miércoles, 29 de junio de 2011

silvina ocampo (argentina, 1903 - 1993) // cuentos - el retrato mal hecho / la cabeza pegada al vidrio / el corredor ancho de sol

el retrato mal hecho
a los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. pero eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
la vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
la mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.
fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; eponina leía en la moda elegante: "se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "traje de visita para señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". los chicos gritaban en el fondo del jardín. eponina seguía leyendo: "las hojas se hacen con seda color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien: "las venas y los tallos color albaricoque".
ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. no quedaba más que el altillo por explorar. eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "las venas y los tallos color albaricoque". subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. eponina le tomó la mano, la levantó. ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "lo he matado".
eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
la familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
eponina se abrazó largamente a ana con un gesto inusitado de ternura. los labios de eponina se movían en una lenta ebullición: "niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín".


la cabeza pegada al vidrio

lesde hacía quince años mlle. dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. la casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.
en los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.
mlle. dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.
las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. no era la culpa de los trajes, pensaba mlle. dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos.se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa
estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.
mlle. dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.
una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.
a la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. llantos contenidos se amontonaban en las bocas. mlle. dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.
la playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.
mlle. dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. la cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. mlle. dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza enllamas se había radicado en el espejo.


el corredor ancho de sol

se sintió enferma el día de su convalecencia. ya no oía los ruidos inusita- dos del alba: el carrito del lechero, las cortinas metálicas de las tiendas, los tranvías solitarios que no se detienen a esa hora en las esquinas.
el día estaba ya viejo en las ventanas de su cuarto cuando se despertaba y oía los ruidos de la mañana. la casa donde vivía quedaba sobre la pendiente de una calle empedrada que aceleraba los autos con cambios de velocidad, y esos cambios de velocidad le recordaban un hotel de francia situado al pie de una montaña en donde había pasado protestando los días que ahora le parecían más felices de su vida. el hotel estaba rodeado de lambercianas y las piñas amontonadas en las ramas eran redondas y grises como muchos pájaros juntitos. era un paisaje parecido a los paisajes de la provincia de aquí, pero donde las plantas eran menos fragantes y sin espinas, como los pescados preparados por un cocinero hábil. en las provincias existían plantas de olores extraordinarios: recordaba una planta con olor a sartén venenosa, otra con olor a piso recién encerado, otra con olor a guaranga.
estaba sentada contra la ventana, con la frente apoyada sobre el vidrio que temblaba masajes eléctricos cada vez que pasaba por la calle un carro de tres o cuatro caballos. no podía hacer el gesto de cambiar de
postura, porque entre cada postura había que hacer un salto mortal que ponía en movimiento giratorio de terremoto todos los muebles y cuadros del cuarto... su cuerpo se había distanciado de ella y sus ojos se disolvían como si fueran de azúcar, en un punto fijo indefinidamente vago y rodeado como un cielo de estrellas.
la aliviaba pensar en un corredor muy ancho de sol, donde una vez se ha- bía estirado en un sillón de mimbre blanco. era una casa rosada en forma de herradura. tres corredores rodeaban un patio de pasto lleno de flores de agapanto muy azules o muy violetas, según el color de la pared contra la cual se apoyaban entre los arcos de un croquet abandonado. ella sentía que había nacido en esa casa repleta de silencio donde andaba por el campo en una americana con un caballo empacado y enfurecido de galopes en las vueltas de los caminos. había nacido en esa casa, aunque solamente la hubieran invitado por un día. conocía la casa de memoria antes de haber entrado en ella, la hubiera podido dibujar con la misma facilidad con la cual había dibujado, un día, en un cuaderno la cara de su novio antes de conocerlo. recordaba como un recuerdo anterior a su vida, que en medio de una inmensa inconsciencia había tenido que atravesar días de angustias antes de llegar hasta ese rostro donde había encerrado su cariño, hasta ese corredor tan ancho de sol. volvió a pensar en el hotel de francia, porque el linoleum del cuarto de baño del hotel era igual al de aquella casa de campo. movió blandamente sus grandes brazos de nadadora, y sus manos buscaban un libro sobre la mesa. hubiera podido nadar, porque nadando se va acostado sobre colchones espesos de agua, y el sol la hubiera sanado, pero los árboles estaban desnudos contra el cielo gris y los toldos de las ventanas volaban el viento. era inútil que sus manos tomaran el libro. por la puerta entreabierta se oyeron can- tos de cucharas y platos que anunciaban la llegada de una sopa de tapioca en una bandeja con estrellitas y con gusto a infancia.

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