La perla
El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. 
La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible 
y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras 
Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad 
que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras 
edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número 
de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual 
prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta 
clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo 
con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de 
mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de 
inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó 
por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan 
grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. 
La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se 
servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. 
La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin 
piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, 
lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en 
medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y 
alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. 
Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la 
torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la 
complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su 
limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su 
apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki 
sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, 
luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se 
produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo 
tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y 
cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas 
plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de 
cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del 
baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el 
mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos 
y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la 
tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la 
había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas 
coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, 
y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con 
disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La 
perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La 
señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su 
búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la 
advirtieron.
-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las 
cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las 
invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la 
situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de 
casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con 
una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me 
acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre 
el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba 
un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría 
en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se 
trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y 
salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si 
la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de 
las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre 
bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su 
auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. 
Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se 
tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. 
Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una 
acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún 
concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora 
Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba 
con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le 
atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz 
débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber 
hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. 
Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el 
incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de 
demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera 
estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable 
que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio 
de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir 
que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero 
no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus 
labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil 
recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su 
imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el 
cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los 
jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la 
señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la 
señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, 
por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que 
cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que 
vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el 
coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, 
recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su 
atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la 
punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que 
se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. 
Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser 
cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener 
consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la 
ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora 
Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino 
que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era 
prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de 
distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era 
devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo 
de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto 
que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición 
más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, 
no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial 
cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la 
señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible 
permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un 
familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio 
residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se 
sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a 
consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio 
y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había 
sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una 
bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes 
que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo 
momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la 
torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible 
señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas 
probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras 
reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente 
necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo 
todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las 
cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, 
hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba 
en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día 
siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución 
daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una 
insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora 
Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al 
mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más 
transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio 
de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más 
grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de 
la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla 
recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el 
bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría 
hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no 
coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría 
devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se 
comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha 
visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor 
olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de 
que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás 
que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía 
escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un 
pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora 
Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. 
Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día 
siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había 
comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la 
señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica 
quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las 
arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e 
innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó 
apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el 
coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza 
donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo 
tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, 
al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la 
perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a 
devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más 
pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que 
aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena 
amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la 
señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, 
agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde 
llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra 
perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita 
anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan 
tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan 
pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la 
señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron 
frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus 
encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un 
largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento 
del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación 
embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En 
especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por 
su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía 
pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del 
procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía 
algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el 
punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una 
cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba 
sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que 
su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable 
de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez 
había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer 
aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una 
maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que 
había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora 
Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como 
el más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de 
casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la 
señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por 
detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de 
torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había 
empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el 
bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber 
abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, 
entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber 
tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la 
perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó 
atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, 
a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que 
podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura 
fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo 
inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la 
señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no 
aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa 
-comenzó la señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si 
vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, 
¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al 
echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna 
relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía 
las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola 
incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una 
ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba 
suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a 
enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se 
enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura 
estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir 
-continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las 
invitadas...
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la 
señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como 
te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en 
él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi 
desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no 
habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones 
y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder 
hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con 
absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás 
echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis 
sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es 
cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido 
la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. 
Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué 
contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante 
era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa 
ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, 
voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y 
en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a 
   nadie fracasarán... -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva 
verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por 
aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada 
concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora 
Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la 
señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable 
traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía 
asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera 
sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable 
rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las 
cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora 
Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me 
gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito 
valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el 
someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido 
hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y 
nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora 
Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto 
incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a 
reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por 
su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable 
para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora 
Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su 
rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa 
contra el respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando 
desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió 
su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la 
mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran 
determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique 
elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada 
fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera 
vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora 
Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes 
ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era 
más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo 
su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la 
señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de 
lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus 
dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes 
relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado 
notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su 
vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que 
todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados 
escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un 
formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una 
chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel 
cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las 
eternas mentiras de siempre.

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