martes, 27 de septiembre de 2011

homero (grecia, s.VIII a.c.) // ilíada (frag.)

ilíada (frag.)
canto XXII, duelo entre aquiles y héctor

cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran héctor, de tremolante casco:
—no huiré más de ti, oh hijo de peleo, como hasta ahora. tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora te mate, ora me mates tu. ea, pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: yo no te insultaré cruelmente, si zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh aquileo, entregaré el cadáver a los aqueos. obra tú conmigo de la misma manera.
mirándole con torva faz, respondió aquileo, el de los pies ligeros: — ¡héctor, a quien no puedo olvidar! no me hables de convenios. como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a ares, infatigable combatiente. revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. ya no te puedes escapar. palas atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
en diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. el esclarecido héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y palas atenea la arrancó y devolvió a aquileo, sin que héctor, pastor de hombres, lo advirtiese.
y héctor dijo al eximio pélida: —¡erraste el golpe, deiforme aquileo! nada te había revelado zeus acerca de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! la guerra sería más liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del pélida. pero la lanza fue rechazada por la rodela, y héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió héctor blandiendo la aguda espada. aquileo embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que hefesto colocara en la cimera. como el véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía aquileo, mientras pensaba en causar daño al divino héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino aquileo envasóle la pica a héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. héctor cayó en el polvo, y el divino aquileo se jactó del triunfo, diciendo: —¡héctor! cuando despojabas el cadáver de patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡necio! quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. a ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.

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