viernes, 13 de enero de 2012

philip guston (estados unidos, 1913 - 1980) // pinturas. 1









ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // no love no nothin´, 1943

ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // he¨s my guy, 1942

ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // seventeen, 1955

ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // razzle dazzle, 1955

ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // money honey, 1953

ella mae morse (estados unidos, 1924 - 1999) // cow cow boogie

the dandridge sisters & jimmie lunceford (estados unidos, 1902 - 1947) // minnie the moocher is dead

dandridge sisters // undecided, 1939

dorothy dandridge (estados unidos, 1922 - 1965) // a smile of angel

dorothy dandridge (estados unidos, 1922 - 1965) // i've got a crush on you

dorothy dandridge (estados unidos, 1922 - 1965) // you do something to me

jueves, 12 de enero de 2012

jim o'rourke (canadá, ) // never again

jim o'rourke (canadá, ) // not sport, marital art

jim o'rourke (canadá, ) // get a room

fire! (mats gustafsson - johan berthling - andreas werliin, suecia) with jim o'rourke (canadá - ) // are you both still ynreleased?, 2011

koto power trio (michigo yagi - tamaya honda - jim o'rourke) // shinjuku pit inn

pauline oliveros (estados unidos, 1932 - ) & randy raine-reusch (canadá, ) // in the shadow of the phoenix, 1997

pauline oliveros (estados unidos, 1932 - ) // sound patterns

pauline oliveros (estados unidos, 1932 - ) // bye bye butterfly

pauline oliveros (estados unidos, 1932 - ) // horse sings from cloud, 1983

pauline oliveros (estados unidos, 1932 - ) // outline

roland barthes (francia, 1915 - 1980) // la muerte del autor

la muerte del autor

balzac, en su novela sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: «era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos.» ¿quién está hablando así? ¿el héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿el individuo balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿el autor balzac, haciendo profesión de ciertas ideas «literarias» sobre la feminidad? ¿la sabiduría universal? ¿la psicología romántica nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.
siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. no obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la «performance» (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el «genio». el autor es un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la edad media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la «persona humana». es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, e1 que haya concedido la máxima importancia a la «persona» del autor. aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de baudelaire es el fracaso de baudelaire como hombre; la de van gogh, su locura; la de tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus «confidencias».
aunque todavía sea muy poderoso el imperio del autor (la nueva crítica lo único que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. en francia ha sido sin duda mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad – que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castra- dora del novelista realista – ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa»,* y no «yo», toda la poética de mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector). valéry, completamente enmarañado en una psicología del yo, edulcoró mucho la teoría de mallarmé, pero, al remitir por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter al autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como «azarosa» de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición. el mismo proust, a pesar del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar sus análisis, se impuso claramente como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes: al convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera el que está escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de la novela – pero, por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven’? – quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura), proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es charlus el que imita a montesquieu, sino que montesquieu, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de charlus. por último, el surrealismo, ya que seguimos con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al lenguaje una posición soberana, en la medida en que el lenguaje es un sistema, y en que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una subversión directa de los códigos – ilusoria, por otra parte, ya que un código no puede ser destruido, tan sólo es posible «burlarlo,- pero al recomendar incesantemente que se frustraran bruscamente los sentidos esperados (el famoso «sobresalto» surrealista), al confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa posible lo que la misma mente ignoraba (eso era la famosa escritura automática), al aceptar el principio y la experiencia de una escritura colectiva, el surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del autor. por último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del autor un instrumento analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se «mantenga en pie», es decir, para llegar a agotarlo por completo.
el alejamiento del autor (se podría hablar, siguiendo a brecht, de un auténtico «distanciamiento», en el que el autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura. transforma de cabo a rabo el texto moderno (o –lo que viene a ser lo mismo– el texto, a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los niveles). para empezar, el tiempo ya no es el mismo. cuando se cree en el autor, éste se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor se sitúan por sí mismos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se supone que el autor es el que nutre al libro, es decir, que existe antes que él, que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respecto a su hijo. por el contrario, el escritor moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora. es que (o se sigue que) escribir ya no puede seguir designando una operación de registro, de constatación, de representación, de «pintura» (como decían los clásicos), sino que más bien es lo que los lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en la que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el cual ella misma se profiere: algo así como el yo declaro de los reyes o el yo canto de los más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar al autor, no puede ya creer, según la patética visión de sus predecesores, que su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso y «trabajar» indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un campo sin origen, o que, al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de poner en cuestión todos los orígenes.
hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del autor-dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. semejante a bouvard y pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior que tiene la intención de «traducir» no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a thomas de quincey de joven, que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua ideas e imágenes absolutamente modernas, según nos cuenta baudelaire, «había creado para sí mismo un diccionario siempre a punto, y de muy distinta complejidad y extensión del que resulta de la vulgar paciencia de los temas puramente literarios» (los paraísos artificiales); como sucesor del autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente.
una vez alejado el autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto. darle a un texto un autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del autor haya sido también el del crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el autor. en la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un «secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva, rechazar a dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.
volvamos a la frase de balzac. nadie (es decir, ninguna «persona») la está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones (j.-p. vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo «trágico»); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente). de esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; é! es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. y ésta es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. la crítica clásica no se ha ocupado nunca del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el que la escribe. hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignoran- do, sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.

