actitud descansada de los amigos que piensan: "Ya hemos cumplido con él". Un banquete es una reunión de gente profesional que come con nosotros y donde están, pares o nones, las gentes que nos quieren menos en la vida. Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: "¿A que no tienes valor de hacer esto?" "¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje ?" "¿A que no te atreves a contar la desesperación de los soldados enemigos de la guerra?". Exigencia y lucha, con un fondo de amor severo, templan el alma del artista, que se afemina y destroza con el fácil halago. Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rosas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido. Huyendo de sirenas, felicitaciones y voces falsas, no he aceptado ningún homenaje con motivo del estreno de Yerma; pero he tenido la mayor alegría de mi corta vida de autor al enterarme de que la familia teatral madrileña pedía a la gran Margarita Xirgu, actriz de inmaculada historia artística, lumbrera del teatro español y admirable creadora del papel, con la compañía que tan brillantemente la secunda, una representación especial para verla. Por lo que esto significa de curiosidad y atención para un esfuerzo notable de teatro. doy ahora que estamos reunidos, las más rendidas, las más verdaderas gracias a todos. Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro de acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado. donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre. Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido, histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama "matar el tiempo". No me refiero a nadie ni quiero herir a nadie; no hablo de la realidad viva, sino del problema planteado sin solución. Yo oigo todos los días, queridos amigos, hablar de la crisis del teatro, y siempre pienso que el mal no está delante de nuestros ojos, sino en lo más oscuro de su esencia; no es un mal de flor actual, o sea de obra, sino de profunda raíz, que es, en suma, un mal de organización. Mientras que actores y autores estén en manos de empresas absolutamente comerciales, libres y sin control literario ni estatal de ninguna especie, empresas ayunas de todo criterio y sin garantía de ninguna clase, actores, autores y el teatro entero se hundirá cada día más, sin salvación posible. El delicioso teatro ligero de revistas, vodevil y comedia bufa, géneros de los que soy aficionado espectador, podría defenderse y aun salvarse; pero el teatro en verso, el género histórico y la llamada zarzuela hispánica sufrirán cada día más reveses, porque son géneros que exigen mucho y donde caben las innovaciones verdaderas, y no hay autoridad ni espíritu de sacrificio para imponerlas a un público al que hay que domar con altura y contradecirlo y atacarlo en muchas ocasiones. El teatro se debe imponer al público y no el público al teatro. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de sangre, de gran autoridad, porque el público de teatro es como los niños en las escuelas: adora al maestro grave y austero que exige y hace justicia, y llena de crueles agujas las sillas donde se sientan los maestros tímidos y adulones, que ni enseñan ni dejan enseñar. Al público se le puede enseñar, conste que digo público, no pueblo; se le puede enseñar, porque yo he visto patear a Debussy y a Ravel hace años, y he asistido después a las clamorosas ovaciones que un público popular hacía a las obras antes rechazadas. Estos autores fueron impuestos por un alto criterio de autoridad superior al del público corriente, como Wedekind en Alemania y Pirandello en Italia, y tantos otros. Hay necesidad de hacer esto para bien del teatro y para gloria y jerarquía de los intérpretes. Hay que mantener actitudes dignas, en la seguridad de que serán recompensadas con creces. Lo contrario es temblar de miedo detrás de las bambalinas y matar las fantasías, la imaginación y la gracia del teatro, que es siempre, siempre, un arte, y será siempre un arte excelso, aunque haya habido una época en que se llamaba arte a todo lo que nos gustaba, para rebajar la atmósfera, para destruir la poesía y hacer de la escena un puerto de arrebatacapas. Arte por encima de todo. Arte nobilísimo. y vosotros, queridos actores, artistas por encima de todo. Artistas de pies a cabeza, puesto que por amor y vocación habéis subido al mundo fingido y doloroso de las tablas. Artistas por ocupación y preocupación. Desde el teatro más modesto al más encumbrado se debe escribir la palabra "Arte" en salas y camerinos, porque si no vamos a tener que poner la palabra "Comercio" o alguna otra que no me atrevo a decir. Y jerarquía, disciplina y sacrificio y amor. No quiero daros una lección, porque me encuentro en condiciones de recibirlas. Mis palabras las dicta el entusiasmo y la seguridad. No soy un iluso. He pensado mucho, y con frialdad, lo que pienso, y, como buen andaluz, poseo el secreto de la frialdad porque tengo sangre antigua. Yo sé que la verdad no la tiene el que dice "hoy, hoy, hoy" comiendo su pan junto a la lumbre, sino el que serenamente mira a lo lejos la primera luz en la alborada del campo. Yo sé que no tiene razón el que dice: "Ahora mismo, ahora, ahora" con los ojos puestos en las pequeñas fauces de la taquilla, sino el que dice "Mañana, mañana, mañana" y siente llegar la nueva vida que se cierne sobre el mundo.

jueves, 8 de noviembre de 2012

antonio vivaldi (italia, 1678 - 1741) // complete cello concertos (by ofra harnoy)

yo-yo ma (francia, 1955 - ) // cello suites

johann sebastian bach (alemania, 1685 - 1750) // brandenburg concertos, bwv 1046, 1047, 1048, 104...

johann sebastian bach (alemania, 1685 - 1750) // complete preludes and fugues for organ

johann sebastian bach (alemania, 1685 - 1750) // organ works

xin peng wang // bolero

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // consagración de la primavera

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // vollmond

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // lilies of the valley

martes, 6 de noviembre de 2012

wolfgang amadeus mozart (austria 1756 - 1781) // requiem (by john eliot gardiner)

lunes, 5 de noviembre de 2012

leonardo favio (argentina, 1938 - 2012) // el dependiente

leonardo favio (argentina, 1938 - 2012) // romance del aniceto y la francisca

leonardo favio (argentina, 1938 - 2012) // nazareno cruz y el lobo

balanescu quartet // no time before time

balanescu quartet // turning wheels

balanescu quartet // lullaby dream

balanescu quartet // mother

balanescu quartet // life and death

viernes, 26 de octubre de 2012

georg friedrich händel (alemania, 1685 - 1759 // alcina

jueves, 25 de octubre de 2012

giuseppe verdi (italia, 1813 - 1901) // la traviata

wolfgang amadeus mozart (austria, 1756 - 1791) // die zauberflöte

Alban Berg (austria, 1928 - 1935) // lulú

domingo, 21 de octubre de 2012

annie lennox (reino unido, 1954 - ) // why?

martes, 16 de octubre de 2012

dv8 // the cost of living

sasha waltz (alemania, 1963 - ). 4

sasha waltz (alemania, 1963 - ). 3

sasha waltz (alemania, 1963 - ). 2

sasha waltz (alemania, 1963 - ). 1

jiří kylián (rep. checa, 1947 - ) // petite mort. 2

jiří kylián (rep.checa, 1947 - )// petite mort. 1

jiří kylián (rep. checa, 1947- ) // black & white (by the netherlands dance theatre)

sábado, 6 de octubre de 2012

antony & the johnsons // i fell in love with a death boy

antony & the johnsons // her eyes are underneath the ground

antony and the johnsons // crazy in love

claudio monteverdi (italia, 1567 - 1643) // vespro della beata vergine



pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // ein neues stëck von von pina bausch (wuppertal at lisabonn). 4

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // ein neues stëck von von pina bausch (wuppertal at lisabonn). 3

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // ein neues stëck von von pina bausch (wuppertal at lisabonn). 2

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // ein neues stëck von von pina bausch (wuppertal at lisabonn). 1

