miércoles, 2 de febrero de 2011

franz kafka (1883 - 1924) // diarios.2

domingo, 19 de julio de 1910, dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida.

si me pongo a pensarlo, tengo que decir que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. no obstante, no me eduqué en ningún lugar apartado, en alguna ruina en las montañas; no podría encontrar una sola palabra de reproche contra esta posibilidad. aun a riesgo de que todos mis maestros pasados no puedan comprenderlo, me hubiese gustado y habría preferido ser ese pequeño habitante de unas ruinas, tostado por el sol, el cual, entre los escombros, sobre la hiedra tibia, me habría iluminado por todas partes, aunque al principio me habría sentido débil bajo el peso de mis buenas cualidades, unas cualidades que habrían crecido en mí con la fuerza con que crecen las malas hierbas.

si me pongo a pensarlo, tengo que decir, que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. este reproche afecta a una serie de gente: a mis padres, a unos cuantos parientes, a determinados visitantes de nuestra casa, a diversos escritores, a cierta cocinera que me acompañó a la escuela un año seguido, a un montón de maestros (que debo comprimir estrechamente en mi memoria, pues de lo contrario se me desprendería alguno por un lado u otro; pero como los tengo a todos tan apretujados, es todo el conjunto lo que se va desmoronando a trechos), a un inspector escolar, a unos transeúntes que caminaban lentamente, en una palabra, este reproche serpentea por toda la sociedad como un puñal y nadie, lo repito, nadie está desgraciadamente seguro de que la punta del puñal no vaya a aparecer de pronto por delante, por detrás o por un lado. no quiero oír réplica alguna a este reproche, porque he oído ya demasiadas, y puesto que, en la mayoría de las réplicas, he sido también refutado, incluyo también dichas réplicas en mi reproche, y declaro que mi educación y esta refutación me han perjudicado mucho en más de un sentido.

a menudo reflexiono y siempre tengo que acabar diciendo que mi educación, en muchos aspectos, me ha perjudicado mucho. este reproche va dirigido contra una serie de gentes que, por lo demás, aparecen todas juntas y, como en las viejas fotografías de grupo, no saben qué hacer unas al lado de otras; ni siquiera se les ocurre cerrar los ojos, y no se atreven a reír a causa de su actitud expectante. ahí están mis padres, unos cuantos parientes, algunos maestros, cierta cocinera, algunas muchachas de las lecciones de baile, algunos visitantes de nuestra casa en los primeros tiempos, algunos escritores, un profesor de natación, un cobrador de billetes, un inspector escolar, y luego algunos a quienes sólo he encontrado una vez por la calle, y otros que no puedo recordar exactamente, y aquellos a quienes no voy a recordar nunca más, y aquellos, en fin, cuya enseñanza, por hallarme entonces acaso distraído, me pasó completamente desapercibida, en una palabra, son tantos que uno debe andarse con cuidado para no citar a uno dos veces. y frente a todos ellos, formulo mi reproche, hago que, de este modo, se conozcan entre sí, pero no tolero réplicas. porque he aguantado ya, realmente, demasiadas réplicas, y como me han refutado en la mayoría de los casos, no tengo otro remedio que incluir estas refutaciones en mi reproche y decir que, además de mi educación, estas refutaciones me han perjudicado en más de un sentido.
tal vez se podría suponer que me han educado en cualquier lugar apartado. no, en plena ciudad me han educado, en plena ciudad. no, por ejemplo, en alguna ruina en las montañas o junto a un lago. hasta el momento, mis padres y sus secuaces quedaban cubiertos y ensombrecidos por mi reproche; ahora lo echan fácilmente a un lado y sonríen, porque he apartado las manos de ellos, me las he llevado a la frente y pienso: debiera haber sido el pequeño habitante de las ruinas, a la escucha del graznido de los grajos, bajo sus sombras que me sobrevuelan, enfriándome bajo la luna, aunque al principio hubiese sido algo débil bajo el peso de mis buenas cualidades, que necesariamente habrían crecido en mí con la fuerza de las malas hierbas; tostado por el sol, el cual, entre los escombros, me habría iluminado por todas partes en mi lecho de hiedra.

nos informan, y estamos dispuestos a creerlo, que los hombres en peligro no respetan nada, ni siquiera a las más bellas desconocidas; las empujan contra las paredes, las empujan con la cabeza y con las manos, con las rodillas y con los codos, cuando esas mujeres les impiden la huida del teatro en llamas. en tal caso, se callan nuestras parlanchínas mujeres; en su charla interminable aparece el verbo y el punto; sus cejas se alzan, abandonando su posición de reposo; el movimiento respiratorio de sus muslos y caderas se interrumpe; en sus bocas, mal cerradas por el miedo, entra más aire que de costumbre, y las mejillas parecen un poco hinchadas.