1968, manteia.

* es un anglicismo. lo conservo como tal, entrecomillado, ya que para aludir a la “performance” de la gramática chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [t]

martes, 10 de enero de 2012

emil mihai cioran (austria-hungría, 1911 - francia, 1955) // retrato del hombre civilizado

retrato del hombre civilizado*


el encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la indecencia. sin duda es deplorable que todavía devoren en ciertas tribus a los ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que el canibalismo representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una costumbre que, algún día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se persiga sin piedad a los antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y que terminen por desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en sí misma, incapaz de abogar por su propia causa. distinta en extremo me parece la situación de los analfabetas, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. pues, a fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? francamente no lo creo. e incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el último iletrado.
el interés de los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados, es muy sospechoso. incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo. a fuerza de considerar la suerte que han tenido de no "evolucionar", experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿con qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse? la civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella. "vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno", es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo. excedido por sus taras y, más aún, por sus "luces", sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos. el hombre civilizado ya procedía así incluso en la época en que no era ni tan "ilustrado" ni estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de aventuras y de infamias. los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su carrera, debieron sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los rigores de la Iglesia, que se vengaron de ellos mediante la conquista.
¿alguien trata de convertir a otro? no será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia, plegaria tormento? pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle, que se debata en medio de iguales torturas. la intolerancia es propia de espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio más o menos buscado que desearían ver generalizado, instituido. la felicidad del prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el impulso que nos guía y que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros actos, es casi siempre inconfesable. nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo, aunque se disfrace con convicciones la desgracia que se quiere otorgar. por mucho prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. nadie está dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha aceptado. la venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. su aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir.
en cuanto alguien se deja envolver por una certeza, envidia en otros las opiniones flotantes, su resistencia a los dogmas y a los slogans, su dichosa incapacidad de atrincherarse en ellos. se avergüenza secretamente de pertenecer a una secta o a un partido, de poseer una verdad y de haber sido su esclavo, y así, no odiará a sus enemigos declarados, a los que enarbolan otra verdad, sino al Indiferente culpable de no perseguir ninguna. y si para huir de la esclavitud en que se encuentra, el Indiferente busca refugio en el capricho o en lo aproximado, hará todo lo posible por impedírselo, por obligarlo a una esclavitud similar, idéntica a la suya. el fenómeno es tan universal que sobrepasa el ámbito de las certezas para englobar el del renombre. las Letras, como era de esperarse, proporcionarán la penosa ilustración. ¿qué escritor que goce de una cierta notoriedad no acaba por sufrir a causa de ella, por experimentar el malestar de ser conocido o comprendido, de tener un público, por restringido que