sábado, 28 de julio de 2012
Marguerite Yourcenar (Bélgica-Estados Unidos, 1903 - 1987) // poemas - hospes comesque / Las caridades de Alcipio / Siete poemas para una muerta
hospes comesque
(invitados)
(invitados)
Cuerpo llevando el alma, siempre vanamente
Vuelvo a pensar en ti y te
vuelvo a olvidar;c
Corazón infinito en el cáliz naciente;
Boca que busca el nuevo verbo de besar.
Mares de navegar, fuentes para beber;
Trigo y vino ritual en la mesa mezclados;
Refugio de dulzura el vago adormecer;
Tierra que se despliega en los pasos alados.
Aire que me llenas de espacio y de equilibrio;
Nervios por donde viaja el cóncavo delirio;
Mirada interrumpida en el vasto universo.
Cuerpo, compañero, juntos nos moriremos.
No puedo no querer la sombra que tenemos,
No apresar con ella el resplandor de un verso.
Boca que busca el nuevo verbo de besar.
Mares de navegar, fuentes para beber;
Trigo y vino ritual en la mesa mezclados;
Refugio de dulzura el vago adormecer;
Tierra que se despliega en los pasos alados.
Aire que me llenas de espacio y de equilibrio;
Nervios por donde viaja el cóncavo delirio;
Mirada interrumpida en el vasto universo.
Cuerpo, compañero, juntos nos moriremos.
No puedo no querer la sombra que tenemos,
No apresar con ella el resplandor de un verso.
Vers.: S.
Barón-Supervielle
Las caridades de Alcipio
1. Me acosté lentamente en la playa de arena
Donde el mundo se gasta con áridas dulzuras
Y a la hora asombrada en que los astros nacen
Del nácar de sus sueños sobre sus cuerpos largos,
Vi venir hacia mí mis hermanas Sirenas.
Vi venir hacia mí mis locas hermanas de la orilla
Que cantan por la noche en un lúgubre coro;
Amantes sin amor, cautivas para siempre,
Que nunca en el gemido hondo o en los senos fríos
Sintieron bramar secreto el fuego de un corazón.
Me pedían del alma ese trozo candente,
Estremecido adentro como un pequeño ser;
Esa péndola viva hecha de sombra y fuego,
Lanzadera de un telar que a cada instante
Tejiendo sangre desfallece y se acelera.
Me pedían su parte de esa entraña
Que dilata nuestros votos incumplidos,
A fin de que el ahogado, el grumete o el corsario
Encuentren bajo el agua verde y la sal que macera,
El amor y el calor de las camas profundas.
Querían ese corazón para sufrir y saber
Los cantos del dolor y sus sollozos roncos,
Y comprender por qué cuando amanece el día
Revelando el naufragio y la barca vacía,
La mujer del marino acude a la rompiente.
Cedí, temblando, al llanto de sus ojos transparentes,
A sus enamorados gritos de sombras y rumor;
Entre sus dedos lascivos y sus anillos de perlas
Vi mi corazón hundirse en la cavidad negra de las olas
y en el abismo del viento donde va lo que muere.
Lo vi descender el pozo de las tormentas,
Abrirse como un loto en las aguas tranquilas,
Bailar en las olas, rebotar en las crestas,
Y en hilos centelleantes que detiene el temblor,
Engancharse al cabello de las cañas gimiendo.
Vi su sangre tibia manchar el mar inmenso
Como un sol herido que naufraga victorioso
Dejando por detrás la nada y la demencia;
Lo vi tragado por la noche que comienza
1. Me acosté lentamente en la playa de arena
Donde el mundo se gasta con áridas dulzuras
Y a la hora asombrada en que los astros nacen
Del nácar de sus sueños sobre sus cuerpos largos,
Vi venir hacia mí mis hermanas Sirenas.
Vi venir hacia mí mis locas hermanas de la orilla
Que cantan por la noche en un lúgubre coro;
Amantes sin amor, cautivas para siempre,
Que nunca en el gemido hondo o en los senos fríos
Sintieron bramar secreto el fuego de un corazón.