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // cafe müller

pina bausch (alemania, 1940 - 2009) // palermo

pina bauch (alemania, 1940- 2009) & christoph willibald gluck (alemania, 1714 - 1787) // dance of the blessed spirits

viernes, 5 de octubre de 2012

24 hours (dark orange) // he sea is my soul

gabriel e. baliotte // teatro de la síntesis dialéctica.2

Teatro de la síntesis dialéctica.2

sería posible, sino en la práctica al menos analíticamente, estudiar una secuencia de producción de un hecho artístico? creemos que sí.
proponemos lo siguiente: habría un proceso mental que daría como resultado una idea, esa idea generaría un pensamiento, ese pensamiento se plasmaría en un acto, ese acto, ese acto llevado a la práctica sería un actante y encarnado o traducido por un intérprete daría como resultado la actuación (entendiendo actuación, como la de cualquier intèrprete de cualquier arte escénico) y todo este proceso se valida en un espacio determinado, se valida porque se lo nombra como tal y en un tiempo determinado porque se lo nombra como tal.
en consecuencia, se podría arriesgar que la actuación, en cualquier rama del arte, es tal en tanto se la nombra como tal y no por el producto que deriva de la secuencia antes descripta.

gabriel. e. baliotte // teatro de la síntesis dialéctica. 1

teatro de la síntesis dialéctica. 1

el actor en movimiento, decía vsevolod meyerhold, es la base y único justificativo y razón de ser del teatro. la rigurosidad, profundidad doliente en la búsqueda de independencia y ruptura con lo establecido (la crueldad) es el fundamento del teatro para antonin artaud. ambos ponen al movimiento, (de los intérpretes y del conjunto espectacular), meyerhold habla específicamente de la danza y artaud pone a las danzas del s.e. de asia como modelo de perfección, como el sustrato, la apoyatura del hecho escénico, y de la palabra.
por esto mismo, podríamos decir que el movimiento del cuerpo de un intérprete (no hablamos ni de actores ni de bailarines, sino de intérpretes, porque traducen el sistema de signos del espectáculo con su cuerpo para que un otro, el espectador, elabora otro sistema de signos a partir del primero, deconstrucción y reconstrucción propio haciendo de cada espectador (tampoco hablaremos de público) u otro intérprete) en buena forma física, entrenado correctamente (capaz de soportar la acción sin agotarse, recargándose de energía en un proceso de homeostasis y dialéctica constante del intérprete con el hecho espectacular y sus compañeros intérpretes) y en disponibilidad para desarrollar las acciones dramáticas correspondientes sería la condición sine qua non para que exista el teatro. la voz, palabras, gritos, sonidos, son también un movimiento y debería ser tratada como tal. la palabra es el movimiento que no se ve y sólo debería usarse cuando tanto el cuerpo físico como el emocional no puedan expresar el estado de ánimo, la situación o sentimiento a representar, pero no ilustrándolo sino tratándolos como ese movimiento que no se puede ver. el no movimiento no es la inmovilidad
la no-palabra no es el silencio
el no.movimiento es el movimiento absoluto.
la no palabra es la palabra absoluta.
tanta es la energía concentrada en ellos que son injuzgables, son la perfección.

martes, 2 de octubre de 2012

sidi larbi cherkaoui (bélgica - ) // in memoriam

viernes, 21 de septiembre de 2012

billie holiday (estados unidos,1915 1959) // for all we know

jueves, 20 de septiembre de 2012

héctor germán oesterheld (argentina, 1919 - desaparecido desde 1977) // cuentos - una muerte

una muerte
yo andaba investigando la muerte del Jon.
 Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos.
No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos.
Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera.
Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marro­nes. Grandes y chicos.
 Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido.
De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
—Hace tres días... —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo. —¿Amigo suyo?
 Asentí. —¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
Volví a asentir.
—Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío.
—Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
 —Por supuesto. —
Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
—Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon. —Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
—¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
 —Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
 —Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
"—¿Por los pájaros? —le pregunté. "
—Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
"Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí. "—Gracias... —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales...
 "Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
 "—Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
"Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o..."
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
—Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
"—El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... Por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
"—No lo sé —le dije por decir algo—. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
 "—Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agre­gó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
"Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
 "—¿Quiere agua?
¿Está realmente cómodo?
"No me contestó.
 "Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
"Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí.
 "Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
"La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa.
"No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto.
 "Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. "Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?" Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
—Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
 Me tendió la mano.
Vacilé un momento, le tendí la mía.
Sonrió al sentir la presión de los siete dedos.
Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta.
Bajé los escalones, me fui por el juncal.
Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante.
Aunque no está tan lejos, pensándolo bien.
Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?

Expansiva II: "La tensa calma de la superficie"