sea? envidioso de los amigos que se pavonean en la comodidad del anonimato, se esforzará por sacarlos de él, por turbar su apacible orgullo con el fin de que también ellos experimenten las mortificaciones y ansiedades del éxito. para alcanzarlo, cualquier maniobra le parecerá legítima, y a partir de entonces su vida se convierte en una pesadilla. los aguijonea, los obliga a producir y a exhibirse, contraría sus aspiraciones a una gloria clandestina, sueño supremo de los delicados y de los abúlicos. escriban, publiquen, les repite con rabia, con impudicia. y los desgraciados se empeñan en ello sin pensar en lo que les aguarda. sólo el escritor famoso lo sabe. los espía, pondera sus tímidas divagaciones violencia y desmesura, con un calor furibundo, y, para precipitarlos en el abismo de la actualidad, les encuentra o les inventa admiradores o discípulos, o una turba de lectores, asesinos omnipresentes e invisibles. perpetrado el crimen, se tranquiliza y se eclipsa, colmado por' el espectáculo de sus protegidos presa de los mismos tormentos y vergüenzas que él, vergüenzas y tormentos resumidos en la fórmula de no recuerdo qué escritor ruso: "se podría perder la razón ante la sola idea de ser leído".
así como el autor atacado contaminado por la celebridad se esfuerza por contagiar a los que no la han alcanzado, así el hombre civilizado, víctima de una conciencia exacerbada, se esfuerza por comunicar sus angustias a los pueblos refractarios a sus divisiones internas, pues ¿cómo aceptar que las rechacen, que no sientan ninguna curiosidad por ellas? no desdeñará entonces ningún artificio para doblegarlos, para hacerlos que se parezcan a él y que recorran su mismo calvario: los maravillará con los prestigios de su civilización que les impedirán discernir lo que podría tener de bueno y lo que tiene de malo. y sólo imitarán sus aspectos nocivos, todo lo que hace de ella un azote concertado y metódico. ¿esos pueblos eran inofensivos y perezosos? pues desde ahora querrán ser fuertes y amenazadores para satisfacción de su bienhechor que se interesará en ellos y les brindará "asistencia", satisfecho al contemplar cómo se enredan en los mismos problemas que él y cómo se encaminan hacia la misma fatalidad. volverlos complicados, obsesivos, locos. su joven fervor por los instrumentos y el lujo, por las mentiras de la técnica, le asegura al civilizado que ya se convirtieron en unos condenados, en compañeros de su mismo infortunio, capaces de asistirlo ahora a él, de cargar sobre sus hombros una parte del peso agobiante, o, al menos, de cargar uno tan pesado como el suyo. a eso llama "promoción", palabra escogida para disfrazar su perfidia y sus llagas.
ya sólo encontramos restos de humanidad en los pueblos que, distanciados de la historia, no tienen ninguna prisa por alcanzarla. a la retaguardia de las naciones, no tocados por la tentación del proyecto, cultivan sus virtudes anticuadas, se afanan por permanecer fuera de época. son "retrógrados", no cabe .duda, y permanecerían gustosos en su estancamiento si tuvieran los medios para hacerlo. pero el hábil complot que los "avanzados" traman contra ellos no se lo permite. una vez desencadenado el proceso de degradación, furiosos por no haber podido oponerse a él, se dedicarán, con el desenfado de los neófitos, a acelerar su curso, a provocar el horror, según la ley que hace que prevalezca siempre el nuevo mal sobre el antiguo bien. y querrán ponerse al día aunque sólo sea para demostrar a los otros que también ellos saben lo que es caer, y que incluso pueden, en materia de decadencia, sobrepasarlos. ¿de qué sirve asombrarse o quejarse? ¿no están los simulacros por encima de la esencia, la trepidación por encima del reposo? ¿acaso no se diría que asistimos a la agonía de lo indestructible? cualquier paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo de satánico: el "progreso" es el equivalente moderno de la caída, la versión profana de la condenación. y los que creen en él son sus promotores. y todos nosotros no somos más que réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades que únicamente un desastre exhaustivo podría suprimir. esa sería la oportunidad de demostrar cuán útiles son nuestros inventos, y rehabilitarlos.
