jueves, 11 de agosto de 2011

silvina ocampo (argentina, 1903 - 1994) // cuentos - la casa de los relojes / mimoso / el cuaderno

la casa de los relojes

estimada señorita:
ya que me he distinguido en sus clases con mis composiciones, cumplo con mi promesa: me ejercitaré escribiéndole cartas. ¿me pregunta qué hice en los últimos días de mis vacaciones?
le escribo mientras ronca joaquina. es la hora de la siesta y usted sabe que a esa hora y a la noche, joaquina, porque tiene carne crecida en la nariz, ronca más que de costumbre. es una lástima porque no deja dormir a nadie. le escribo en el cuadernito de deberes porque el papel de carta que conseguí del pituco no tiene líneas y la letra se me va para todos lados. sabrá que la perrita julia duerme ahora debajo de mi cama, llora cuando entra luz de luna por la ventana, pero a mí no me importa porque ni el ronquido de joaquina me despierta.
fuimos a pasear a la laguna la salada. es muy lindo bañarse. y me hundí hasta las rodillas en el barro. junté hierbas para el herbario y también, en los árboles que quedaban bastante apartados del lugar, huevos para mi colección, de torcaza, de hurraca y de perdiz. las perdices no ponen huevos en los árboles sino en el suelo, pobrecitas. me divertí mucho en la laguna salada, hicimos fortalezas de barro; pero más me divertí anoche en la fiesta que dio ana maría sausa, para el bautismo de rusito. todo el patio estaba decorado con linternas de papel y serpentinas. pusieron cuatro mesas, que improvisaron con tablas y caballetes, con comidas y bebidas de toda clase, que era de chuparse los dedos. no hicieron chocolate por la huelga de leche y porque mi padre se vuelve loco al verlo y le hace mal al hígado.
estanislao romagán abandonó aquel día la tropilla de relojes que tiene a su cargo para ver cómo preparaban la fiesta y para ayudar un poquito (él, que ni en domingos ni en días de fiesta deja de trabajar). yo lo quería mucho a estanislao romagán. ¿usted recuerda aquel relojero jorobado que le compuso a usted el reloj ¿aquel que en los altos de esta casa vivía en esa casilla que yo llamaba la casa de los relojes, que él mismo construyó y que parece de perro? ¿aquel que se especializaba en despertadores? ¡quién sabe si no lo ha olvidado! ¡me cuesta creerlo! relojes y jorobas no se olvidan así no más. pues ése es estanislao romagán. en láminas me mostraba un reloj de sol que disparaba un cañón automáticamente al mediodía, otro que no era de sol cuya parte exterior representaba una fuente, otro, el reloj de estrasburgo, con escalera, con carros y
caballos, figuras de mujeres con túnicas, y hombrecitos raros. usted no me creerá, pero era tan agradable oír las campanillas diferentes de todos los despertadores en cualquier momento y los relojes que daban las horas mil veces al día. mi padre no pensaba lo mismo. para la fiesta, estanislao desenterró un traje que tenía guardado en un pequeño baúl, entre dos ponchos, una frazada y tres pares de zapatos que no eran de él. el traje estaba arrugado, pero estanislao, después de lavarse la cara y de peinarse el pelo, que tiene muy lustroso, negro y que le llega casi hasta las cejas, como un gorro catalán, quedó bastante elegante.
–sentado, con la nuca apoyada sobre un almohadón, se le vería bien.
tiene buena presencia, mejor que la de muchos invitados –comentó mi madre.
–dejáme tocarte la espaldita –le decía joaquina, corriéndolo por la casa.
él permitía que le tocaran la espalda, porque era buenito.
–¿y a mí quién me trae suerte? –decía.
–sos un suertudo –le contestaba joaquina–, tenés la suerte encima.
pero a mí me parece que era una injusticia decirle eso. ¿a usted no,
señorita?
la fiesta fue divina. y el que diga que no, es un mentiroso. pirucha bailó el rock and roll y rosita bailes españoles, que aunque es rubia lo hace con gracia. comimos sándwiches de tres pisos pero un poquito secos, merengues rosados, con gusto a perfume, de esos chiquititos, y torta y alfajores. las bebidas eran riquísimas. pituco las mezclaba, las batía, las servía como un verdadero mozo de restaurante. a mí me daba todo el mundo un poquito de acá, un poquito de allá y así llegué a juntar y a beber el contenido de tres copas, por lo menos. iriberto me preguntó:
–she, pibe, ¿qué edad tenés?