Me pedían del alma ese trozo candente,
Estremecido adentro como un pequeño ser;
Esa péndola viva hecha de sombra y fuego,
Lanzadera de un telar que a cada instante
Tejiendo sangre desfallece y se acelera.
Me pedían su parte de esa entraña
Que dilata nuestros votos incumplidos,
A fin de que el ahogado, el grumete o el corsario
Encuentren bajo el agua verde y la sal que macera,
El amor y el calor de las camas profundas.
Querían ese corazón para sufrir y saber
Los cantos del dolor y sus sollozos roncos,
Y comprender por qué cuando amanece el día
Revelando el naufragio y la barca vacía,
La mujer del marino acude a la rompiente.
Cedí, temblando, al llanto de sus ojos transparentes,
A sus enamorados gritos de sombras y rumor;
Entre sus dedos lascivos y sus anillos de perlas
Vi mi corazón hundirse en la cavidad negra de las olas
y en el abismo del viento donde va lo que muere.
Lo vi descender el pozo de las tormentas,
Abrirse como un loto en las aguas tranquilas,
Bailar en las olas, rebotar en las crestas,
Y en hilos centelleantes que detiene el temblor,
Engancharse al cabello de las cañas gimiendo.
Vi su sangre tibia manchar el mar inmenso
Como un sol herido que naufraga victorioso
Dejando por detrás la nada y la demencia;
Lo vi tragado por la noche que comienza
Y luego ya no vi más lo que era
mi corazón.
2. En los inquietos bosques vibrantes de batidas,
Por los jardines ebrios donde sube el jazmín,
Sellando con el dedo sus quejidos callados,
Vi venir hacia mí una legión de estatuas;
El mármol y el metal me tomaron la mano.
En los templos dorados donde sombríos ídolos
Miran con sus ojos de zafiro hacia el mar,
Un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado,
Alzaba en sus senos pesadas girándulas;
Todas, con sus hermosos ojos amargos, me miraban.
En las simas de los montes, en los tajos de Carrara,
El mármol bruto bajo mi paso gritaba;
El jaspe, el ágata y los pórfidos raros
Por el salvaje escultor al taller arrastrados,
La desesperanza de no ser me decían.
Sufrían de ignorar los nombres que tenían,
De no saber qué César o qué Rey pasivamente
Serían sobre las puertas de Roma;
Qué olvidado maestro en este infierno del hombre
Como una afrenta al tiempo, en ellos, seguiría
Los dioses griegos sufrían de su belleza vacía,
Cansados del incienso invisible alrededor;
La dulce tibieza de las tardes no llenaba sus venas
y en sus lívidas frentes de apio y de verbena
Ceñía el dolor de ser sin haberlo sabido.
Los dioses me pedían mi alma inagotable
Que de ellos como una fuente refulgente manaría,
Para que el fiel en la arena arrodillado,
Viendo al fin sonreír sus máscaras secretas,
Abra los brazos, se regocije y se yerga embelesado;
Para poder de pronto escuchar a los que rezan
O burlarse en voz baja del tonto adorador,
Desplegar sobre el mundo sus ojos de diamantes,
y hastiados de la impostura y de la idolatría
Castigar al sacerdote y golpear al escultor.
Pegué entonces mi boca a sus labios severos,
Al mármol en mi abrazo ardiendo ya;
Mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres,
En esos duros cuerpos que el orfebre pulió,
Entera y con todo su pasado se alejó.
Viudo de mi alma mi cuerpo vagaba por la extensión,
Insensible a las señales del viento melodioso;
Como una lámpara de oro en vano suspendida
Cuyo aceite, gota a gota, para siempre se virtió,
Para animar a los dioses mi alma me abandonó.
2. En los inquietos bosques vibrantes de batidas,
Por los jardines ebrios donde sube el jazmín,
Sellando con el dedo sus quejidos callados,
Vi venir hacia mí una legión de estatuas;
El mármol y el metal me tomaron la mano.
En los templos dorados donde sombríos ídolos
Miran con sus ojos de zafiro hacia el mar,
Un suspiro, como el escalofrío de una góndola, alargado,
Alzaba en sus senos pesadas girándulas;
Todas, con sus hermosos ojos amargos, me miraban.