aquí sigue, sin título, el relato «desdicha», de contemplación (véase ka condena). este borrador se interrumpe unas líneas antes del final. en otra página sigue únicamente un título: «el pequeño habitante de las ruinas», que al parecer se relaciona con los fragmentos que anteceden sobre una crítica de la educación. los fragmentos que siguen forman un mosaico difícil de ordenar, en el que se repiten varias veces muchas partes. la narración se inicia una y otra vez con las mismas palabras y aún en 1911 aparecen sus últimos y aislados reflujos. — el conjunto tiene muchos puntos de contacto con algunos capítulos de descripción de una lucha; véase especialmente la «conversación con el orante»; también los tiene con el estudio desenmascaramiento de un embaucador, publicado por kafka.

«eh, tú», dije, y le di un pequeño golpe con la rodilla (con estas palabras súbitas, me saltó de la boca un poco de saliva, como un mal augurio), «¡no te duermas!»
«no me duermo», respondió y, al abrir los ojos, sacudió la cabeza. «si me durmiese, ¿cómo podría vigilarte? ¿y no tengo que hacerlo? ¿no fue por esta razón que, entonces, frente a la iglesia, te pegaste a mí? sí, hace ya mucho tiempo, lo sabemos, deja en paz el reloj en el bolsillo.»
«es que es ya muy tarde», dije. tuve que reírme un poco y, para disimularlo, miré con esfuerzo hacia el interior de la casa.
«¿te gusta tanto, realmente? ¿o sea que te gustaría subir, te gustaría mucho? bueno, dilo, que no te voy a morder. mira, si crees que allá arriba estarás mejor que aquí abajo, entonces no tienes más que subir, inmediatamente, sin pensar en mí. de que mi opinión —que es la opinión de un transeúnte cualquiera— sea que pronto volverás a bajar, y que entonces será muy bueno encontrar aquí, de un modo u otro, a alguien cuyo rostro no mirarás siquiera, pero que te tomará del brazo, te reconfortará con vino en un local cercano y luego te llevará a su habitación que, aun siendo tan miserable, siempre tendrá un par de cristales que la separen de la noche, de esta opinión puedes reírte momentáneamente. lo cierto, y esto puedo repetirlo ante quien quieras, es que no estamos bien aquí abajo, e incluso diría que nos va fatal, pero esto ahora, para mí, no tiene remedio, tanto si me quedo aquí tendido en el desagüe, atajando el agua de la lluvia, como si bebo champán arriba, bajo los candelabros, con los mismos labios, no hay ninguna diferencia para mí. por otra parte, ni siquiera tengo posibilidad de elección entre estas dos cosas, nunca me ocurre algo de tal índole que pueda reclamar la atención de las gentes, ¿cómo podría bajo la superestructura de las ceremonias, para mí necesarias, bajo las cuales sólo puedo continuar arrastrándome exactamente igual que una sabandija? tú, en cambio, quién sabe todo lo que llevas dentro; tienes valor o al menos crees tenerlo; inténtalo entonces, ¿qué arriesgas? ... a menudo uno se reconoce ya, si pone atención, en el rostro del criado que abre la puerta.»
«si supiera con toda seguridad que eres sincero conmigo. haría rato que habría subido. ¿cómo podría averiguar si eres sincero conmigo? ahora me miras como si yo fuese un crío, lo que no me sirve de nada, sino que aún empeora las cosas. pero tal vez quieres empeorarlas. además, no soporto ya el aire de la calleja; pertenezco ya a las gentes de arriba. si presto atención, me noto la garganta irritada, ya lo estás viendo, tengo tos. ¿tienes acaso una noción de cómo me irá allá arriba? el pie con el que penetraré en la sala se habrá transformado ya antes de que levante el otro.»
«tienes razón, no soy sincero contigo.»
«bueno, yo me largo, voy a subir la escalera, aunque sea dando volteretas. de las personas reunidas me prometo todo lo que echo en falta, especialmente la organización de mis fuerzas, a las que no basta una agudización como la que supone la única posibilidad para este soltero en medio de la calle. es cierto que éste se da ya por satisfecho con que aguante su cuerpo, por cierto nada presentable, con asegurar sus dos comidas diarias, con evitar influencias de otras personas, en una palabra, con mantener tantas cosas como sea posible en este mundo que se desintegra. no obstante, lo que pierde, intenta recuperarlo por la violencia, aunque sea cambiado, debilitado, y aunque sólo en apariencia sea lo que anteriormente poseyó (y así es casi siempre). por tanto, su personalidad es suicida, sólo tiene dientes para la propia carne, y carne para los propios dientes. porque, sin tener un centro, sin tener una profesión, un amor, una familia, una renta, es decir, sin enfrentarse al mundo en lo importante (sólo como intento, naturalmente), sin aturdido pues, en cierto modo, a base de un gran complejo de bienes de propiedad, uno no puede preservarse de unas pérdidas momentáneamente destructoras. este soltero, con sus ropas exiguas, su arte de orar, sus huesos persistentes, su temida vivienda de alquiler, su existencia hecha en general de remiendos, promovida ahora nuevamente después de tanto tiempo, lo mantiene todo entre sus brazos y siempre tiene que perder dos cosas, cuando agarra alguna otra cosita al azar. naturalmente, ahí está la verdad, la verdad que en ningún otro aspecto se muestra con mayor nitidez. porque el que realmente se nos presenta como el ciudadano más perfecto, es decir, el que navega por el mar en un barco, con espuma delante y una estela detrás, es decir, con grandes influjos en su entorno, tan distinto al hombre que está sobre las olas con sus cuatro tablones que, además, entrechocan y se hunden los unos a los otros, ...él, ese señor y ciudadano, no corre menos peligro. porque él y su propiedad no son una sola cosa, sino dos, y quien destroza el lazo que las une, le destroza también a él. nosotros y nuestros conocidos somos sin duda irreconocibles en este aspecto, porque quedamos totalmente ocultos; a mí, por ejemplo, me oculta ahora mi profesión, mis sufrimientos imaginarios o reales, mis aficiones literarias, etc. pero yo, precisamente, siento que llego al fondo con demasiada frecuencia y con demasiada intensidad para que, ni siquiera a medias, pueda sentirme satisfecho. y me basta con sentir ese fondo ininterrumpidamente durante un solo cuarto de hora, y ya el mundo ponzoñoso fluye en mi boca como el agua en la boca del que se ahoga.
»apenas si existe, por el momento, diferencia alguna entre el soltero y yo, sólo que yo puedo recordar aún mi juventud en la aldea y tal vez, si así lo deseo, tal vez incluso si me lo exige simplemente mi situación, puedo arrojarme nuevamente hacia allí. pero el soltero no tiene nada ante él, y por ello tampoco tiene nada detrás. en este momento no hay diferencia, pero el soltero no tiene más que este momento. en aquella época que hoy nadie puede conocer, porque nada puede estar tan aniquilado como aquella época, en aquella época cometió su error, cuando sintió de un modo constante que tocaba su propio fondo, como cuando percibimos de pronto en nuestro cuerpo una úlcera que hasta ese momento fue lo más insignificante de nuestro cuerpo, ni siquiera lo más insignificante, porque no parecía existir aún, y ahora es más que todo lo que poseíamos en el cuerpo desde nuestro nacimiento. si hasta entonces, con toda nuestra persona, nos concentrábamos en el trabajo de nuestras manos, en lo que veían nuestros ojos, en lo que oían nuestros oídos, en los pasos de nuestros pies, ahora nos orientamos de pronto hacia lo diametralmente opuesto, como una veleta en la montaña.
»entonces, en lugar de escapar corriendo, aunque fuese en esta última dirección, porque sólo la huida podía mantenerle sobre las puntas de los pies, y sólo las puntas de los pies podían mantenerle en el mundo, en lugar de hacer eso, se acostó como, durante el invierno, se tienden los niños aquí y allá, sobre la nieve, para morir de frío. el y esos niños saben perfectamente que la culpa es suya, por haberse acostado o por haber cedido de cualquier otro modo, saben que no debían haberlo hecho a ningún precio, pero no pueden saber que, después de la transformación que se produce entonces con ellos en los campos o en la ciudad, olvidarán toda culpa anterior y toda coerción, y que se moverán dentro del nuevo elemento como si fuese el antiguo. pero la palabra olvidar no es exacta en este caso. la memoria de este hombre ha sufrido tan poco como su imaginación. pero, ciertamente, no pueden mover montañas; el hombre queda desde este momento fuera de nuestro pueblo, fuera de nuestra humanidad, hambriento ya para siempre, sólo le pertenece el momento, el momento incesante de la pena, al que no sigue ni un solo destello de un momento de alivio, sólo una cosa le queda para siempre: sus dolores, pero en todo el ámbito del universo no hay ninguna otra cosa que pueda utilizar como medicina, no le queda otro suelo que el que necesitan sus dos pies, ni otro sostén que el que abarcan sus dos manos, es decir, le queda mucho menos que al trapecista de variedades, bajo el cual, al menos, han tendido una red.