–nueve años.
–¿bebiste algo?
–no. ni un trago –le contesté, porque me dio vergüenza.
–entonces tomá esta copa.
y me hizo beber un licor que me quemó la garganta hasta la campanilla.
se rió y me dijo:
–así serás un hombre.
esas cosas no se hacen con un chico, ¿no le parece, señorita? la gente estaba muy alegre. mi madre que habla poco charlaba como una señora cualquiera y joaquina, que es tímida, bailó sola cantando una canción
mejicana que no sabía de memoria. yo, que soy tan huraño, conversé hasta con el viejito malo que siempre me manda al diablo. era tarde ya cuando bajó de su casilla por fin vestido y peinado estanislao romagán que se disculpó de llevar un traje arrugado. lo aplaudieron y le dieron de beber. le hicieron mil atenciones: le ofrecieron los mejores sándwiches, los mejores alfajores, las más ricas bebidas. una muchacha, la más bonita, creo, de la fiesta, arrancó una flor de una enredadera y se la puso en el ojal. puedo decir que era el rey de la fiesta y que se fue alegrando con cada copa que tomaba. las señoras le mostraban el reloj pulsera descompuesto o roto, que llevaban casi todas en la muñeca. el los examinaba sonriente, prometiendo que los iba a componer sin cobrar nada. se disculpó de nuevo de tener un traje tan arrugado y riendo dijo que era porque no acostumbraba ir a las fiestas. entonces gervasio palmo, que tiene una tintorería a la vuelta de casa, se le acercó y le dijo:
–vamos a planchárselo ahora mismo en mi tintorería. ¿a qué sirven las tintorerías si no es para planchar los trajes de los amigos? todos acogieron la idea con entusiasmo, hasta el mismo estanislao, que es tan moderado, gritó de alegría y dio unos pasitos al compás de la música de un aparato de radio que estaba colocado en el centro del patio. así iniciaron la peregrinación a la tintorería. mi madre, apenada porque le habían roto el adorno más bonito de la casa y ensuciado una carpeta de macramé, me retuvo del brazo:
–no vayas, querido. ayudame a arreglar los desperfectos.
como si me hubiera hablado el gato (aunque usted no lo crea), salí corriendo detrás de estanislao, de gervasio y del resto de la comitiva. después de la casilla de los relojes de estanislao romagán, la casa del barrio que más me gusta es esa tintorería la mancha. en su interior hay hormas de sombreros, planchas enormes, aparatos de donde sale vapor, frascos gigantescos y una pecera, en el escaparate, con peces colorados. el socio de gervasio palmo, que llamamos nakoto, es un japonés, y la pecera es de él. una vez me regaló una plantita que murió en dos días. ¿a un chico cómo quiere que le guste una planta? esas cosas son para los grandes, ¿no le parece, señorita? pero nakoto tiene anteojos, los dientes muy afilados y los ojos muy largos; no me atreví a decírselo: lo que yo quería que me regalara era uno de los peces. cualquiera me
comprende.
ya había oscurecido. caminamos media cuadra cantando una canción que desafinábamos o que no existe.
gervasio palmo, frente a la puerta de la tintorería, buscó las llaves en su bolsillo, tardó en encontrarlas porque tenía muchas. cuando abrió la puerta, todos nos agolpamos y ninguno podía entrar, gervasio palmo impuso tranquilidad con su voz de trueno. nakoto nos apartó, encendió las luces de la casa, quitándose los anteojos. entramos en una enorme sala que yo no conocía. frente a una horma que parecía la montura de un caballo me detuve para mirar el lugar donde iban a planchar el traje de estanislao.
–¿me desnudo? –interrogó estanislao.
–no –respondió gervasio–, no se moleste. se lo plancharemos puesto.