En las simas de los montes, en los tajos de Carrara,
El mármol bruto bajo mi paso gritaba;
El jaspe, el ágata y los pórfidos raros
Por el salvaje escultor al taller arrastrados,
La desesperanza de no ser me decían.
Sufrían de ignorar los nombres que tenían,
De no saber qué César o qué Rey pasivamente
Serían sobre las puertas de Roma;
Qué olvidado maestro en este infierno del hombre
Como una afrenta al tiempo, en ellos, seguiría
Los dioses griegos sufrían de su belleza vacía,
Cansados del incienso invisible alrededor;
La dulce tibieza de las tardes no llenaba sus venas
y en sus lívidas frentes de apio y de verbena
Ceñía el dolor de ser sin haberlo sabido.
Los dioses me pedían mi alma inagotable
Que de ellos como una fuente refulgente manaría,
Para que el fiel en la arena arrodillado,
Viendo al fin sonreír sus máscaras secretas,
Abra los brazos, se regocije y se yerga embelesado;
Para poder de pronto escuchar a los que rezan
O burlarse en voz baja del tonto adorador,
Desplegar sobre el mundo sus ojos de diamantes,
y hastiados de la impostura y de la idolatría
Castigar al sacerdote y golpear al escultor.
Pegué entonces mi boca a sus labios severos,
Al mármol en mi abrazo ardiendo ya;
Mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres,
En esos duros cuerpos que el orfebre pulió,
Entera y con todo su pasado se alejó.
Viudo de mi alma mi cuerpo vagaba por la extensión,
Insensible a las señales del viento melodioso;
Como una lámpara de oro en vano suspendida
Cuyo aceite, gota a gota, para siempre se virtió,
Para animar a los dioses mi alma me abandonó.
3. Iba cabizbajo bordeando el cementerio,
Merodeaban los gritos de los chacales, discordes,
Y del fondo de las tumbas y la cumbre de las cúpulas
Estirando hacia mis hombros sus manos borradas,
Los muertos me pedían entregarles mi cuerpo.
Reclamaban de mí el amalgama de átomos
Que sirve de soporte al furor del deseo;
El caballo galopando en el reino de la carne,
Montado sin cesar por jinetes fantasmas,
Que masca babeando la sal del placer caliente.
Los avaros rondando por las cisternas vacías,
Donde enmohecen todavía sus tesoros escondidos,
Deseaban mis largas manos en sus ávidas faenas:
En las pilas del oro reluciente y de la plata opaca,
Pesadas ahora para sus sueños vanos.
Reclamaban de mí a fin de beber mi boca,
Mi voz para divulgar la profecía de los muertos;
Como el héroe engañado que maldice su gloria,
Saciados de beber del copón el vino puro,
Los santos, para condenarse, necesitaban un cuerpo.
Y como en los cerdos de Asia, los demonios,
Traicioneros de una dicha que compraron muy caro,
Famélicos desmedidos e insaciables,
Desde el fondo de su sueño llorando su delirio,
Los muertos me asaltaron y habitaron mi carne.
Movieron mi cuerpo sin temor entregado,
Mordieron con mi boca anzuelos turbios,
Rodeando sus deseos anudaron mi abrazo,
Por donde yo pasaba sus huellas imprimieron
Y a camas desconocidas me arrastraron.
4. Lo que yo creí mío se disuelve y vacila,
Se desatan por dentro los nudos sin morir;
Como el canto de un violoncelo se evade
y se extiende en el aire, amortiguado, y se derrama,
Solamente me encuentro si me busco por fuera.
¡Templos griegos, callad! ¡Callad, catacumbas!
¡Que no narren las altas olas alteradas!
¡Muertos amordazados en la prisión de las tumbas
Callad completamente bajo la lluvia del llanto!
¡Dioses! ¡Guardad mi secreto al hablar con el viento!
Testigo desesperado de mis metamorfosis,
Sin poder alcanzar el ser que una vez fui,
Como se busca un perfume en el corazón de las rosas
La muerte para encontrarme excavando las cosas,
En único mendigo rechazado se convierte.