sara gallardo (argentina, 1931 - 1988) // cuentos - en la montaña

en la montaña
"si dejo de mirarlo." y dejaba de mirarlo vaya a saber por cuánto rato. estaban mis heridas. estaba el sol, también. a esa altura el sol es otro, no imaginable. correspondiendo, la sombra también es otra. buscar reparo es meterse en el hielo; buscar abrigo, ir a la hoguera. así se muere, de dos zarpazos, en la indi­ferencia de la montaña. sin cordillera, sin cóndores, sin sol, sin sombra, las heridas hubieran seguido, estando: mi pierna rota, mi bra­zo roto, mis costillas rotas, algo en el costado de la cara. y estaba la sed. la sed valía por todo. alrededor, picos nevados, cortes de carne cruda, pampas de oro falso como la muerte. ¿por qué estaba solo? una herradura cerca de mi pie, un cañón, eran mi compañía. ni un cadáver, ni una voz, ni un arma. y el cóndor esperando. pensé: estoy muerto. el dolor me desmintió. comprendí que me había desbarrancado, a no du­dar por culpa de la mula. siempre nos odiamos. habrá caído, de pura maldad, arrastrando pedruscos, arras­trándome, el cañón saltaría de su lomo. podía jurarlo: siguió de largo —la herradura era su tarjeta de despedi­da—, y estaba más abajo según insinuaba el atareo de los cóndores sobre algo cercano. si podía alegrarme me alegré. sirvieron de señal, supongo, los cóndores. abrí los ojos —la luz había cambiado—, una mordaza me ahogaba, era mi lengua. un hongo se deslizaba a mi lado, o tortuga (volví a pensar que estaba muerto), o más bien figura humana bajo un cuero, furtiva, encor­vada, armada. luchaba con los cóndores por la mula. dije: —por dios... no me salió la voz. grité: —hermano, por el amor de dios. el recuerdo siguiente es la oscuridad, sin sed, atado como un salame. hay un ruidito: chac-chac. es mi yes­quero. una pequeña llama surge, veo al ser, veo un brillo en su frente calva. se inclina a hacer fuego. el fuego se levanta. él solloza inclinado ante la llama. es de día. el lugar resulta ser una cueva. sigo atado —medicinalmente— con tiras de cuero peludas. unas ro­cas cierran la entrada. a cierta hora las oigo remover, cierro los ojos, espío. el personaje envuelto en cueros de pelambre pálida vuelve a clausurar la entrada; antes de mirarme se concentra en el rescoldo, que le interesa mu­cho más que yo. ¿por qué me cuesta decir el hombre? su emoción an­te el fuego, su cuidado por mí son bien humanos. su calvicie habla de sangre blanca. algo me lo vuelve temi­ble.ante todo, su negativa a hablar. frente a él cambio. yo, espontáneo, me vuelvo astuto. corajudo, le temo. agradecido, me obliga al rencor. dos recuerdos más: días en que ahumó los pedazos de mula arrancados a los cóndores, la papilla con que me alimentó. al restablecerme descubrí que era carne de la mula masticada por él. pasaron meses. ceñudo, gigante, ojos celestes pegados a la nariz de pico rojo, agazapado ante el fuego. y yo que­riendo hacerlo hablar cuento historias, canto, hasta recito décimas, para nada. sordomudo, ni pensarlo. cuántas ve­ces no le hablé sobresaltándolo con el sonido, haciéndole volver la espalda furioso. mi batalla era hablarle. la de él, callar. como no pudo convencerme, una vez me tiró una piedra. pequeña, pero de efecto suficiente sobre mis heri­das. acepté el silencio. era renunciar a la amistad. español, decidí. vasco, montañés. desertor. a co­mo yo, un desecho. ¿qué me lo decía? lo de vasco, su físico. lo demás, sensaciones. llegué a pensar que mi uniforme le impedía hablar­me. gusano que roía el imperio. pero allá arriba, ¿qué era esto? sonaba a nada. la verdad para mí era que se negaba a lo humano. a pesar de que me había salvado a costa de muchos trabajos éramos enemigos. por eso, por el silencio. pero ¿por qué quería callar? para dormir desaparecía en un rincón, supuse que la cueva hacía un codo, después lo comprobé. el miedo —como si la montaña con toda su maldad se hubiera concentrado en su persona— hizo que al me­jorar me fingiera más débil de lo que estaba. cuando sa­lía y todo ruido se extinguía —menos el viento y los ru­mores de la altura— me atrevía a sentarme. después me arrastré, gimiendo, comprendiendo que mi salud estaba lejos, que debía entregarme al tiempo y a mi anfitrión si quería vivir. entregarme, qué palabra. Entregarse es hablar, decir su nombre, ponerse al tanto. cuando pude dar unos pasos vi su yacija, sus teso­ros: el cañón, correajes, restos de uniformes, de armas patriotas y españolas, el arnés de la mula, herramientas de piedra. pasaba horas y horas solo. él salía de caza. com­prendí que en previsión del invierno. ¡el invierno! fui herido en primavera, y ya el frío no se aguantaba en el vivac, qué decir en las marchas. el invierno. me aferra­ba a la cueva como al vientre de mi madre. morir no es cosa rara. pero en la montaña... vamos a la primera nevada. el frío en la cueva era de solemnidad. me incorporé como cada vez que él salía. qué mareos, me apoyé en la roca. flexioné como siempre las piernas y los brazos. una pierna y un brazo. los otros eran un par de estacas. había jurado poder más que ellos y me pasaba las horas friccionándolos, obligándolos a ceder. resistían pero había progreso. y ese progre­so era mi idea fija, el sentido de mis días. la luz distinta me hizo espiar el exterior. vi la neva­da reciente. vi las huellas. casi redondas. un codo de diámetro. con un pul­gar aparte y el resto indeciso. bípedas, descalzas. a juz­gar por el hundimiento de la nieve el peso del dueño iba en proporción. me puse a temblar como una liebre. Imaginé el olfa­to del monstruo, mi debilidad. Imaginé a mi salvador afuera, a su merced. estaba por arrastrarme en busca del sable cuando las piedras de la entrada se movieron. retrocedí hacia el fuego dispuesto a incendiar la manta co­mo primera defensa; pero apenas vislumbré la mano envuelta en tiras de lana que ya conocía volvió a primar la astucia, me eché al suelo bajo la manta, fingí dormir. esta vez me estudió antes que al fuego. es verdad, yo no estaba en el sitio de siempre, pero era natural bus­car calor con ese clima. quería asegurarse de algo a mi respecto. su respiración era contenida, no agitada. él, que venía de ver las huellas, quería cerciorarse de mi sueño. sabía del monstruo. sólo le preocupaba saber si yo sabía. me sacudió.fingí despertar aunque mi pulso brin­caba. señaló mi rincón. señalé las brasas. enseguida, para no contagiarme su habla por señas: —desde hoy pienso dormir cerca del fuego. hizo que no, las mechas grises que bordeaban su calva le barrían los hombros. arrancó la manta, la tiró a mi rincón. sigue un período en el que hubo algunos cambios. mis piernas empezaron a funcionar mejor, mi brazo res­pondía. era algo que él parecía estar esperando. inició un trabajo de herrería que al principio no entendí. caños de fusil por pinzas, piedras por yunques. y el fuego, na­turalmente. y un fuelle que había cosido con cueros an­te mis ojos sin que me percatara de su uso. empecé a admirarlo. como esclavista en primer término. yo había nota­do que las gentes de montañas, las gentes de europa, trabajaban como seres sin corazón, todo el tiempo. me tu­vo con ese fuelle durante un millar de horas. se trataba de convertir mi cañón en otra cosa. y lo logró. lo logra­mos. en un par de palas, de especies de palas. si habremos paleado nieve. a veces pensaba en las huellas como en una alucina­ción. a veces oía un ruido y saltaba a defenderme. y veía como si ocurriera la escena de mi sable quebrado como paja entre las manos de un oso, de un mastodonte que se abalanza sobre mí, veía sus colmillos. un día era peludo, otro cubierto de escamas, otro un gigante que agarraba en cada mano a un hombre y de un mordisco les rebanaba la cabeza. el fuego era mi idea: brasas a los ojos para empezar, una antorcha en seguida al ho­cico, al pecho, a la panza. oía su alarido. lo veía, retro­cediendo, encogido, las garras retraídas. y nunca hablé de él. solo, sobando cueros, sacando tientos, cosiendo, ahumando carnes (mi actividad era doméstica; no esta­ba bien visto que saliera), pensaba. Imaginaba muchas cosas. la luz del día, cómo nos equilibra. yo vivía en pe­numbras. imaginé que mi hombre había domesticado al monstruo y lo hacía cazar para nosotros. Imaginé dema­siado. pretextando el viento rodeé mi cama de piedras, quería tener proyectiles a mano. cómo salté hacia ellos esa noche. horrible, una voz me despertó. clamaba con mil ecos. el monstruo. no. un resplandor sereno echaba el rescoldo bajo las bóve­das oscuras. todo tranquilo. salvo esa voz, esos ecos, salvo el idioma no de gente, en que flotaban vocablos conocidos: maría luisa, cayetano. mi compañero soñaba en vascuence. me acostumbré a tantas cosas en aquel tiempo que ­acostumbrarme a sus sueños no fue un esfuerzo del otro mundo. del otro mundo eran su voz, su idioma, el re­sonar. y el frío. En una de mis inspecciones descubrí un hueco ta­pado con pedrisca, y muy sobado, el documento mili­tar de miguel cayetano echeverrigoitía, nacido en hornachuelos, vizcaya, soldado