–¿y la giba? –interrogó estanislao, tímidamente. era la primera vez que yo oía esa palabra, pero por la conversación me enteré de lo que significaba (ya ve que progreso en mi vocabulario).
–también te la plancharemos –respondió gervasio, dándole una palmada sobre el hombro.
estanislao se acomodó sobre una mesa larga, como le ordenó nakoto que estaba preparando las planchas. un olor a amoníaco, a diferentes ácidos, me hicieron estornudar: me tapé la boca, siguiendo sus enseñanzas, señorita, con un pañuelo, pero alguien me dijo "cochino", lo que me pareció de muy mala educación. ¡qué ejemplo para un chico! nadie se reía, salvo estanislao. todos los hombres tropezaban con algo, con los muebles, con las puertas, con los útiles de trabajo, con ellos mismos. traían trapos húmedos, frascos, planchas. aquello parecía, aunque usted no lo crea, una operación quirúrgica. un hombre cayó al suelo y me hizo una zancadilla que por poco me rompo el alma. entonces, para mí al menos, se terminó la alegría. comencé a vomitar. usted sabe que tengo un estómago muy sano y que los compañeros de colegio me llamaban avestruz, porque tragaba cualquier cosa. no sé lo que me pasó. alguien me sacó de allí a los tirones y me llevó a casa.
no volví a ver a estanislao romagán. mucha gente vino a buscar los relojes y un camioncito de la relojería la parca retiró los últimos, entre los cuales había uno que parecía una casa de madera, que era mi preferido. cuando pregunté a mi madre dónde estaba estanislao, no quiso contestarme como era debido. me dijo, como si hablara al perro: "se fue a otra parte", pero tenía los ojos colorados de haber llorado por la carpeta de macramé y el adorno y me hizo callar cuando hablé de la tintorería.
no sé lo que daría por saber algo de estanislao. cuando lo sepa le escribiré otra vez.
la saluda cariñosamente, su discípulo preferido.
n. n.


mimoso

desde hacía cinco días mimoso agonizaba. mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente
para que no se estropeara demasiado. al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de mimoso. junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro,con la cucharita. ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. a las
ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro a la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
a la mañana siguiente mercedes metió al perro adentro de una bolsa. no estaba muerto, tal vez. hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. en el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. la
hicieron esperar. el hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. tomó el paquete, diciendo:
–me trajo el perro. ¿cómo lo quiere? –mercedes parecía no comprender–.
el hombre trajo un álbum lleno de dibujos.
–¿lo quiere sentado, acostado o parado? ¿sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿cómo lo quiere?
mercedes miró sin ver nada:
–sentadito, con las patitas cruzadas.
–¿con las patitas cruzadas? –repitió el hombre, como si no le gustara.
–como usted quiera –dijo mercedes, ruborizándose.
hacía calor, un calor sofocante. mercedes se quitó el abrigo.
–vamos a ver al animal –dijo el hombre, abriendo el paquete. tomó a mimoso por las patas traseras, y continuó:
–no está tan gordito como su dueña –y lanzó una carcajada. la miró de arriba abajo y ella bajó los ojos y vio sus pechos bajo el sweater demasiado ajustado. –cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
bruscamente, mercedes se cubrió con el abrigo. retorció entre sus manossus guantes negros de cabritilla y dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
–quiero que tenga un soporte de madera como aquél –le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
–veo que la señora tiene buen gusto –musitó el hombre–. ¿y los ojos dequé los quiere? de vidrio resultará un poco más caro.
–los quiero de vidrio –respondió mercedes, mordiendo los guantes.
–¿verdes, azules o amarillos?
–amarillos –dijo mercedes, impetuosamente–. tenía los ojos amarillos como las mariposas.
–¿y usted les vio los ojos a las mariposas?
–como las alas –protestó mercedes–, como las alas de las mariposas.
–¡ya me parecía! tiene que pagar adelantado –dijo el hombre.
–ya lo sé –respondió mercedes–, me lo dijo por teléfono –abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. el hombre le dio el recibo.
–¿cuándo estará listo para venir a buscarlo? –preguntó, guardando el recibo en su cartera.