Que vaya, si es necesario, a pedirle a las Sirenas
Mi corazón voluptuoso abandonado a las olas.
Frustré la absolución y los fúnebres cantos;
Como un nardo sobre el pecho de las Reinas derramado,
Existo eternamente en lo que di.
Merodeaban los gritos de los chacales, discordes,
Y del fondo de las tumbas y la cumbre de las cúpulas
Estirando hacia mis hombros sus manos borradas,
Los muertos me pedían entregarles mi cuerpo.
Reclamaban de mí el amalgama de átomos
Que sirve de soporte al furor del deseo;
El caballo galopando en el reino de la carne,
Montado sin cesar por jinetes fantasmas,
Que masca babeando la sal del placer caliente.
Los avaros rondando por las cisternas vacías,
Donde enmohecen todavía sus tesoros escondidos,
Deseaban mis largas manos en sus ávidas faenas:
En las pilas del oro reluciente y de la plata opaca,
Pesadas ahora para sus sueños vanos.
Reclamaban de mí a fin de beber mi boca,
Mi voz para divulgar la profecía de los muertos;
Como el héroe engañado que maldice su gloria,
Saciados de beber del copón el vino puro,
Los santos, para condenarse, necesitaban un cuerpo.
Y como en los cerdos de Asia, los demonios,
Traicioneros de una dicha que compraron muy caro,
Famélicos desmedidos e insaciables,
Desde el fondo de su sueño llorando su delirio,
Los muertos me asaltaron y habitaron mi carne.
Movieron mi cuerpo sin temor entregado,
Mordieron con mi boca anzuelos turbios,
Rodeando sus deseos anudaron mi abrazo,
Por donde yo pasaba sus huellas imprimieron
Y a camas desconocidas me arrastraron.
4. Lo que yo creí mío se disuelve y vacila,
Se desatan por dentro los nudos sin morir;
Como el canto de un violoncelo se evade
y se extiende en el aire, amortiguado, y se derrama,
Solamente me encuentro si me busco por fuera.
¡Templos griegos, callad! ¡Callad, catacumbas!
¡Que no narren las altas olas alteradas!
¡Muertos amordazados en la prisión de las tumbas
Callad completamente bajo la lluvia del llanto!
¡Dioses! ¡Guardad mi secreto al hablar con el viento!
Testigo desesperado de mis metamorfosis,
Sin poder alcanzar el ser que una vez fui,
Como se busca un perfume en el corazón de las rosas
La muerte para encontrarme excavando las cosas,
En único mendigo rechazado se convierte.
Que vaya, si es necesario, a pedirle a las Sirenas
Mi corazón voluptuoso abandonado a las olas.
Frustré la absolución y los fúnebres cantos;
Como un nardo sobre el pecho de las Reinas derramado,
Existo eternamente en lo que di.
Vers.: S. Barón-Supervielle
Siete poemas para una muerta
I. Cansados de esperar, los que nos esperaron,
Murieron sin saber que estábamos llegando,
Sus brazos abiertos despacio se cerraron
Y en vez del recuerdo, vino el pesar temblando.
La flor y la oración, la más tierna mirada,
Son ofrendas que Dios no podrá bendecir.
La muerte no escucha la vida desterrada;
Nos junta solamente y no nos puede unir.
Nunca conoceré esa apacible tumba;
Es demasiado tarde, mi grito retumba
Sin eco en la tierra de sorda eternidad;
La muerte desdeñosa o por la fuerza muda,
Nos deja en este umbral oscuro de la duda
Donde no fue el amor y está su soledad.
II. Aquí están la miel profunda de las rosas,
La fragancia, el color, el respirar amado.
No sonreirás más a la luz de las cosas;
Tu gesto de abrazar en suspenso ha quedado.
Ya no sentirán más tus párpados dormidos
El largo deshojar de la melancolía.
Tu corazón se aleja en cielos desvaídos
y yo llego puntual para ver la agonía.
El ser no es más que un nombre; el tiempo es un día;
Por la ruta del sol tu sombra yo amaría
Pero contra la tumba mi amor se golpeó.