del 4 de Infantería ca­zadores del rey. qué inteligente me sentí. hasta llegué a reírme. yo, a su merced, me sentí por un instante su dueño. eso me despertó la locuacidad, caída hasta el mono­sílabo, y en forma inesperada: conté chistes subidos. nunca me divirtieron; en los vivacs se oyen demasiados. los repetí uno por uno. mi intención era despertar algo en él, no sabía bien qué. risa. eso, la risa; después de la palabra, es lo más humano (si se exceptúa la traición). Sentí que una risa, una sonrisa, pueden ser aurora de una palabra. una palabra, y el murallón de su locura podía caer. lo estoy viendo esa noche, en la luz rojiza, un hueso metido en la boca como una flauta mientras sorbe la médula. los chistes, no le hacen gracia. su respiración se agita. lamento la posibilidad de haber removido su lu­juria. callo, tristísimo. me fijé fecha para hablarle del monstruo. “mañana ape­nas amanezca.” el amanecer es la mentira más cruel de la montaña. hasta parece inocente; hasta bello. no hubo amanecer. desperté sin luz. la nieve nos bloqueaba. ni pensar en las palas. sepultados. él parecía tranquilo. decidí estarlo también. si ha­bía que morir que fuera dignamente. mi objeción: ya que era mi sino morir en la montaña, por qué no antes, en el desfiladero, entre el cañón y la herradura; por qué esta relación en la caverna, esta curación para llegar a lo mismo. bien. no había cóndores, y ya es algo. había... me sabía de memoria qué había. provisiones, ahu­madas; yuyos, colgados; combustible, apilado. mi vasco era hacendoso como un marino. siempre confié en salir de allí antes de que fuera ne­cesario consumir ciertas provisiones que ahumé durante el verano y el otoño. serpientes, por ejemplo, arranca­das por mi compañero a los cóndores con pedradas co­mo rayos. las encaré con filosofía, considerando el ali­mento a que debía mis fuerzas. empezó la convivencia que lleva al asesinato, la de dos tapiados. envueltos en pieles, pegados al fuego conservado en un pozo, vivíamos. las cabezas empaquetadas en ti­ras de uniformes de todos los regimientos, escarchadas, sin mostrar los ojos; las piernas y los pies en mandiles rellenos de paja y pelo de cabra. afuera el viento era, no sé, la montaña vuelta aire, dando tumbos. nosotros en su vientre éramos amebas listas a ser evacuadas ha­cia la nada. gusano del imperio, gusano de la libertad, retorciéndonos todavía un momento, ¿por cuánto? ¿para qué? y sin hablar. él mandaba. era dueño de casa. nada que objetar. qué se come, qué se bebe, qué se fabrica, cuándo se ha­ce ejercicio, todo, todo, mudo. ¿qué se bebe? ah, sí. cada comida se completaba con una tisana. la mía, descubrí, era para mí solo. amarga, de las raíces de un vegetal negruzco. tardé en notar que era narcótica. Empecé a dormir mucho. despertaba pesado, soñaba, andaba todo el día adormilado. mejor así, pensé. hasta los clamores de "¡maría luisa, cayetano!" pasaban sin despertarme. dormido estaría la noche que el monstruo entró en la cueva. dormido las horas que tardó en cavar la nieve exterior, los días que le llevó llegar a la entrada, dormido cuando se abrió paso removiendo las rocas. el viento no apagó el fuego. no nos mató de frío. porque una mano estaba lista para rodear el rescoldo con piedras, para ce­rrar la abertura desde dentro, para dejar salir y cerrar otra vez. la mano de un cómplice del monstruo. noté los cambios al otro día, luz por los resquicios, el parapeto que rodeaba el fuego, las piedras de la entra­da puestas de otro modo. y cierto olor. mi despertar era vigilado con tal atención que com­prendí: vida o muerte. decidí ser imbécil. exulté: —¡ah! ¡se derritió la nieve afuera! la alianza de don miguel cayetano echeverrigoitía con un monstruo de especie desconocida era bastante para borrar los efectos de su narcótico. encaucé mi exal­tación. Inclinado sobre las piedras que entrechocaba desde semanas atrás para lograr algo parecido a un ha­cha, obligué a mi sistema nervioso a entrar en la regula­ridad de los golpes. la percepción de mi compañero podía notar el cambio. supe, como si lo viera escrito con letras sobre el mu­ro, que mi muerte había sido decretada, que dependía de mi capacidad de disimulo. que mi hacha, los cueros que sobé y cosí, las carnes que ahumé, mis propias car­nes, ahumadas, servirían para la supervivencia del que me había salvado, porque el despotismo del invierno estaba a punto de descubrirme su secreto. de ese descubrimiento dependía mi vida. decidí demorarlo. sería el más idiota de los idiotas. pero como la curiosidad es común a los idiotas y a los otros, no quise beber la tisana. conté para ello con el pudor de mi compañero, que apenas uno iba hacia el pozo preparado junto a un correspondiente montón de arenisca, volvía la espalda. allí fue a parar el té, y su hu­mo no difirió de otros habituales al sitio. fingí la mayor somnolencia. me eché a dormir. y dormí, como todas las noches siguientes. porque del monstruo no hubo más noticias. hasta hacer olvidar que existía. hasta hacer pensar en otra alucinación. olvidar, no del todo. la excavación que lo condujo hasta nuestra puerta fue mantenida a pala viva por los dos. era para morirse de cansancio. y la inmensidad blanca era para morirse de pesar. y no preguntar qué milagro había abierto esa brecha era casi, casi, suicidio. hice un comentario sobre la buena suerte que nos había deparado ese "derretimiento". desperté la más fe­roz, atenta de las miradas. inclinado sobre mi pala pare­cía inocente. mi despreciable condición de hombre de llanura podía explicar esa falla y otras. ¿dije que la curiosidad es común a muchos? sí. también a los monstruos. mi hombre se había fabricado algo parecido a ra­quetas para los pies. se las arreglaba para salir sin ale­jarse, cosa que una gran nevada no lo cortara de la cue­va. es decir que yo volvía a pasar mis horas solo. con qué alivio. solo estaba pues puliendo mi hacha, cuando me sentí observado. los pelos se me pusieron lentamente de punta. seguí en mi tarea. pensé que el vasco, en un giro de su locura, había resuelto matarme. o bien... como para agregar combustible a la brasa hice un ademán y espié. algo, fuera de las piedras, pispeaba ha­cia el interior. algo que cubría más resquicios de luz que los que cubriría un hombre, aun con pieles, aun con turbante. una gran sombra. traje las antorchas. traje un fusil con bayoneta que había junto a la cama del vasco. traje la pala y la llené de brasas. me rodeé de piedras. desapareció. la triste luz de afuera volvió a entrar por las junturas. secidí: terminemos esa vida de rata; a pelear; a pelear. y pensé. el pensamiento, como a muchos, me vol­vió escéptico. así matara al monstruo, y matara a mi bienhechor, ¿qué podría hacer en el invierno en aquel sitio? había que esperar al deshielo antes de intentar cualquier partida. bien. esperaría. ahora llega la noche en que entró el monstruo. en que la ráfaga de frío me despertó. en que vi su silueta encaminarse al rincón del vasco. me incorporé, el grito de alarma sofocado por el sonido de una voz, la de mi compañero, en una orden bre­ve. después... que dios me perdone, aquellos gruñidos, qué puedo decir de ellos. qué puedo decir de la luna cuando iluminó al gigantesco ser en su retirada, las ma­mas colgando sobre el vientre, sí, preñado. era una hembra. de la vida a partir de esa noche diré: armas en mano, es­paldas al muro, comíamos sin hablar, sin un gesto. el secreto era más fuerte que toda alianza. y cobré simpatía por aquel que no quería volver al mundo de la pala­bra, el gran desterrado, que había cedido a la compasión por un semejante para su vergüenza. así la cosa. así la cosa hasta el deshielo. así hasta el sonido de la caballería, de un clarín, en un desfiladero, abajo. salté, frenético, moví los brazos. después vi la ban dera, roja y oro. la bandera del rey. algo me agarró por los hombros. no el monstruo, aunque lo parecía por la fuerza. mi compañero, los oji­llos como vidrios al sol, me pone un papel en la mano, su matrícula. me empuja, desbarrancándome, igual que mi mula. así caí inconsciente entre las tropas del rey, gusanos de la libertad, yo, gusano del imperio. así se rompió otra vez mi pierna. así me transformé en miguel caye­tano echeverrigoitía, natural de vizcaya, vestido de pieles, mudo por razones de prudencia, no sordo según notaron y comentaron mis compañeros. atado sobre una mula, entablillado exhausto supe que los precipicios, barrancos, cavernas, paredones, em­pezaban a quedar atrás. sólo eso pedía. entonces fue el alarido. el más extraño, el más terrible. resonó allá arriba. golpeó en los abismos, botó, rebotó. mis compañeros andaluces se miraron temblando. un artillero aragonés murmuró: —el irrintzi... había oído mencionar aquello: el grito de los vascos. las sospechas empezaron después. por el momento quedaron mudos. —¿qué celebra? —preguntó un joven a mi lado. y yo, para mí, mudo: —celebra una raza nueva. me reí, con carcajada espantosa. pero todos me te­nían por loco