–no hace falta. se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
–vendré a buscarlo con mi marido –respondió mercedes y salió precipitadamente de la casa.
las amigas de mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. muchas personas rieron. ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. con su tejido en la mano esperaba como penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. pero el perro no llegaba. mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
el día convenido mercedes recibió un llamado telefónico: el perro yaestaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. el hombre no podía ir tan lejos.
mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
–lo que nos ha hecho gastar este perro –dijo el marido de mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
–un hijo no hubiera costado más –dijo mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
–bueno, basta; ya lloraste bastante.
en la casa del embalsamador tuvieron que esperar. mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
–¿la gente no dirá que estás loca? –inquirió su marido con una sonrisa.
–peor para ellos –respondió mercedes apasionadamente–. no tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. nadie los quiere.
–mujer, tienes razón.
el embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba mimoso. nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. mercedes lo acarició
con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
–no me lo moje –dijo el embalsamador–. y lávese la mano.
–sólo le falta hablar –dijo el marido de mercedes–. ¿cómo hace estas maravillas?
–con venenos, señor. todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. es un sistema personal. ¿no hay niños en su casa?
–no.
–¿será peligroso para nosotros? –preguntó mercedes.
–únicamente si lo comen –respondió el hombre.
–tenemos que envolverlo –dijo mercedes, después de secar sus lágrimas.
el embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de mercedes. salieron con alegría. en el camino hablaron del lugar donde colocarían a mimoso. eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde mimoso los esperaba cuando ellos salían. después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
–¿qué dirán tus amigas, cuando vean esto? –inquirió el marido–. qué dirá el tenedor de libros de la casa merluchi.
–cuando vengan a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
–tendrás que decírselo a la señora.
–se lo diré –dijo mercedes.
aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
la señora del segundo piso sonrió ante el pedido de mercedes.
comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo.
pero la felicidad no es duradera.
bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. un dibujo obsceno ilustraba las palabras. el marido de mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y lo arrojó al horno que estaba abierto.
–que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
–no me impedirás que sueñe con él –gritó mercedes y se acostó en la cama vestida–. sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. es ese tenedor de porquería. no volverá a entrar en esta casa.
–tendrás que recibirlo. esta noche viene a cenar.
–¿esta noche? –dijo mercedes. saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
preparó la comida más temprano que de costumbre.
–hay asado con cuero –anunció mercedes.
antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. después, mientras se servía, dijo:
–estos animales parecen embalsamados –miró con admiración los ojos del perro.
–en china –dijo mercedes–, me han dicho que la gente come perros, ¿será cierto o será un cuento chino?
–yo no sé. pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
–no hay que decir "de este perro no comeré" –respondió mercedes, con una sonrisa encantadora.
–de esta agua no beberé –corrigió el marido.
el invitado se asombró de que mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
–tendremos que llamar al peluquero –dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó–: ¿la carne con cuero se come con salsa?
–es una novedad –contestó mercedes.
el invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con
salsa, lo mascó y cayó muerto.
–mimoso todavía me defiende –dijo mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.


el cuaderno

era un día patrio. su marido había ido a ver el desfile. las calles estaban embanderadas y en todas las casas se oían músicas marciales. era también un día sin horas. para no perder el espectáculo habían almorzado a las once y media. el cielo estaba tormentoso.
–pobres soldados, tener que marchar con este día –repetía ermelina de ríos encendiendo la luz.
por más que levantara las cortinitas de la ventana, el cuarto quedaba en tinieblas. afuera caía una lluvia finísima.