La muerte no vacila y supo alcanzarte;
Si me recuerdas hoy sabrás compadecerte
De esta oscuridad que tu antorcha encendió.
I. Cansados de esperar, los que nos esperaron,
Murieron sin saber que estábamos llegando,
Sus brazos abiertos despacio se cerraron
Y en vez del recuerdo, vino el pesar temblando.
La flor y la oración, la más tierna mirada,
Son ofrendas que Dios no podrá bendecir.
La muerte no escucha la vida desterrada;
Nos junta solamente y no nos puede unir.
Nunca conoceré esa apacible tumba;
Es demasiado tarde, mi grito retumba
Sin eco en la tierra de sorda eternidad;
La muerte desdeñosa o por la fuerza muda,
Nos deja en este umbral oscuro de la duda
Donde no fue el amor y está su soledad.
II. Aquí están la miel profunda de las rosas,
La fragancia, el color, el respirar amado.
No sonreirás más a la luz de las cosas;
Tu gesto de abrazar en suspenso ha quedado.
Ya no sentirán más tus párpados dormidos
El largo deshojar de la melancolía.
Tu corazón se aleja en cielos desvaídos
y yo llego puntual para ver la agonía.
El ser no es más que un nombre; el tiempo es un día;
Por la ruta del sol tu sombra yo amaría
Pero contra la tumba mi amor se golpeó.
La muerte no vacila y supo alcanzarte;
Si me recuerdas hoy sabrás compadecerte
De esta oscuridad que tu antorcha encendió.
III. No había que titubear; había que acudir;
Había que llamar; no había que callar.
No supe presentir que ibas a morir
Y continué mi aislado camino de pasar.
No supe presentir que vería agotarse
El claro manantial donde la sed termina;
No supe presentir que la muerte germina
Un fruto misterioso en la tierra de amarse.
Aquí están mis ojos, mis manos, mi paso
De ayer por el jardín que ahora yace raso;
Te busco titubeando como un extranjero,
Pero sin alcanzarte; me acuso; y envidio
Aquel que comprendió que todo es pasajero
Y descubrió su amor frente a tu espejo tibio.
IV. Jamás de tu alma conocerás el viaje
Comenzado en mi alma al despuntar el día;
Ni el tiempo, ni el amor, ni la edad, ni el paisaje
Borrarán tu huella grabada con la mía.
No sabrás que tiene tu rostro la belleza,
Que el mundo por tu azul dulzura resplandece,
Que la transparencia del lago en la maleza
Refleja tu mirar donde el sol amanece.
Nunca jamás sabrás que eres en mi mano
El oro del farol sobre el andar del mar;
Que tu lejana voz se mueve en mi cantar,
Que tu antorcha, tu luz y resplandor arcano
Me indican el dulce sendero de vivir
Juntos, en una sola sombra de seguir
V. La estrella centelleante es del ciprés la fruta
Balanceando la noche lenta del verano;
La vida en sus velos desnuda por su ruta
Despliega tu esplendor cada vez más cercano.
Tu amor y mi amor, nuestros cuerpos y el latido,
Serán nuevamente diversa infinidad;
La araña constante extiende su tejido
Y el universo atroz teje la eternidad.
El mar sin mañana nos trae a la ribera,
Nos lleva debajo de una puerta soñera;
En todo morirnos, en todo renacemos,
Pero en el corazón de sed desconocida
Amor y esperanza imaginan que vemos
De aquella muerte el astro engendrar esta vida.
VI. La miel de las cosas al fondo inalterable
Es deseo, dolor y es remordimiento;
Alambique sin fin donde el tiempo incansable
Destila del día o la noche el movimiento.
Comienza a madurar otra vez el rumor ,
La misma nota vibra en distintos sonidos;
No se puede cortar del perfume la flor
Ni el alma del cuerpo eternamente unidos.
El cielo nos retira la escala fugaz,
No verás derramarse el amor por mi faz;
Cada día cerrará la luz que te veía,
Cada noche en la noche vendrá progresando,
Como en tus brazos lentamente yo venía,
Para cerrar también lo que se está apagando.