miércoles, 19 de septiembre de 2012

enrique wernicke (argentina, 1915 - 1968) // cuentos - la ley de alquileres

la ley de alquileres

había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del estado. con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en mar del plata. con eso y algo más: la ley de alquileres. porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento. aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de recién casados. al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su optimismo. pensó en mudarse a una vivienda más modesta. pero la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el panorama. luego, los años continuaron favoreciéndole. al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula. él gozaba con esta situación. es más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la suerte no lo había ayudado. había perdido el pelo prematuramente y su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente. los negocios, por otra parte, no habían adelantado en ningún sentido. pero en cambio, las dificultades de la época, el transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de horas tristes y monótonas. pero estaba la ley de alquileres. y ésa era su revancha. le gustaba invitar amigos a su casa. tenía espacio de sobra. podían jugar al “póker” en el living mientras las mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada: -pero, ¿cuánto pagás por todo esto? y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía: -¡caéte! ¡cien pesos! las exclamaciones admiradas de sus invitados le sonaban como aplausos. se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y sacudía la cabeza sobradoramente. es que la ley de alquileres era ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su esfuerzo y su talento. horas después recordaba la escena con su mujer. -¿notaste la cara que puso fulano? -¿y su mujer? reían como locos. pero, luego, piadosamente, agregaban: -¡qué envidia, los pobres! -y bueno, che... ¡qué vas a hacer! ya en la cama, en el silencio grave del departamento, el hombre reía una vez más para sí. -¡basta, che! –decía su mujer. y a su vez, se echaba a reír. se dormían felices. y él roncaba silbando. la caída de perón lo sorprendió agradablemente. pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el delegado del sindicato. los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle gritando: -¡libertad, libertad! ya en su casa, tomando un vino de marca al que no estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y terminaba con aquellas palabras tan oídas: -ahora vas a ver. me las van a pagar. no se refería concretamente a tal o cual persona. pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una suerte de satisfacción. por un tiempo se olvidó de la ley de alquileres. los comentarios cotidianos y la exaltación de las crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. a veces, con una exageración que antes no tenía, hablaba de “fusilar a los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto negro”. y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la tarde, se enteró de que estaban por modificar la ley de alquileres. el golpe fue brutal. un palo en la cabeza. casi se descompuso en el subterráneo. la noticia le revolvió las tripas. y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de libertades se vino al suelo estrepitosamente. cuando llegó a su casa, temblaba. su mujer se asustó y lo llevó a la cama. él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se puso a gritar. recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía. -¡nos revienta! ¿comprendés? –gritó después de darle a leer el diario-. ¡el dueño se vengará de nosotros! ¡nos echarán a la calle! y... la furia le impidió continuar. cayó en la cama y se puso a llorar. la mujer lo atendió como pudo. le dio una aspirina y corrió a prepararle un tecito de tilo. y ya en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los hechos no eran tan graves. no podía ser semejante cosa. si los temores de su marido se cumplían, medio país iba a quedar sin vivienda. no podía ser... y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su marido. y pretendió hacerlo entrar en razón. entonces fue la locura. el hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un energúmeno. -¡pero pedazo de idiota! ¿no comprendés? ¡es la venganza de la oligarquía! ¡es el golpe mortal a los trabajadores! ¡es la miseria! es... siguió gritando. y sin darse cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista. a partir de ese día la vida del hombre sufrió una total transformación. ya no fue un ciudadano democrático, ni un revanchista, ni nada. fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo. porque odiaba a los “libertadores” pero los temía. y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que era al “cuete” añorar el tiempo ido. la angustia desvió su vida por caminos inusitados. primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar un goce por su desgracia. después lo enfermó del hígado. y por último, como una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones sociales. su único confidente era su mujer, pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan. -¡sos una bestia! ¡no entendés! –le gritaba. Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él proseguía: -el país vive la crisis más grande de su historia... pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... y... y... y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que “nadie iba a echarlo de su casa”. hablaba de tiros y de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de apagar su desesperación. pero fue mas lejos: llegó hasta conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía derecho a sacárselo. pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”. y entonces, por primera vez habló del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera, del drama de la juventud. y se pareció a esos apóstoles podridos de madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del paraguay. se convirtió en un asco. un recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta. compró diarios opositores. leyó las leyes que voceaban en florida. husmeó buscando una salida. hizo de todo: mintió, simuló, rogó. y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la amistad de su mujer. en el empleo, lo dejaban vivir. y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus extravíos. termino esta historia y aún no se conoce la reglamentación de la nueva ley de alquileres. no sé qué va a pasar con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡pero de cualquier modo, si lo echan que reviente!

