sábado, 25 de junio de 2011

silvina ocampo (argentina, 1903 - 1993) // cuentos - el vestido verde aceituna / cielo de claraboyas

el vestido verde aceituna

las vidrieras venían a su encuentro. había salido nada más que para hacer compras esa mañana. miss hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. no tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.
había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. conocía américa y casi todo el oriente. soñaba siempre volver a ceilán. allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. miss hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. entonces volvía a bañarse en las playas tibias de ceilán, volvía a viajar por la china, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. volvía a viajar por españa, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. volvía a viajar por Italia. en venecia iba de dama de compañía de una argentina. había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. había visitado todos los museos. le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.
se encontró en la mercería el ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. las horquillas tenían que ser doradas. su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. miss hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con miss edith cavell.
los días que iba a posarle al pintor, miss hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. el estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de miss hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de bombay.
en las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. miss hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. no había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. delante de su discípula, miss hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.
a la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: "no queremos maestras que tengan tan poco pudor". miss hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.
al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.


cielo de claraboyas

la reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viaja- ba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. de tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. la calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. no había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo ne- gro con los pies embotinados de institutriz perversa. una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba "¡celestina, celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caí- an de los pies desnudos de celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadricu- lados y verdes. la voz de los pies embotinados crecía: "¡celestina, celestina!". las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. los pies des- nudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. la falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
el cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡voy a matarte!". y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. la mancha se agrandaba. de una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrifica- das como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. había un silencio in- menso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
la falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡celestina, celestina!", y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. la claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
celestina cantaba les cloches de corneville, corriendo con leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de san martín. tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.

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