si el "progreso" es un mal tan grande, ¿cómo es posible que no hagamos nada para desembarazarnos de él? ¿lo deseamos realmente? en nuestra perversidad es lo "máximo" que perseguimos y deseamos: búsqueda nefasta, contraria en todo punto a nuestra dicha. uno no avanza ni se "perfecciona" impunemente. sabemos que el movimiento es una herejía, y por eso mismo nos atrae y nos lanzamos en él, depravados irremediablemente, prefiriéndolo a la ortodoxia de la quietud. estábamos hechos para vegetar, para florecer en la inercia, y no para perdernos en la velocidad y en la higiene responsable de la abundancia de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormigueo de fantasmas donde todo bulle y nada está vivo. al organismo le es indispensable una cierta dosis de mugre (fisiología y suciedad son términos intercambiables), por ello la perspectiva de una higiene a escala universal inspira legítimas aprehensiones. debimos conformarnos, piojosos y serenos, con la compañía de las bestias, estancarnos a su lado durante algunos milenios más, respirar el olor de los establos y no el de los laboratorios, morir de nuestras enfermedades y no de nuestros remedios, dar vueltas alrededor de nuestro vacío y hundirnos en él suavemente. hemos sustituido la ausencia, que debió haber sido una tarea y una obsesión, por el acontecimiento, y todo acontecimiento nos mancha y nos corroe puesto que surge a expensas de nuestro equilibrio y de nuestra duración. mientras más se reduce nuestro futuro, más nos dejamos sumergir por lo que nos arruina. estamos tan intoxicados con la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los síntomas de una adicción, mezcla de éxtasis y de odio. tal como van las cosas, no hay duda de que acabará con nosotros, y ya no podemos renunciar a ella, o liberarnos, hoy menos que nunca. ¿quién vendrá en nuestra ayuda? ¿un antistenes, un epicuro, un crisipo que ya encontraban demasiado complicadas las costumbres antiguas? ¿qué pensarían de las nuestras, y quién de ellos, transportado a nuestras metrópolis, tendría suficiente temple como para conservar su serenidad? más sanos y más equilibrados en todos los aspectos, los antiguos podrían haber prescindido de una sabiduría que, no obstante, elaboraron: lo que nos descalifica para siempre es que a nosotros ni nos importa ni tenemos la capacidad para elaborar una. ¿acaso no es significativo que entre los modernos el primero en denunciar con vigor los estragos de la civilización, por amor a la naturaleza, haya sido lo contrario de un sabio? le debemos el diagnóstico de nuestro mal a un insensato, más marcado que cualquiera de nosotros, un maniático comprobado, precursor y modelo de nuestros delirios. y no menos significativo me parece el reciente acontecimiento del psicoanálisis, terapéutica sádica, preocupada más por irritar nuestros males que por calmarlos, y singularmente experta en el arte de sustituir nuestros ingenuos malestares por malestares alambicados.
cualquier necesidad, al dirigirse hacia la superficie de la vida para escamoteamos las profundidades, le confiere un precio a lo que no tiene ni sabría tenerlo. la civilización, con todo su aparato, está fundamentada en nuestra propensión a lo irreal y a lo inútil. si consintiéramos en reducir nuestras necesidades, en no satisfacer más que las indispensables, ésta se hundiría de inmediato. así, para durar, se reduce a crearnos siempre nuevas necesidades, multiplicándolas sin descanso, pues la práctica general de la ataraxia le traería consecuencias más graves que las de una guerra de destrucción total. la civilización, al agregarle a los inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes gratuitos, nos obliga a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y refuerza nuestras desgracias. y que no vengan a machacarnos que ella nos ha curado del miedo. de hecho, la correlación es evidente entre la multiplicación de nuestras necesidades y el acrecentamiento de nuestros terrores. nuestros deseos, fuente de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una constante inquietud, intolerable de una manera muy diferente al escalofrío que se