rodolfo walsh (argentina,1927 - asesinado en 1977) // los ojos del traidor

los ojos del triador
el 16 de febrero de 1945 tropas rusas complementaron la ocupación de budapest. el 18 fui arrestado. el 20 me pusieron en libertad y me restituí a mis funciones en el departamento oftalmológico del hospital central. nunca he sabido la causa de mi detención. tampoco supe por qué me pusieron en libertad. dos meses más tarde tuve en mis manos una solicitud firmada por alajos endrey, condenado a muerte, que aguardaba el cumplimiento de la sentencia. ofrecía donar sus ojos al Instituto de recuperación de la vista, fundado por mí a comienzos de la guerra, y en el cual realicé —aunque ahora lo nieguen istvan vezer y la camarilla de advenedizos que me han difamado y obligado a expatriarme— dieciocho injertos de córnea en pacientes ciegos. de ellos, dieciséis fueron coronados por el éxito. el paciente número diecisiete se negó tenazmente a recuperar la vista, aunque la operación fue técnicamente perfecta.[1] el caso número dieciocho es el tema de este relato, que escribo para distraer las horas de mi solitario destierro, a millares de kilómetros de mi hungría natal. fui a ver a endrey. estaba en una celda pequeña y limpia, que recorría incesantemente, como una fiera enjaulada. ningún rasgo notable lo recomendaba a la atención de un hombre de ciencia. era un sujeto pequeño, irritable, con una permanente expresión de acoso en la mirada. presentaba huellas evidentes de desnutrición. un examen sumario me reveló que tenía la córnea en buen estado. le comuniqué que su ofrecimiento estaba aceptado. no indagué sus motivos. los conocía de sobra: sentimentalismo de última hora, acaso un oscuro afán de persistir, aunque fuera en mínima parte, incorporado a la vida de otro hombre. me alejé por los corredores de piedra gris, flanqueado por la mirada indiferente u hostil del guardia. la ejecución se realizó el 20 de septiembre de 1945. recuerdo vagamente una procesión de hombres silenciosos y semidormidos, un camino polvoriento que ascendía entre matorrales, un amanecer intrascendente. Improvisé una mesa de operaciones en una choza con techo de cinc, a cincuenta pasos del sitio de la ejecución. pensé, ociosamente, que el ejecutado podía ser yo, que el destino era absurdo, que la muerte era una costumbre trivial. preparé cuidadosamente al paciente. era ciego de nacimiento, por deformación en cono de la córnea, y se llamaba josef pongracz. pasé por los párpados los hilos destinados a mantenerlos abiertos. en aquel trámite me sorprendió la fatal descarga. dos soldados trajeron al muerto en unas angarillas. una cuádruple estrella de sangre le condecoraba el pecho. tenía las pupilas dilatadas en un vago asombro. extraje el ojo y recorté el trozo de córnea destinado al injerto. luego extraje la zona enferma de la córnea del paciente y la reemplacé con el injerto. diez días más tarde retiré los vendajes. josef se incorporó y dio un par de pasos indecisos. observé sus reacciones. su cara adquirió una expresión de indecible temor. veía. estaba perdido. miró en torno, buscándome entre los objetos que componían la sala de operaciones. cuando le hablé, me reconoció; quiso sonreír. le ordené que se dirigiera a la ventana. vaciló, y entonces yo lo tomé del brazo y lo guié, como si fuera un niño. cuando lo puse frente a la ventana, cerró los ojos, tocó la solera, el marco, los vidrios, una y otra vez, infinitamente. después abrió los ojos y miró a lo lejos. —atardece —dijo, y empezó a llorar silenciosamente. dos meses más tarde recibí la visita del doctor vendel groesz, del instituto de psiquiatría. había ido a verlo josef. hallábase, según me dijo, en un estado desastroso, en una honda depresión mental, agravada por pesadillas y alucinaciones; lo amenazaba la esquizofrenia. dos días después de la operación (me dijo el doctor groesz) josef había soñado con un vago panorama, casi desnudo de detalles: un cerro, un camino, una luz gris y espectral. el sueño se había repetido siete noches seguidas. a pesar del carácter inofensivo de esas representaciones, josef se había despertado siempre dominado por un oscuro e injustificable terror. el doctor groesz consultó sus notas. “era como si yo hubiera estado ahí antes, y fuera a suceder algo terrible”. son sus propias palabras. el doctor groesz confesó que en este caso habían fracasado todos los procedimientos usuales. cualesquiera fuesen los complejos de josef, no podían estar relacionados con sensaciones o recuerdos visuales, pues era ciego de nacimiento. desde que recuperara la vista, no había salido de la ciudad. ignoraba pues, en rigor, lo que era una colina, lo que era un camino polvoriento de montaña, a menos que se pudiera llamar conocimiento al concepto impreciso, adimensional, propio del ciego. el panorama que inquietaba los sueños de josef no era, pues, un recuerdo visual; tampoco un recuerdo visual modificado por la peculiar simbología onírica, sino un producto inexplicable, arbitrario, del subconsciente. —el sueño —dijo el doctor groesz— por muy alejado que parezca de la experiencia, se basa siempre en ella. donde no hay experiencia previa, no puede haber sueños correspondientes a esa experiencia. por eso los ciegos no sueñan, o al menos sus sueños no están constituidos por representaciones de orden visual, sino táctil o auditivo. en ese caso, sin embargo, había un sueño de carácter visual (cuya repetición indicaba su importancia), anterior a toda experiencia visual del mismo orden. forzado a buscar una explicación, el doctor groesz había recurrido a los arquetipos o imágenes primordiales de jung —cuyas teorías rechazaba por fantásticas—, especie de herencia onírica que recibimos de nuestros antepasados, y que pueden irrumpir intempestivamente en nuestros sueños y aun en nuestra vida consciente. —yo soy un hombre de ciencia —me aclaró, innecesariamente, el doctor groesz—, pero no puedo prescindir de ninguna hipótesis de trabajo, por opuesta que sea a mi experiencia y a mi peculiar modo de ver las cosas. pero también hube de desechar esa hipótesis. ya verá usted por qué. “una semana después, el panorama escueto y desnudo de los primeros sueños empezó a completarse, como una fotografía que se revelara lentamente. una noche fue una piedra de forma peculiar; la noche siguiente, una cabaña de techo de cinc, bajo el abrigo de dos árboles adustos e idénticos; después un amanecer sin sol; un perro que vagaba entre los árboles... noche a noche, detalle por detalle, el cuadro se va completando. ha llegado a describirme, en media hora de prolijas disquisiciones, la forma exacta de un árbol, la forma exacta de algunas ramas de ese árbol, y hasta la forma de algunas hojas. el cuadro se perfecciona siempre. ningún detalle previo desaparece. lo he probado. todos los días le hago repetir el sueño de la noche anterior. siempre es el mismo, exactamente, pero con algún detalle más. “hace una semana me mencionó por primera vez cinco figuras que habían aparecido en el cuadro. cinco contornos, cinco siluetas oscuras, recortadas contra el amanecer grisáceo. cuatro de ellas están en una misma línea, de frente; la quinta, a un costado, está de perfil. la noche siguiente las cinco figuras estaban uniformadas; la figura del costado empuñaba una espada. al principio las caras eran borrosas, casi inexistentes; después se fueron precisando”. el doctor groesz consultó una vez más sus notas. —la figura del costado, que empuña la espada, es un oficial joven y rubio. el primer soldado de la izquierda es bajo, y el uniforme le queda chico. el segundo le hace recordar (fíjese usted bien: recordar) a su hermano menor; josef me ha dicho, casi llorando, que él no tiene hermanos, nunca los tuvo, pero ese soldado le hace recordar a su hermano menor. el tercero tiene bigote negro y uniforme muy raído; evita mirarlo; tiene la mirada a un costado... el cuarto es un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruza el costado izquierdo de la cara, desde la oreja a la comisura de la boca, como un río tortuoso y violáceo; un paquete de cigarrillos asoma por el bolsillo de su guerrera. el doctor groesz sacó un pañuelo de un bolsillo y se enjugó la frente. —ayer —dijo, y por la forma en que dijo “ayer” comprendí que se avecinaba algo terrible—, ¡ayer josef vio el cuadro completo! ¡dios mío! ¡dios mío! “los soldados tenían fusiles y le apuntaban, con el dedo en el gatillo, listos para hacer fuego. “lo internamos inmediatamente. se resiste a dormir, porque teme soñar que está ante un piquete de fusilamiento, teme sentir ese horror inmediato e inaudito de la muerte. pero el cuadro, que antes sólo aparecía en sueños, ahora lo persigue también cuando está despierto. le basta con cerrar los ojos, aun en el fugaz instante del parpadeo, para verlo: el oficial con la espada desenvainada, los cuatro soldados alineados en posición de hacer fuego, los cuatro fusiles apuntados al corazón. “esta mañana ha pronunciado un nombre extraño. le pregunté quién era, y dijo que era él. cree ser otra persona. un caso evidente de esquizofrenia”. —¿cuál es el nombre? —pregunté —alajos endrey —repuso el doctor groesz. mediante la recomendación de un jefe militar —cuyo nombre, por razones obvias, no menciono— logré entrevistar al oficial que había dirigido la ejecución de alajos endrey. no me recordaba. yo, por mi parte, apenas lo había mirado en nuestro fugaz encuentro anterior. accedió, con fría cortesía militar, a mi descabellado pedido. un par de minutos más tarde, los cuatro soldados que habían integrado el piquete de fusilamiento aquella gris y casi olvidada mañana estaban formados ante mí. entonces vi el cuadro que había visto el desventurado josef con los ojos del traidor alajos endrey. el primer soldado de la izquierda era bajo y gordo, y el uniforme le quedaba chico; en el segundo creí percibir una vaga semejanza con el propio endrey; el tercero tenía bigote negro y ojos que evitaban mirar de frente; su uniforme estaba muy gastado. el cuarto era un hombre gigantesco, con una cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo de la cara, como un río tortuoso y violáceo...

 [1] creo que en ese caso el factor psicológico ha sido decisivo. el paciente ve, en realidad, pero no lo reconoce, porque tiene temor de ver, porque no quiere ver, porque está acostumbrado a no ver. No hay otra explicación.

elvira orphée (argentina, 1930 - ) // cuentos - ¡ay, enrique!