los días de fiesta, siempre ermelina cosía frente a la ventana. remendaba las camisas, zurcía las medias. esta vez, ermelina cosía un vestido, para cuandoestuviese más delgada. el cuarto estaba en desorden, había retazos de género en el suelo, alfileres, papeles recortados. la puerta que comunicaba con la pieza vecina estaba abierta. ermelina alzó los ojos y miró la cama de matrimonio que era de bronce dorado; un ramo de flores en el centro de la cabecera entrelazaba los barrotes con una cinta. esa cama era el testimonio de su felicidad. se la mostraba siempre a sus amigas y a las amigas de sus vecinas. era el regalo de bodas que le había hecho paula hódl, la dueña de la casa de sombreros donde ella trabajaba. hacía quince años que trabajaba en esa casa, y era sin duda la mejor ofíciala. las alas de los sombreros bajo sus manos se plegaban mágicamente; las cintas, las plumas, los moños y las flores eran dóciles a sus dedos, que formaban, con idéntica facilidad, el sombrero de fieltro, el panamá de papel, el verdadero panamá o el sombrero de paja de italia. paula hodl la adoraba. cuando algún admirador mandaba flores para paula, ésta, infaliblemente, le daba dos o tres de las más lindas. pero paula no la quería a ella, sino a su habilidad, no la quería a ella, sino a los sombreros que salían de sus manos como pájaros recién nacidos. desde que se había casado, paula le hablaba de mal modo, los sombreros estaban mal planchados, las clientas se quejaban. paula movía una mano amenazadora.
–ya te dije, ermelina, ya te dije que no te casaras. ahora estás triste. has perdido hasta la habilidad que tenías para adornar sombreros –y sacudiendo un sombrero adornado con cintas, añadía con una pequeñísima risa, que parecía una carraspera–: ¿qué significa este moño? ¿qué significa esta costura ermelina sabía que el sombrero era un cachivache, pero quedaba en silencio (era su manera de contestar). no estaba triste. hasta entonces había tratado los sombreros como a recién nacidos, frágiles e importantes. ahora le inspiraban un gran cansancio, que se traducía en moños mal hechos y pegados con grandes puntadas, que martirizaban la frescura de las cintas.
–cuando sienta los primeros dolores venga en seguida a la maternidad –le había dicho el médico–. me parece que le faltan pocos días.
ermelina sentía su hijo moverse dentro de ella. sentía que se encogía, que se estiraba caprichosamente, como en una cuna recién estrenada. creía ver la forma de los pies desnudos y de las manos de muñeca.
no estaba sola en ese cuarto frío.
alguien golpeaba la puerta, alguien venía siempre a interrumpir las largas conversaciones que tenía con su hijo que era a veces un muchacho de veinte años con un traje gris rayado, a veces de doce años y otras veces un recién nacido. veía al hombre, al niño, al bebé; no el rostro. ermelina dejó la costura, hizo pasar a la vecina que llegaba con sus dos hijos. le pidió que se sentara en la mecedora que era su preferida, mientras ella volvió a la pequeña silla de costura. los chicos se arrastraban por el suelo. eran chiquitos y morenos, con las mejillas paspadas.
–cumplo con mi promesa; aquí le traigo los cuadernos de mis hijos.
pobrecitos, es el primer año que van al colegio –dijo la vecina, abriendo los cuadernos y dándoselos a ermelina.
entre cada página de palotes había figuritas pegadas, ramos de rosas y nomeolvides, manos entrelazadas, palomas, niños, animales, banderas. ermelina hojeaba el cuaderno.
–qué bien. qué estudiosos son sus hijos, señora –repetía dando vuelta las páginas, hasta que se detuvo frente a una, donde había la cara de un chico muy rosado, pegada entre un ramo de lilas–. así quisiera que fuese. así quisiera que fuese mi hijo –repetía ermelina indicando con la mano la imagen brillante–. me ha dicho mi tía que en los meses de preñez, si se mira mucho un rostro o una magen, el hijo sale idéntico a ese rostro o a esa imagen.
–dicen tantas cosas –suspiró la vecina, y agregó–: no es porque sean mios, pero mis hijos son bien lindos y durante los nueve meses del embarazo se puede decir que no he visto a nadie, ni mirado a nadie, ni siquiera en revistas, ni siquiera en figuras. en aquella estancia en la pampa no teníamos radio. no teníamos otra música que la música de los eucaliptos. yo estaba recluida en las habitaciones todo el santo día, haciendo solitarios. ¡qué vacaciones fueron aquellas! no me las olvidaré nunca –y diciendo esto tomó el cuaderno que ermelina le tendía, para mostrarle el rostro del niño rosado.