VII. Aquí viene en silencio el espacio del canto
Que puede sin herirte pasar a tu lado;
Dejemos las flores cubrirte con su llanto,
La sonrisa trazar en el rostro el pasado.
Cuando la máscara desciende fatigada
Y se deslizan en el lecho los durmientes,
Todos los dedos de la hierba derribada
Quisiera acariciar con mis manos ardientes.
Es hacia tu dulzura que va mi sendero.
De este suelo acompasado el jardinero
Del olvido barre el otoño de quererte.
El amor inmortal corre en la lejaníad
de la sangre, y no turbaré
con mi elegía,
la cita infinita de la tierra y la muerte.
Vers.: S. Barón-Supervielle
emily dickinson (estados unidos, 1830 - 1886) // poemas - sentí un funeral en mi cerebro... / no era la muerte, pues yo estaba de pie... / poema 128 / poema 520 / poema 739
sentí un funeral en mi cerebro...
sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente -
y cuando todos estuvieron sentados,
una liturgia, como un tambor -
comenzó a batir -a batir -hasta que pensé
que mi mente se volvía muda -
y luego los oí levantar el cajón
y crujió a través de mi alma
con los mismos botines de plomo, de nuevo,
el espacio -comenzó a repicar,
como si todos los cielos fueran campanas
y existir, sólo una oreja,
y yo, y el silencio, alguna extraña raza
naufragada, solitaria, aquí -
y luego un vacío en la razón, se quebró,
caí, y caí -
y di con un mundo, en cada zambullida,
y terminé sabiendo -entonces -Morir no duele mucho...
morir no duele mucho:
nos duele más la vida.
Pero el morir es cosa diferente,
tras la puerta escondida:
la costumbre del sur, cuando los pájaros
antes que el hielo venga,
van a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros que se quedan:
los temblorosos junto al umbral campesino,
que la migaja buscan,
brindada avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas.
no era la muerte, pues yo estaba de pie...
no era la muerte, pues yo estaba de pie
Y todos los muertos están acostados,
No era de noche, pues todas las campanas
Agitaban sus badajos a mediodía.
no había helada, pues en mi piel
sentí sirocos reptar,
ni había fuego, pues mis pies de mármol
podían helar un santuario.
y, sin embargo, se parecían a todas
las figuras que yo había visto
ordenadas para un entierro
que rememoraba como el mío.
como si mi vida fuera recortada
y calzada en un marco
y no pudiera respirar sin una llave
y era como si fuera medianoche
cuando todo lo que late se detiene
y el espacio mira a su alrededor
la espeluznante helada, primer otoño que llora,
repele la apaleada tierra.
pero todo como el caos,
interminable, insolente,
sin esperanza, sin mástil
ni siquiera un informe de la tierra
para justificar la desesperación.
poema 128
dame el ocaso en una copa,
enumérame los frascos de la mañana
y dime cuánto hay de rocío,
dime cuán lejos la mañana salta-
dime a qué hora duerme el tejedor
que tejió el espacio azul.
escríbeme cuántas notas habrá
en el nuevo éxtasis del tordo
entre asombradas ramas-
cuántos caminos recorre la tortuga-
cuántas copas la abeja comparte,
disoluta del rocío.
también, ¿quién puso la base del arco iris,
también, quién guía las esferas dóciles
por juncos de azul flexible?
¿qué dedos atan las estalactitas-
quién cuenta la plata de la noche
para saber si nadie está en deuda?
¿quién edificó esta casita albana
y cerró herméticamente las ventanas
que mi espíritu no puede ver?
¿quién me dejará salir un día de gala
con implementos de vuelo,
fugaz pomposidad?
vers,; s. ocampo
poema 520
me fui temprano -me llevé a mi perro-
a visitar el mar.
las sirenas del sótano
salían a mirarme
y, en el piso de arriba, las fragatas
extendían manos de cáñamo,
creyéndome una rata
encallada en la arena.
no huí, con todo. Hasta que el flujo
me llegó a los zapatos
y al delantal y al cinturón
y enseguida al corpiño,
tal como si intentara devorarme
como a una gota de rocío
en una flor de diente-de-león.
entonces salí huyendo.