¡ay, enrique!

quedaba en un paraje de mosquitos, de maderas podridas, de río. las circunstancias me habían obligado a vivir en esa casa extraña. del piso habían desaparecido algunas tablas y se abría un boquete de más de medio metro. para no caerme dentro caminaba por el medio de la pieza. como yo vivía allí desde hacía poco, no había tenido tiempo para los peligros. era un sitio bastante claro. la claridad se metía por el boquete para iluminar una escalera que llevaba al sótano o lo que fuere, quizá lleno de ratas y de resacas algo inmundas. si hubiera tenido ganas de limpiar habría bajado a sacar las carroñas o los bichos vivos dejados por alguna creciente. pero mi espíritu estaba intranquilo y ni siquiera había limpiado la gran pieza en la que estaba viviendo; hasta había dejado colgando como grandes hamacas los telones desprendidos del techo, esos que ya no se hacen más, tan inútiles, tan estremecedores cuando empiezan a soltarse. no sé en qué pasaba mi vida entonces porque no me acuerdo de ningún sentimiento intenso, excepto del amor por enrique. pero no había tenido la energía de prohibirle que bajara al misterioso sótano, tan fuertes eran mi cansancio y mis ganas de despreocupación. él, allí, seguramente se divertía como sólo puede hacerlo un ser nuevo y asombradizo. un día se me ocurrió que, entre ratas y sucias formas de la vida, debía de haber atrapado lombrices. así que busqué a un hombre de la zona, especialista en bichos repugnantes, para que se las sacara. llegó vestido con un overall blanco, muy limpio, como uniforme de médico. me asomé al boquete del piso y llamé a enrique que andaba correteando abajo. asombrosamente, obedeció y subió alegre el tramo de escalera rota. con orgullo miré al hombre. uno siempre magnifica cualquier señal de inteligencia de los que ama. enrique estaba contentísimo. vaya a saber qué podredumbres, qué maravillas mefíticas lo tenían tan entusiasmado allá abajo. el hombre se dispuso a darle su remedio, pero me advirtió
que se sentiría mal. enrique era mi amigo. no, mi hijo. el que me quería incondicionalmente y dependía de mí para todo. yo, que tuve tanto asco de tantas cosas, no lo tenía de sus patitas sucias ni de su pelambre refregada en sitios contaminados. le gustaba ensuciarse, yo lo amaba, luego era necesario que lo dejara ensuciarse. enrique y yo nos queríamos con un amor que dolía. era una tumefacción en el alma. de tanto como tuve, de tanta gente, lo único que me quedaba era enrique. pero eso único era una inmensidad. entonces, ¿por qué salí, dejándolo solo con el hombre del overall? por algo tan tonto y tan inexplicable como la llegada de el petiso fatum, que me invitó a pasear. yo nunca paseo por pasear. es como decidirse a perder vida. hay que pasear por algo, con una intención más allá del mero paseo: pasear por amor a través de junglas vegetales, pasear en busca de jardines que hagan descubrir misterios en uno mismo y en los demás, pasear para que los paisajes traspasen el alma y le dejen pequeños agujeros por donde entren muchas cosas que normalmente no pueden entrar porque las almas están demasiado cerradas. pero, ¿pasear porque sí? ¿y con el petiso fatum? simpático y divertido en las ocurrencias que nacen de noche, entre mucha gente, pero incapaz de exprimirle las posibilidades a una flor. pese a eso; increíblemente, salí con el petiso fatum mientras a mi criatura le hacían ingerir drogas dañinas. nos metimos por entre la maraña de un paisaje tan húmedo que parecía despedir vapor, y llegamos a una casa rodeada de plantas, de verde, de sombra. una gran casa oculta y chorreada de verdín, de esas que tienen imán porque están como saturadas de maleficio. producen un miedo muy atrayente. el petiso estaba pasando allí algunos días, no sé por qué ya que tenía su casa en la ciudad y era apasionadamente ciudadano. habíamos abierto la verja y estábamos por llegar a la puerta, cuando oí una especie de llanto lejano. quién sabe qué me impulsó a correr para acercarme al llanto. el petiso me siguió entre risas y comentarios que le quitaban el aliento. según él no se había oído nada. y quizá tenía razón porque debimos correr bastante hasta llegar a la casa donde parecía estar el llanto. al revés de la que acabábamos de dejar, y aunque estaba en un paraje lleno de verdor, era luminosa. la luminosidad interna se distinguía por debajo de la rendija de la puerta. llamamos. nandie contestó. Imposible entrar si no era por la puerta. las tapias de los costados no lo permitían. saqué mis llaves y empecé a probarlas. el petiso se puso pálido. —no se oye ningún llanto. ¿te has vuelto ladrona y me estás complicando? me voy de aquí. pero se puso aun más pálido cuando oyó de repente el llanto espantoso. llanto, queja, alarido, todo eso era, más la desesperación. fui siempre especialista en encontrar entradas insuficientemente cerradas. desde chica me he divertido en violar casas de vecinos ausentes. un único obstáculo tuve a veces; los perros, tan defensores de lo que no les pertenece, tan del partido de sus dueños, pobrecitos. hasta he llegado a entrar en casas con enfermos que ni se daban cuenta de que la familia los había dejado solos; en casas con imágenes de santa teresita y rosarios gruesos, negros y diabólicos; en casas llenas de jazmines del paraguay que, aunque no tienen un perfume exaltado, lo tienen, sí, extraño (casi un no perfume, muy refinado). y de repente, mientras hurgaba la cerradura, me invadió el ansia de perfumes que siempre me ha perseguido como si me señalara un camino. hablé para distraer a el petiso, mientras seguía con mi trabajo. pero su cara trastornada rompió mi cháchara y me volvió a la urgencia. tenía que entrar en la casa. lo había hecho antes en tantas otras, atraída por sus extraños habitantes ausentes que dejaban visibles sus ritos o por sus insólitos ensamblajes, ajenos a las ordenanzas, rebeldes a cualquier prohibición opuesta a la originalidad. por fin di con el resquicio que me permitió abrir. una casa rectangular y luminosa. se entraba por un pasillo lindante con los vidrios de la cocina que, a su vez, tenía ventanas hacia otra calle. y entonces volvimos a oír el quejido. ¿quejido? un gemido rabioso, un aullido. venía de afuera, de detrás de las ventanas de la cocina que daban a la otra calle. me precipité a abrir una y algo huyó hacia abajo. El petiso ya estaba junto a mí. Me incliné a mirar y, con asombro, con desazón, casi con náusea, descubrí lo que había afuera. la casa, al ras del suelo por donde habíamos entrado, de este otro lado estaba sobre un terraplén oblicuo de unos dos metros o más de elevación. tirado en la calle había un blando muñeco de trapo, bastante grande, con una pierna doblada. a su lado aullaba el perro que quiso entrar en la casa violada por mí o quiso algo que no comprendimos, quizá sólo ayuda. en el balcón de la casa vecina, blanco y lleno de sol, tres monjas cuchicheaban. yo no apartaba los ojos de la calle. —está rabioso —dijo el petiso en voz baja. —está hambriento. —y el hombre, borracho. —no. cuando yo me emborracho, enrique no se pone a aullar. el petiso me miró con curiosidad y quizá repugnancia. —¿te emborrachás? —sí. sola y no en reuniones. —¿por qué has decaído tanto? ¿no te da pena? inútil contestarle. era curiosidad de chismes, no de vida. mientras ahí abajo, en la calle, ¡qué desarticulado estaba ese pobre hombre, qué pálido, qué vestido con bolsas en lugar de ropas, como para que yo lo hubiese tomado por un