siente ante algún peligro de la naturaleza. ya no temblamos a ratos, temblamos sin parar. ¿qué hemos ganado con trocar miedo por ansiedad? ¿y quién no escogería entre un pánico instantáneo y otro difuso y permanente? la seguridad que nos envanece disimula una agitación ininterrumpida que envenena nuestros instantes, los presentes y los futuros, haciéndolos inconcebibles. feliz aquel que no resiente ningún deseo, deseo que se confunde con nuestros terrores. uno engendra a los otros en una sucesión tan lamentable como malsana. nos mejor en aguantar el mundo y en considerar cada impresión que recibimos como una impresión impuesta que no nos concierne que soportamos como si no fuera nuestra. "nada de lo que sucede me concierne, nada es mío", dice el yo cuando se convence de que no es de aquí, que se ha equivocado de universo y que su elección se sitúa entre la impasibilidad y impostura.
resultado de las apariencias, cada deseo, al hacernos dar un paso fuera de nuestra esencia, nos ata a un nuevo objeto limita nuestro horizonte. sin embargo, a medida que se exaspera, el deseo nos permite entender esa sed mórbida de la que emana. si deja de ser natural y nace de nuestra condición de civilizados, es impuro y perturba y mancha nuestra sustancia. es vicio todo lo que se agrega a nuestros imperativos profundos, todo lo que nos deforma y perturba sin necesidad. hasta la risa y la sonrisa son vicios. en cambio, es virtud lo que nos induce a vivir a contra corriente de nuestra civilización, lo que nos invita a comprometer y a sabotear su marcha. en cuanto a la felicidad -si es que esta palabra tiene un sentido-, consiste en la aspiración a lo mínimo y a la ineficacia, en el más acá erigido en hipóstasis. nuestro único recurso: renunciar, no sólo al fruto de nuestros actos, sino a los actos mismos, constreñirse a la improducción, dejar inexploradas una buena parte de nuestras energías y de nuestras oportunidades. culpables de querer realizarnos más allá de nuestras capacidades y de nuestros méritos, fracasados por ineptos para el verdadero cumplimiento, nulos a fuerza de tensión, grandes por agotamiento, por la dilapidación de nuestros recursos, nos prodigamos sin tener en cuenta nuestras posibilidades y nuestros límites. de ahí nuestro hastío, agravado por los mismos esfuerzos que hemos desplegado para acostumbrarnos a la civilización, a todo lo que implica de corrupción tardía. que también la naturaleza esté corrompida es algo que no negamos; pero esta corrupción sin fecha es un mal inmemorial e inevitable al que nos hemos acostumbrado, mientras que el de la civilización viene de nuestras obras o dc nuestros caprichos, y tanto más agobiante cuanto que nos parece fortuito, marcado por la opción o la fantasía, por una fatalidad premeditada o arbitraria. con razón o sin ella, creemos que este mal pudo no surgir, que dependía de nosotros el que no se produjera. lo que acaba por hacérnoslo más odioso de lo que es. nos descorazona tener que soportarlo y enfrentar sus sutiles miserias cuando pudimos habernos contentado con aquellas útiles miserias vulgares, pero soportables, con las que la naturaleza nos ha dotado ampliamente.
si pudiéramos abstenernos de desear, de inmediato estaríamos a salvo de un destino; con el sacrificio de nuestra identidad, reacios a amalgamarnos al mundo, superiores a los seres, a las cosas, a nosotros mismos, obtendríamos la libertad, inseparable de un entrenamiento de anonimato y de abdicación. "soy nadie, he vencido mi nombre", exclama aquel que, no queriendo rebajarse a dejar huella, trata de conformarse a la prescripción de epicuro: "esconde tu vida". siempre regresamos a los antiguos cuando se trata de ese arte de vivir cuyo secreto hemos perdido en dos mil años de sobre naturaleza y de caridad compulsiva. regresamos a la ponderación antigua en cuanto decae el frenesí que el cristianismo nos ha inculcado; la curiosidad que despiertan los sabios antiguos corresponde a una disminución de nuestra fiebre, a un regreso hacia la salud. y volvemos a ellos porque el intervalo que nos separa del universo es más vasto que el universo mismo y, por ello, nos proponen una forma de desapego que inútilmente buscaríamos en los santos.