»a nosotros, a los demás, nos sostienen nuestro pasado y nuestro futuro. casi todas nuestras horas de ocio y otras tantas de nuestro trabajo las ocupamos viendo subir y bajar a ambos en la oscilación de la balanza. ¡ la ventaja que tiene el futuro en su amplitud viene compensada por el peso que tiene el pasado, y a la postre ambos son ya indiferenciables; la primera adolescencia acaba volviéndose clara como el futuro, y el final del futuro ha sido vivido ya realmente con todos nuestros suspiros y se ha vuelto pasado. así se cierra casi este círculo, por cuyo borde caminamos. ahora bien, este círculo nos pertenece sin lugar a dudas, pero nos pertenece tan sólo mientras nos atenemos a él; basta con que nos desviemos un poco, en cualquier ensimismamiento, en una distracción, un susto, un asombro, una lasitud, para que lo perdamos ya en los espacios; hasta ese momento, teníamos la nariz metida en el fluir de los tiempos, ahora nos rezagamos, antes éramos nadadores, hoy somos paseantes, y estamos perdidos. quedamos, pues, fuera de la ley, nadie lo sabe y sin embargo todos nos tratan como si lo supieran.»
«ahora no debes pensar en mí. ¿cómo vas a compararte conmigo, por otra parte? yo llevo ya más de veinte años en esta ciudad. ¿puedes hacerte siquiera una idea exacta de lo que es esto? veinte veces he pasado aquí cada una de las estaciones del año.» —aquí, fgitó sobre nuestras cabezas la mano cerrada—. «estos árboles han ido creciendo durante veinte años sobre mí; qué pequeño ha de verse uno a su lado. y todas esas noches, ¿sabes?, en todas las casas. tan pronto se apoya uno en esta pared como en aquella otra, y así la ventana se desplaza alrededor de uno. y esas mañanas en que uno se asoma a la ventana, aparta la butaca de la cama y se sienta a tomar el café. y esas noches en que uno apoya el codo y se sostiene la oreja con la mano. ¡si no fuera eso todo lo que hay! ¡si al menos adquiriese uno algunas costumbres nuevas, de las que cada día se pueden observar por esas calles! —¿imaginas acaso que voy a quejarme de ello? pues no, por qué iba a quejarme, puesto que ni lo uno ni lo otro me está permitido. no tengo otra cosa que hacer más que mis paseos y esto debe bastarme, porque no hay otro lugar en el mundo donde no pudiese dar mis paseos. pero ahora parece nuevamente como si me jactase de ello.»
«o sea que para mí no hay problema. no debí quedarme aquí, frente a la casa.»
«en este aspecto, por tanto, no te compares conmigo ni dejes que te suma en la incertidumbre. eres un hombre adulto y además, por lo que parece, te encuentras bastante solo en esta ciudad.»
«poco me falta para encontrarme solo. parece que mi esencia protectora se ha disuelto en esta ciudad; me sentía muy bien en los primeros tiempos, porque tal disolución se produce como una apoteosis en la que todo lo que nos mantiene vivos se nos escapa volando, pero mientras escapa, nos ilumina por última vez con su luz humana. así me encuentro ahora frente a mi hombre soltero, y es muy probable que él me quiera por ello, sin que, no obstante, vea muy claro el motivo. de vez en cuando, sus discursos parecen indicar que lo sabe todo de sí mismo, que sabe a quién tiene delante y que por esta razón puede permitírselo todo. no, esto no es así, sin embargo. de esta suerte preferiría enfrentarse con todo el mundo, porque sólo puede vivir como un ermitaño o como un parásito. si sólo es un ermitaño por obligación, cuando esta obligación es vencida de pronto por fuerzas que le son desconocidas, se convierte ya en un parásito que recurre a la insolencia en cuanto puede. por descontado, nada en el mundo puede ya salvarle, y así, ante su conducta, se puede pensar en el cadáver de un ahogado que, arrastrado a la superficie por una corriente, choca con un nadador cansado, le pone las manos encima e intenta agarrarse. el cadáver no vuelve a la vida y ni siquiera puede ser puesto a salvo, pero puede hundir al hombre consigo.»

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