de repente ermelina vio que el menor de los hijos de la vecina se parecía extrañamente a la sota de espadas; era una suerte de hombrecito pequeño aplastado contra el suelo, vestido de verde y rojo. el otro parecía un rey muy cabezón con una copa en la mano, donde bebía una cantidad incalculable de agua. habían sembrado el suelo con los útiles de colegio, y jugaban a la guerra con unos sacapuntas en forma de cañoncitos.
la vecina, mirando la figura, comentó:
–tiene la nariz demasiado respingada, y además tiene mota, como un negro.
ermelina sacudió la cabeza:
–es un niño precioso –alzó los ojos triunfantes–. así quiero que sea mi hijo.
hasta entonces no sabía cómo tenía que ser su hijo, rubio o moreno, de ojos azules, verdes o negros. ¿parecido a quién? no lo sabía, y ahora había encontrado la imagen.
–¿me presta este cuaderno, señora? solamente hasta esta noche.
la vecina consintió, y se despidió de ermelina, dejándole un beso pegajoso en cada mejilla. los dos niños salieron del cuarto arrastrando los pies.
ermelina volvió a sentarse con el cuaderno entre las manos; estudió la imagen minuciosamente, luego la dejó sobre la mesa y tomó la costura. pero no había cosido cuatro puntadas, cuando empezó a sentir un dolor y después otro, como relámpagos espaciados, pero puntuales. se levantó de la silla.
seguramente era el niño que estaba por nacer; lo sentía en su vientre, como en un cuarto oscuro, golpeando contra la puerta, con insistencia. se puso un abrigo y ató un pañuelo alrededor del cuello.
tomó un lápiz y un papel donde escribió en letras temblorosas: el niño está por nacer, me voy a la maternidad, la sopa está lista, no hay más que calentarla para la hora de la comida, la figura que está en la hoja abierta de este cuaderno es igual a nuestro hijo, en cuanto la mires llévale el cuaderno a la señora lucía que me lo ha prestado. prendió el papelito con un alfiler sobre la colcha de la cama, puso al lado el cuaderno
abierto, apagó la luz y salió del cuarto.
atravesó los corredores oscuros, lentamente. bajó las escaleras empinadas, con miedo de caerse; se aferraba a la baranda. en la esquina esperó el ómnibus. llevaba apretada en su mano la recomendación para el médico. el trayecto era largo. parecía que el conductor del ómnibus no tenía apuro como otras veces; parecía esperar a una novia, en todas las esquinas; miraba de izquierda a derecha y hablaba solo. ermelina pensó que iba a tener el hijo allí mismo, tan fuerte seguían los golpes y con tanta impaciencia. el tránsito estaba interrumpido; los dolores se sucedían como cuentas de un rosario interminable.
por fin se detuvo el ómnibus. para llegar a la maternidad, no había que caminar más que unos cuantos metros. ermelina se bajó trabajosamente; caminaba con rapidez y, por el esfuerzo que hacía para no separar demasiado las piernas, con una extraña cadencia de baile. subió los escalones larguísimos y blancos de la
maternidad; había una luz constante, de amanecer.
las enfermeras la rodearon, la llevaron de sala en sala, luego la estiraron sobre una cama. vio muchas estrellas rojas y azules, adornando gigantescos sombreros; rompió con los dientes cintas de seda, que eran ásperas sábanas de algodón, que le hicieron sangrar las encías. la negrura del cuarto se llenaba de filamentos deslumbrantes y de gritos. y después perdió la conciencia. nadaba en un lago sin agua y sin orillas, hasta que llegó a la ausencia del dolor, que fue una gran desnudez pura y diáfana. se había sentido como una casa muy grande y muy cerrada, que hubieran de pronto abierto, para un solo niño que quería ver el mundo.
despertó en la camita blanca, repetida como en un cuarto de espejos, un cuarto larguísimo, repleto de camitas blancas, alineadas. la enfermera se inclinó sobre la cama:
–señora, mire lo que le traigo.
entre envoltorios de llantos y pañales ermelina reconoció la cara rosada pegada contra las lilas del cuaderno. la cara era quizá demasiado colorada, pero ella pensó que tenía el mismo color chillón que tienen los juguetes nuevos, para que no se decoloren de mano en mano.

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