al transformarnos en frenéticos, el cristianismo nos preparaba, a pesar de sí mismo, a engendrar una civilización de la que él es víctima: ¿acaso no creó en nosotros demasiadas necesidades, demasiadas exigencias? necesidades y exigencias interiores en su inicio, que iban a degradarse y a volverse exteriores, así como el fervor del que emanaban tantas plegarias suspendidas bruscamente, y que, al no poder ni desvanecerse ni quedar sin empleo, se puso al servicio de dioses de recambio forjando símbolos a la medida de su nulidad. estamos entregados a una falsificación de infinito, a un absoluto sin dimensión metafísica, sumergidos en la velocidad a falta de estarlo en el éxtasis. esa chatarra jadeante, réplica de nuestra inquietud, yesos espectros que la conducen, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados, ¿a dónde van, qué buscan?, ¿qué espíritu de demencia los impulsa? cada vez que estoy a punto de absolver a los hombres civilizados, cada vez que tengo dudas sobre la legitimidad de la aversión o del terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras campestres de un día domingo para que la imagen de esa gusanera motorizada me reafirme en mi asco o en mis temores. en medio de esos paralíticos al volante que han abolido el uso de las piernas, el caminante parece un excéntrico o un proscrito: pronto será visto como un monstruo. no más contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde se nos ha vuelto extraño e incomprensible. desarraigados, incapaces de congeniar con el polvo o con el lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no sólo con la intimidad de las cosas, sino con su misma superficie. en este punto la civilización aparecería como un pacto con el diablo, si es que el hombre tuviera todavía un alma que vender.
¿es realmente para ganar tiempo que se inventaron esos aparatos? más desprovisto, más desheredado que el troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante para sí; incluso sus ocios son enfebrecidos o agobiantes: un presidiario con licencia que sucumbe en el aburrimiento de no hacer nada y en la pesadilla de las playas. cuando se han recorrido comarcas donde el ocio es de rigor y donde todos lo ejercen, se adapta uno mal a un mundo donde nadie lo conoce ni sabe gozarlo, donde nadie respira. el ser esclavizado por las horas, ¿es todavía un ser humano? ¿tiene derecho a llamarse libre cuando sabemos que se ha sacudido todas las esclavitudes salvo la esencial? a merced del tiempo que alimenta y nutre con su propia sustancia, el hombre civilizado se extenúa y debilita para asegurar la prosperidad de un parásito o de un tirano. calculador a pesar de su locura, se imagina que sus preocupaciones y problemas aminorarían si pudiera "programárselos" a pueblos "subdesarrollados" a los que le reprocha no entrar "al aro", es decir, al vértigo. para mejor precipitarlos en él, les inyectará el veneno de la ansiedad y no los dejará en paz hasta que observe en ellos los mismos síntomas de ajetreo. con el fin de realizar su sueño de una humanidad sin aliento, perdida y atada al reloj, recorrerá los continentes, siempre en busca de nuevas víctimas sobre quienes verter el excedente de su febrilidad y de sus tinieblas. mirándolo se adivina la verdadera naturaleza del infierno: ¿acaso no es ahí el lugar donde el tiempo es condena eterna?
de nada sirve someter al universo y apropiárnoslo: mientras no hayamos triunfado sobre el tiempo, seguiremos siendo esclavos. ahora bien, esa victoria se adquiere merced a la renuncia, virtud hacia la que nuestras conquistas nos vuelven particularmente ineptos, de manera que, mientras más numerosas son, más se intensifica nuestra sujeción. la civilización nos enseña cómo apoderarnos de las cosas, cuando debería iniciarnos en el arte de despojarnos de ellas, pues no hay libertad ni "verdadera vida" si no se aprende a renunciar. me apodero de un objeto, me considero su dueño, y, de hecho, sólo soy su esclavo, como también soy esclavo del instrumento que fabrico y manejo. no hay nueva adquisición que no signifique una cadena más, ni hay factor de poder que no sea causante de debilidad. hasta nuestros dones contribuyen