muñeco de trapo! el muchacho tirado y su perro, dos seres que se habían amado, que se amaban seguramente todavía a pesar de la espantosa barrera entre ellos. porque no se podía dudar: sólo la muerte da actitudes tan antinaturales como la que tenía el hombre caído. todo era tan blanco de este lado de la casa, como en un paisaje de andalucía, como si del otro lado no hubiera tanta cantidad de sombra, de verdín, de agua oscura. de repente, ese dolor que se elevaba desde la calle me dio en el pecho y me sofocó. el muchacho tirado ¿de qué había muerto? ¿de hambre? ¿de caminar sin esperanzas? ¿de tanto amar? ¿cómo no supo que junto a él tenía el amor? ¿qué necesidad de un ser humano para vivir el amor más desgarrador? —las personas son nada más que el instrumento para el cuerpo de otras personas —susurré. el petiso estaba descolorido, entendiendo sólo la muerte, sin entender la separación. —el amor que rompe las paredes está en otra parte. tenemos casas para resguardar el cuerpo, tenemos cuerpos para resguardar quién sabe qué belleza desconocida. pero la resguarda y al mismo tiempo la comprime, la domina, la retiene —hablé con voz de llanto—. ¿quién es capaz de romper las paredes del cuerpo? ya había algunos curiosos mirando al muchacho caído. todos parecíamos paralizados. nadie actuaba. y en el balcón vecino, tres monjas comentaban pacatas el espectáculo. —hagamos algo —les supliqué—. quizás esté vivo todavía. —es la voluntad del señor —dijeron, indiferentes. —pero quizá no esté muerto sino por morir —y pensé: de una enfermedad tan pobre que la obliga a transportarla por los caminos y la intemperie. ellas siguieron en su impasibilidad de monjas. es la voluntad del señor. entonces, dulcemente, les aconsejé: —¿por qué no cambian de señor? se persignaron y huyeron a la desbandada. yo entré a llamar a una de esas instituciones nuestras que tardan tanto para lo urgente y no llegan nunca para lo demás. luego salí de la casa. arrastré a el petiso en la gran vuelta que se precisaba hacer para llegar del lado sombra al lado andalucía. —¿así que te emborrachás sola? —mientras corríamos. —sí. ¿no lo ves? —sin dejar de correr—. estoy borracha de rabia. otras veces lo estoy de música y tantas de eternidad. entonces enrique se echa a mi lado y participa de lo que me pasa. pero para que te quedés contento, a veces me emborracho con dos vasos de vino con frutas. y mi voz sonaba entre los lamentos que se desgarraban en el aire y volvían a nacer en algo más hondo que la garganta del pobre animal desesperado. sus ojos, fijos en algún zodíaco lejano, pero con lagunas del llanto de la tierra, estaban atados al espectro del muchacho que seguramente se despedía de él en ese momento en una estratósfera del alma inalcanzable para nosotros. el muchacho ya se iba, derivando por las regiones privadas de los muertos. el perro quería irse con él, y su cuerpo imperante le cerraba el paso. la corriente de su desesperación era por minutos más intensa. el muchacho se iba empapando de desconocido; el perro de desdicha irreversible. de repente, la mirada del perro cambió de lugar y de expresión. me miró a mí, y el horror pareció traspasarle los límites de los párpados. —dios, dios —dije—. no abandones al perro. lo recogeré yo. y salí corriendo mientras el petiso me gritaba. ¿quién era él para llamarme? ¿quién era para haberme hecho dejar a enrique solo? era nada más que el hermano de el alto fatum. corrí hasta sentir estrellas de plata ante mis ojos, y sus duras puntas clavadas en un costado del cuerpo. corrí abriéndome paso entre estrellas de dolor, ya viejas conocidas, pero nunca tan brutalmente desafiadas. entré en mi extraña casa. yo no vi el espectro de enrique, como vio el perro el del muchacho, alejarse translúcido o centelleante hacia los parajes de la disolución. lo vi simplemente muerto, enroscado alrededor de un dolor insoportable. me eché a su lado. enrique, enrique, mi amigo, mi criatura, te has muerto para dejarme toda la libertad. me lo contó la mirada de horror del otro perro. me dijo: la tristeza es ahora el pulso de enrique, en eso lo ha convertido tu abandono. ¡no! ¡no! quise contestarle. le contesté que no, enrique, con los ojos, con todas las mataduras del alma. te dejé esta tarde a que te las arreglaras solo con tu enfermedad, pero no sospeché que te morirías. no fue esta tarde cuando en realidad te dejé solo, fueron todas las veces que te abandoné antes, hasta casi olvidarte. quizá creíste que volvía a abandonarte. el otro perro lo sabía; a eso se refería su horror al mirarme. semejante a agua opaca y profunda se había vuelto el bello color dorado de los ojos de enrique. junto a él, echada, y casi sin darme cuenta, la barrera que nos separaba ahora, como a esos dos pobrecitos de la calle, se deshizo y dejó de ser barrera. tuve una náusea, una sola, y no caí muerta porque ya había caído antes de morir. ya en el suelo estaba muerta. enseguida vi luces titilantes en horizontes muy oscuros, sentí esa inmensa sensación de felicidad que da volar en sueños, aunque lo hiciera por cielos intermitentemente alumbrados, y después me encontré en este sitio. todavía tengo recuerdos de la tierra, pero ya algo me golpea magnéticamente la cabeza para que no recuerde más que alguna vez hablé con palabras, tuve la posibilidad de hacer algo con mis manos y amé a enrique en su desvalimiento de animal. estamos de nuevo juntos; enrique y yo, él con su cuerpo, igual a lo que era; yo con mi cuerpo, igual a lo que fue. enrique me quiere, me habla con palabras y yo contesto con extraños sonidos, desagotados de significación para él, porque ya no puedo hablar más con palabras. me tiro en el suelo, a sus pies, y me quedo en postura de esfinge, y él, desde el sitial donde está sentado, se inclina a acariciarme el lomo desnudo. me concede su tiempo perdido, nada más, porque ya se le desencadenó el torrente de cieno que en la tierra nos lleva compulsivamente hacia otro ser de nuestra especie y nos obliga a descuidar a todos los enrique del mundo. sí, enrique, te dejé muchas veces solo allá en la tierra, no a causa de el petiso, con su borboteante insignificancia, sino a causa de el alto fatum, su hermano, que me proporcionaba la risa y andanadas de sensaciones. pero no supe nunca que te estremecías como un astro (igual que yo ahora) con cada latido de abandono. te dejé muchas veces solo a causa de el alto fatum, que al fin y al cabo no tenía más que risa, inferioridad, mugre y un cuerpo que podía acoplarse al mío. no entiendo este mundo en el que estamos ahora ni entiendo su cielo —si es cielo esa especie de pesadilla que veo aquí—. me desespera que no comprendas lo que te dicen los escasos sonidos de mi garganta, que no haya flores blancas de exaltado perfume, sino sólo vegetales con olor amoniacal. pero quizá dentro de poco algo cambie. ya los recuerdos de lo que fue antes empiezan a flotar como una tenue columna sobre mi cabeza. en las nieblas que veo ahora —que tus ojos no pueden distinguir— hay figuras que se parecen a la mía, y me pongo a aullar de miedo por lo que te rodea y no ves. enrique, que te enamoraste de un cuerpo semejante al tuyo en este enervante, extraño mundo, y que me abandonas a causa de él, antes de que pierda del todo la memoria de lo que fue, te suplico que no me dejes como te dejaba yo, con tanta soledad, con tanta hambre, durante tantos días. que no me dejes por un cuerpo de tu misma especie, esos que nunca traen el amor sino la desgracia.