jueves, 31 de enero de 2013

clarice lispector (brasil, 1920 - 1977) // cuentos - felicidad clandestina / una gallina

felicidad clandestina

ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. no lo aprovechaba mucho. y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. encima siempre era un paisaje de recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". pero qué talento tenía para la crueldad. mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. en mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. como al pasar, me informó que tenía las travesuras de naricita, de monteiro lobato. era un libro gordo, válgame dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. no vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. no me hizo pasar. con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de recife. esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. pero las cosas no fueron tan sencillas. el plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. y así seguimos. ¿cuánto tiempo? yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. a veces ella decía: pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. nos pidió explicaciones a las dos. hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. a la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. hasta que, madre buena, entendió al fin. se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija: -vas a prestar ahora mismo ese libro. y a mí: -y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿entendido? eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿cómo contar lo que siguió? yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. creo que no dije nada. Cogí el libro. no, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. al llegar a casa no empecé a leer. simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. era como si yo lo presintiera. ¡cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. yo era una reina delicada. a veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. no era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.


una gallina

era una gallina de domingo. todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. no miraba a nadie, nadie la miraba a ella. aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. nunca se adivinaría en ella un anhelo. por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. la familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. el dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. la persecución se tornó más intensa. de tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. el muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista. sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. a veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre! estúpida, tímida y libre. no victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma. finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. entre gritos y plumas fue apresada. y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos. fue entonces cuando sucedió. de puros nervios la gallina puso un huevo. sorprendida, exhausta. quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos: -¡mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien! todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. lo que no sugería ningún sentimiento especial. el padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. el padre, por fin, decidió con cierta brusquedad: -¡si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida! -¡y yo tampoco -juró la niña con ardor. la madre, cansada, se encogió de hombros. inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. la niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. el padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!" La gallina se transformó en la dueña de la casa. todos, menos ella, lo sabían. continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto. pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado. una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. en esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. en la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos. hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

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