a encadenarnos; el espíritu que se eleva por encima de los demás es menos libre: confinado en sus facultades y en sus ambiciones, prisionero de sus talentos, los cultiva a sus expensas, los hace valer a costa de su salvación. nadie se libera si se obliga a ser alguien o algo. todo lo que poseemos o producimos, todo 10 que se sobrepone a nuestro ser, nos desnaturaliza y ahoga. y qué error, qué herida haberle adjudicado la existencia a nuestro mismo ser cuando hubiéramos podido, inmaculados, preservarlo en lo virtual y en lo invulnerable. nadie se cura del mal de nacer, plaga capital si es que existe una. y aceptamos la vida y soportamos todas sus pruebas sólo porque tenemos la esperanza de curarnos algún día. los años pasan, la llaga permanece.
mientras más se diferencia y complica la civilización, más maldecimos los lazos que nos atan a ella. según solovieiv, la civilización llegará a su fin (que será, según el filósofo ruso, el fin de todo) en la plenitud del "siglo más refinado". lo cierto es que nunca estuvo tan amenazada ni fue tan odiada como en los momentos en que parecía mejor establecida, según atestiguan los ataques, en pleno siglo de las luces, contra sus costumbres y prestigios, contra todas las conquistas que la enorgullecían. "en los siglos cultos se convierte en una especie de religión adorar lo que se admiraba en los siglos vulgares", anota voltaire, no muy apto para comprender las razones de tal entusiasmo. en todo caso, fue en la época de los salones cuando el "retorno a la naturaleza" se impuso, igual como la ataraxia sólo podía ser concebida en un tiempo en que, cansados de divagaciones y de sistemas, los espíritus preferían las delicias de un jardín a las controversias del ágora. la búsqueda de la sabiduría proviene siempre de una civilización harta de sí misma. cosa curiosa: nos es difícil imaginar el proceso que llevó al mundo antiguo a la saciedad, el objeto ideal de nuestras nostalgias. por lo demás, comparado al innombrable hoy, cualquier época nos parece bendita. al apartarnos de nuestro verdadero destino, tramos, si es que no estamos ya en él, en el siglo final, en ese siglo refinado por excelencia (complicado hubiera sido el adjetivo exacto) que será necesariamente en el que, a todos los niveles, nos encontraremos en la antípoda de lo que deberíamos haber sido.
los males inscritos en nuestra condición son superiores a los bienes; e incluso si se equilibraran, nuestros problemas no estarían resueltos. tal y como sugiere la civilización, estamos aquí para debatirnos con la vida y la muerte, y no para esquivarlas. y aunque la civilización consiguiera, secundada por la inútil ciencia, eliminar todos los azotes, o, para engatusarnos, empresa de disimulo, de encubrimiento de lo insoluble, nos prometiera otros planetas a guisa de recompensa, sólo lograría acrecentar nuestra desconfianza y nuestra desesperación. mientras más se agita y se pavonea, más envidiamos las edades que tuvieron el privilegio de ignorar las facilidades y las maravillas con que nos gratifica sin cesar. "con un poco de pan, de cebada y de agua, se puede ser tan feliz como Júpiter", repetía el sabio que nos conminaba a esconder nuestra vida. ¿es manía citarlo siempre? ¿y a quién dirigirse entonces, a quién pedir consejo? ¿a nuestros contemporáneos?, esos indiscretos, esos intranquilos culpables de habernos convertido, al deificar las confesiones, el apetito y el esfuerzo, en unos fantasmas líricos, insaciables y extenuados. lo único que excusa su furia es que no se derive de un nuevo instinto, ni de un impulso sincero, sino del pánico ante un horizonte cerrado. muchos de nuestros filósofos que se asoman, aterrados, al porvenir, no son más que los intérpretes de una humanidad que, sintiendo que los instantes se le escapan, trata de no pensar en ello -sin dejar de pensar. sus sistemas ofrecen la imagen y el desenvolvimiento discursivo de esa obsesión. lo mismo ocurre con la historia, quien solicita su interés cuando ya el hombre tiene todas las razones para dudar que aún le pertenezca y siga siendo su agente. de hecho todo ocurre como si, escapándosele, la historia, él comenzara una carrera no histórica, breve y