él me siguió. Venía detrás, cerca.
sentía su tacón de plata
en mi tobillo y mis zapatos
rebosaron de perlas.
los dos llegamos hasta el pueblo firme.
no parecía conocer a nadie.
me miró con dureza
y se fue, haciéndome una venia.
poema 739
muchas veces pensé que la paz había llegado
cuando la paz estaba muy lejos-
como los náufragos- creen que ven la tierra-
en el centro del mar-
y luchan más débilmente -sólo para probar
tan deshauciadamente como yo-
cuántas ficticias costas-
antes del puerto hay-
yukio mishima (japón, 1925-1970) // cuentos - La perla
La perla
El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki.
La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible
y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras
Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad
que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras
edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número
de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual
prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta
clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo
con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de
mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de
inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó
por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan
grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance.
La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se
servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta.
La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin
piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta,
lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en
medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y
alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas.
Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la
torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la
complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su
limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su
apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki
sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que,
luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se
produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo
tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y
cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas
plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de
cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del
baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el
mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos
y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la
tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la
había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas
coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto,
y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con
disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La
perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La
señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su
búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la
advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las
cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las
invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la
situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de
casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con
una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me
acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre
el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba
un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría
en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se
trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y
salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si
la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de
las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre
bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su
auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga.
Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se
tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto.
Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una
acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún
concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora
Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba
con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le
atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz
débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber
hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento.
Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el
incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de
demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera
estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable
que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio
de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir
que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero
no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus
labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil
recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su
imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el
cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los
jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la
señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la
señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y,
por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que
cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que
vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el
coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje,
recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su
atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la
punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que
se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa.
Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser
cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener
consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la
ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora
Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino
que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era
prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de
distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era
devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo
de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto
que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición
más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto,
no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial
cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la
señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible
permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un
familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio
residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se
sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a
consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio
y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había
sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una
bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes
que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo
momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la
torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible
señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas
probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras
reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente
necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo
todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las
cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder,
hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba
en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día
siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución
daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una
insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora
Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al
mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más
transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio
de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más
grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de
la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla
recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el
bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría
hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no
coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría
devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se
comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha
visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor
olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de
que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás
que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía
escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un
pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora
Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma.
Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día
siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había
comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la
señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica
quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las
arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e
innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó
apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el
coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza
donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo
tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que,
al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la
perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a
devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más
pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que
aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena
amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la
señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó,
agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde
llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra
perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita
anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan
tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan
pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la
señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron
frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus
encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un
largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento
del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación
embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En
especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por
su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía
pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del
procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía
algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el
punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una
cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba
sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que
su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable
de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez
había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer
aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una
maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que
había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora
Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como
el más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de
casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la
señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por
detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de
torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había
empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el
bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber
abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible,
entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber
tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la
perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó
atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación,
a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que
podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura
fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo
inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la
señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no
aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa
-comenzó la señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si
vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio,
¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al
echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna
relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía
las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola
incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una
ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba
suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a
enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se
enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura
estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir
-continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las
invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la
señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como
te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en
él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi
desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no
habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones
y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder
hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con
absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás
echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis
sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es
cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido
la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera.
Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué
contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante
era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa
ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta,
voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y
en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a
nadie fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva
verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por
aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada
concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora
Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la
señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable
traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía
asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera
sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable
rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las
cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora
Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me
gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito
valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el
someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido
hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y
nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora
Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto
incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a
reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por
su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable
para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora
Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su
rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa
contra el respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando
desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió
su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la
mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran
determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique
elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada
fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera
vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora
Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes
ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era
más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo
su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la
señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de
lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus
dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes
relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado
notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su
vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que
todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados
escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un
formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una
chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel
cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las
eternas mentiras de siempre.
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