convulsionada, que relegaría a nivel de tonterías las calamidades que hasta ahora lo enorgullecían tanto. su dosis de ser se adelgaza a cada paso que avanza. sólo existimos gracias al retroceso, gracias a la distancia que mantenemos entre las cosas y nosotros mismos. moverse es entregarse a lo falso y a lo ficticio, es practicar una discriminación abusiva entre lo posible y lo fúnebre. al grado de movilidad que hemos llegado, ya no somos dueños ni de nuestros gestos ni de nuestra suerte. seguramente nos preside una providencia negativa cuyos designios, a medida que nos aproximamos de nuestro se hacen cada vez más impenetrables pero que se develarían sin esfuerzo ante cualquiera que solamente quisiera detenerse y salir de su papel para contemplar, aunque fuera por un instante, el espectáculo de esa trágica horda sin aliento a la cual pertenece.
y, pensándolo bien, el siglo final no será el más refinado, ni siquiera el más complicado, sino el más apresurado, aquel en que, disuelto el ser en el movimiento, la civilización, en un supremo ímpetu hacia lo peor, se desmenuzará en el torbellino que suscitó. y puesto que nada puede impedirle ya que se hunda él, renunciemos a ejercer nuestras virtudes en su contra, sepamos distinguir, incluso en los excesos en los que se complace, algo exaltante que nos invite a moderar nuestras indignaciones y a revisar nuestro desdén. así nos parecerán menos odiosos esos espectros, esos alucinados al reflexionar sobre los móviles inconscientes y las profundas razones de su frenesí: ¿acaso no sienten que el plazo que les ha sido acordado se reduce día con día v que el desenlace está cerca? ¿y no es para alejar esta idea por lo que se en la velocidad? si estuvieran seguros de algún otro porvenir no tendrían ningún motivo para huyendo de sí mismos: reducirían su ritmo y se instalarían sin temor en una expectativa indefinida. pero ni siquiera se trata de este porvenir o de otro cualquiera, puesto que simplemente no tienen ninguno; esa es una oscura certeza informulada que surge del enloquecimiento de la sangre, que temen enfrentar, que quieren olvidar apresurándose, yendo cada vez más rápido y negándose un solo instante para sí mismos. las máquinas son el resultado, y no la causa, de tanta prisa, de tanta impaciencia. no son ellas las que empujan al hombre civilizado hacia su perdición; es porque ya iba hacia ellas que las inventó como medios, como auxiliares para perderse más rápida y eficazmente. no contento con ir hacia ella, quería rodar. en este sentido, pero sólo en éste, las máquinas le permiten "ganar tiempo". y las distribuye, las impone a los "atrasados" para que puedan seguirlo, adelantarse incluso en la carrera hacia el desastre, en la instauración de una locura universal y mecánica. y con el fin de asegurar este acontecimiento, se encarniza nivelando, uniformando el paisaje humano, borrando las irregularidades y proscribiendo las sorpresas. lo que quisiera es que reinara la anomalía, la anomalía rutinaria y monótona, convertida en reglamento de conducta, en imperativo. a los que se escabullan los acusa de oscurantistas o extravagantes, y no se dará por vencido hasta que los introduzca en el camino correcto, es decir en sus errores de hombre civilizado. los primeros en negarse son los iletrados, y por ello los obligará a aprender a leer y a escribir, con el fin de que, atrapados en la trampa del saber, ninguno escape a la desgracia común. tan grande es la obnubilación del hombre civilizado, que no concibe que se pueda optar por un género de perdición distinta a la suya. desprovisto del descanso necesario para ejercitarse en la autoironía, se priva también de cualquier recurso contra sí mismo, y tanto más nefasto resulta para los demás. agresivo y conmovedor, no deja de tener algo patético: es comprensible que, frente a lo inextricable que lo aprisiona, sienta uno cierto malestar en atacarlo y denunciarlo, sin contar con que siempre es de mal gusto hablar de un incurable, aunque sea odioso. sin embargo, si nos negáramos al mal gusto, ¿aún podría jamás emitir juicio alguno?

*cioran emil e. la caída en el tiempo. planeta-agostini, barcelona, 1986. pgs. 29-47.
trad,: esther seligson.